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Fargo. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟


Supongo que es el signo de los tiempos y que habrá que ir acostumbrándose. A este chaparrón, a esta retórica, a este maniqueísmo tontorrón. Como espectadores de la fraternidad universitaria X&Y, toca taparse con la manta y esperar que venga otra ola sociológica a rescatarnos. Vivimos el retorno del péndulo, el ahora os vais a enterar... 

“Durante años, en las pantallas, nos habéis tratado como amas de casa inservibles para la vida o como putones verbeneros que causaban estragos en los matrimonios. Así que ahora os toca a vosotros sufrir el estereotipo de machorros violentos o de imbéciles con dos cerebros escindidos. Caricatura por caricatura”. Creo que lo escribió Barbijaputa o alguna columnista que la imitaba.

Da igual que sean chorradas como “Barbie” o maravillas como “Fargo”: los personajes masculinos ya solo pueden ser psicópatas o tontos del culo. Casi siempre las dos cosas a la vez. Y lo digo -casi- sin acritud, como aquel traidor al proletariado. Porque a mí, como espectador, me da igual que nos pongan a escurrir mientras el producto sea bueno y esté bien escrito y dialogado. Y la quinta temporada de “Fargo” es en eso cojonuda y quintaesencial: el retorno soñado a los orígenes de la nieve. Todo es impecable salvo ese diálogo conyugal escrito por Irene e Ione en el episodio 6, que da un poco de vergüenza ajena.

(En el "written by" figuraban como Renei Romento y Onei Larrabe, pero hasta yo, que soy hombre, sé resolver anagramas si no resultan muy complejos).

En realidad no ha cambiado nada desde la película original. Allí todos los personajes ya eran gilipollas o malvados salvo la policía que encarnaba Frances McDormand. Incluso su marido, tan buenazo, tenía un algo borderline que delataba su parentesco con las gentes más merluzas de Minnesota. Pero todo tenía gracia, era sutil, no es como ahora... Los hombres sabemos de sobra cómo se comportan nuestros congéneres cuando hay algo en juego: mujeres, o dinero, o prestigio. No voy, desde luego, a defendernos. El panorama es desolador. Pero lo de ahora, en las ficciones, es, no sé... más burdo, más esquemático. Yo me entiendo. 




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The Offer

🌟🌟🌟🌟🌟


Será la casualidad, pero hoy mismo, al terminar de ver “The Offer”, he leído que la ciencia ha vuelto a demostrar el entrelazamiento cuántico entre partículas. Es decir que: cuando dos cosas del mundo subatómico están muy conectadas entre sí, da igual la distancia que las separe, y aunque vaguen por puntas opuestas del universo, lo que le hagas a una repercutirá automáticamente en la otra. Es un misterio, sí, un pensamiento contraintuitivo, y por eso Albert Einstein se tiraba de los pelos y se los dejaba así en las fotografías, incapaz de asumir con la razón lo que le gritaban las matemáticas.

El entrelazamiento cuántico no tiene continuidad en nuestro mundo macroscópico, que es el mundo de las películas y los trabajos, los partidos de fútbol y los cafés a media mañana. Pero sí así fuera, sería la jubilosa confirmación de que existe, por ejemplo, el amor verdadero, y de que dos personas que se entrelazan en una cama ya vivirán enredadas el resto de sus vidas, siempre pendientes la una de la otra. 

El entrelazamiento cuántico también explicaría esta curiosa relación que yo mantengo con “El Padrino”, pues ambos nacimos en la misma madrugada del año 1972. Lo he consultado en internet y es verdad: “El Padrino” y yo tenemos exactamente la misma edad, y por tanto la misma carta astrológica. Mientras yo nacía después de los dolores, la película celebraba su premier en un gran cine de Nueva York. Es esa misma premier que se recrea en un episodio de “The Offer”, y que a mí me conmueve porque gracias al misterio cuántico es como si yo mismo participara en el evento, berreando entre Francis Ford Coppola y Albert Ruddy, Robert Evans y Marlon Brando, también muy nervioso por el futuro que me aguardaba.

Quiero decir que las erosiones que le van cayendo a la película son las mismas que me van cayendo a mí. Claro que a ella la pueden restaurar y a mí no... Y que cuando una serie le rinde homenaje, en cierto modo me siento aludido y halagado, aunque contrariado por el paso del tiempo. Aunque yo naciera al otro lado del océano - a las 4 de la madrugada que allí eran las 10 de la noche- me siento parte de esta familia cuántica. De la famiglia. 




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Ted Lasso. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Hace muchos episodios que Ted Lasso dejó aparcado el fútbol para centrarse en los sentimientos. Y no en los sentimientos futbolísticos -que vaya por Dios, qué mala pata, yo que venía justo a eso-  sino en los sentimientos universales, que ya vemos en otras muchas series: el temor irracional, el amor irresuelto, el deber incumplido, la pesadez del ego que nunca descansa... Sobre todo eso, el ego que no calla, ni debajo del agua, siempre haciéndonos de más y dejándonos en ridículo.

Hace muchos episodios que el único estadio que se ve en Ted Lasso es el de los títulos de crédito, cuyos asientos cambian de color cuando el míster, el propio Ted Lasso, se sienta en la grada. Porque él es el viento fresco, y el reformador de los espíritus. Ted Lasso es el evangelista de la buena nueva: no importa ganar ni perder, sino sólo ser feliz. Bill Shankly, nuestro viejo Shanks, se lo hubiera comido de un bocado con el bigote de Ned Flanders incluido.

