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A propósito de Llewyn Davis
🌟🌟🌟🌟🌟
El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que
hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción
que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos
tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio,
fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho,
desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron
lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el
anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores
se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando
yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar,
me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...
Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en
“A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me
entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o
reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles
que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en
paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera
existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie
supiera responderme. Así vivo.
A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le
alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo
que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le
cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores
muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le
preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para
alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había
recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de
cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada
generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.
Wonder Wheel
Kate Winslet es una actriz como la copa de un pino. Y de un
pino inglés, además, que son los más afamados. Kate, además, es una mujer
bellísima, de las que se fía de sus propias arrugas para tenernos encandilados
un año sí y otro también, hasta que la enfermedad, o la muerte, o la ceguera,
nos separe. O hasta que ella se harte de la farándula y se dedique a ser Kate
Winslet la ciudadana, la madre, quizá ya la abuela, a tiempo completo. Se nota,
se siente, se trasluce en sus entrevistas, que a ella no le gustan los
artificios ni las vidas artificiosas. ¡A
la mierda la cosmética!, dicen que gritó un día que andaba con mucha prisa, y
así se quedó, con cuatro pinceladas en la cara y en el cuerpo, tan pura y tan
limpia que ya es una actriz con el sello bio estampado en su currículum.
Yo -vaya otra vez por delante- admiro mucho a Kate Winslet. Es
como en aquella película suya, ¡Olvídate de mí!, que resulta imposible
olvidarse de ella aunque te operen los lóbulos temporales. Pero Kate Winslet,
ay, no es perfecta, es tan humana como todos los que la queremos, y tiene,
entre otros defectos, la curiosa costumbre de leer la prensa sólo en la consulta de su dentista. Y ya sabemos que los dentistas -sean de Londres o de La
Pedanía, trabajen para clientes ricos o para clientes pobres- siempre dejan en
la mesita revistas de anteayer, o de anteaño, a veces incluso de la guerra de
Cuba, con artículos de Azorín y peroratas de Ortega. Sólo así se explica que
antes de trabajar en Wonder Wheel, Kate Winslet no supiera nada de los
tránsitos judiciales de Woody Allen, y que justo después de terminar la
película, embolsarse el sueldo y participar en las promociones contractuales,
se enterara de la movida, se palmeara la frente como si se acordara del donut y
exclamara: “¡Pero cómo he podido trabajar con un tipo como éste!”.
No es la primera vez que le sucede. Cuando trabajó con Roman
Polanski en Un dios salvaje -que se rodó, no sé, treinta y cinco años
después de la famosa violación- ella, nada más terminar el rodaje, salió tarifando
y llamándole monstruo abusador. En el caso de Allen, a fecha de hoy, ni siquiera
tenemos constancia de que haya cometido un delito. Ay, Kate, Kate... Cómo me
recuerdas al capitán Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo, qué
escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!”
In time
En el futuro biotecnológico que plantea In time, ya no es el dinero, sino el tiempo de vida -que la gente contabiliza con un cronómetro insertado en el brazo-, lo que desencadena la avaricia y la aparición de nuevas clases sociales. Cuando el contador llega a cero sobreviene la muerte instantánea, mientras se duerme, o mientras se pasea en mitad de la calle. Más allá de los veinticinco años de edad, que es la longevidad máxima determinada por los genes, todo es tiempo extra que hay que ganarse minuto a minuto, segundo a segundo, en un mundo depravado donde el dinero ya no existe, y todo se paga en tiempo.