Ted Lasso es el ángel que viene a regalar alas a todos los integrantes del Richmond C. F. Aquí, como hubiera dicho Manolo Summers, to er mundo e güeno, y no hay lugar para rencores mezquinos, ni para puñaladas traperas. O, al menos, para nada que dure más de veinticuatro horas y que no pueda ser confesado -e indefectiblemente perdonado- entre lloros con mocos y abrazos del personal.

Ted Lasso se ha convertido en una adaptación soterrada de algún libro de Paulo Coelho, aunque desconozco cuál, porque nunca le he leído. Y yo, que vivo ajeno a estos discursos, y que me acerqué a la serie porque se hablaba de fútbol, y salían futbolistas, debería dimitir del empeño. Pero no dimito. Me digo continuamente: “En el próximo episodio, me apeo”. Pero nunca me apeo. Algo me ata al sofá y no sé lo que es. O sí lo sé, y prefiero no reconocerlo. Rompepistas, el personaje de Kiko Amat, diría que en el fondo soy una niñata, una nenaza. Y yo, para no escucharle, me tapo los oídos y le grito cucurucho que no te escucho. Y así voy viendo la serie, hasta el episodio final, con las orejas medio tapadas, y medio atentas, encandilado por Ted Lasso, pero sin saber muy bien por qué.







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Wonder Wheel

🌟🌟🌟

Kate Winslet es una actriz como la copa de un pino. Y de un pino inglés, además, que son los más afamados. Kate, además, es una mujer bellísima, de las que se fía de sus propias arrugas para tenernos encandilados un año sí y otro también, hasta que la enfermedad, o la muerte, o la ceguera, nos separe. O hasta que ella se harte de la farándula y se dedique a ser Kate Winslet la ciudadana, la madre, quizá ya la abuela, a tiempo completo. Se nota, se siente, se trasluce en sus entrevistas, que a ella no le gustan los artificios ni las vidas artificiosas.  ¡A la mierda la cosmética!, dicen que gritó un día que andaba con mucha prisa, y así se quedó, con cuatro pinceladas en la cara y en el cuerpo, tan pura y tan limpia que ya es una actriz con el sello bio estampado en su currículum.

Yo -vaya otra vez por delante- admiro mucho a Kate Winslet. Es como en aquella película suya, ¡Olvídate de mí!, que resulta imposible olvidarse de ella aunque te operen los lóbulos temporales. Pero Kate Winslet, ay, no es perfecta, es tan humana como todos los que la queremos, y tiene, entre otros defectos, la curiosa costumbre de leer la prensa sólo en la consulta de su dentista. Y ya sabemos que los dentistas -sean de Londres o de La Pedanía, trabajen para clientes ricos o para clientes pobres- siempre dejan en la mesita revistas de anteayer, o de anteaño, a veces incluso de la guerra de Cuba, con artículos de Azorín y peroratas de Ortega. Sólo así se explica que antes de trabajar en Wonder Wheel, Kate Winslet no supiera nada de los tránsitos judiciales de Woody Allen, y que justo después de terminar la película, embolsarse el sueldo y participar en las promociones contractuales, se enterara de la movida, se palmeara la frente como si se acordara del donut y exclamara: “¡Pero cómo he podido trabajar con un tipo como éste!”.

No es la primera vez que le sucede. Cuando trabajó con Roman Polanski en Un dios salvaje -que se rodó, no sé, treinta y cinco años después de la famosa violación- ella, nada más terminar el rodaje, salió tarifando y llamándole monstruo abusador. En el caso de Allen, a fecha de hoy, ni siquiera tenemos constancia de que haya cometido un delito. Ay, Kate, Kate... Cómo me recuerdas al capitán Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo, qué escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!”




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Ted Lasso. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


A mí lo que me van son las comedias negras. Lo azul oscuro casi negro, que decían en la película. Cada vez que me topo con una comedia donde triunfa el buen rollito, me entra como una incredulidad, como un nerviosismo tonto  en el culo, que ya no reposa, y ya no encuentra su acomodo en el sofá. Y aunque sé que transito por los territorios de la ficción -y que podría, al menos, abandonarme a una versión mejorada de la humanidad- algo en mí se rebela, se revuelve contra el flower-power de los roussonianos, y contra el discurso tonto de la New Age. Cuando me veo así atrapado, tardo un minuto en cancelar la programación para rebuscar en mi videoteca una comedia que me haga reír, y no me lleve la contraria. Una comedia ejemplar, y de vidas ejemplares, donde todo el mundo sea malvado y vaya a lo suyo. Donde nadie escuche a nadie, y todo sea como una gran sopa donde flotan los estúpidos y las egoístas, las tunantas y los gilipollas... La vida misma que transcurre tras el ventanal.

Ted Lasso es la antítesis de mi ideal; la comedia amable que tenía prohibida por mi médico. En Ted Lasso to er mundo e güeno. Incluso los imbéciles -y las resentidas, y los avariciosos, y los chulos de mierda-son buenos, o tienen su corazoncito dispuesto a rectificar. La serie la  protagoniza este tipo insufrible llamado Ted Lasso, que es una especie de Ned Flanders que ha venido al Richmond C.F. a salvar al equipo del descenso, y a salvar a sus integrantes del abatimiento. Ted Lasso es un iluminado que siempre tiene la palabra exacta, la parábola necesaria, el ejemplo que venía al pelo para levantar la moral de la tropa. El tipo sabe de amor, de desamor, de derrotas, de victorias pírricas, de felicidades incompletas y de sueños por alcanzar. Tiene la paciencia de un monje budista, y la sabiduría de un filósofo griego. Es medio tonto y medio japonés...

Pero no sé por qué -será la alergia primaveral, o el bajón emocional, o a vacuna de AstraZeneca -Ted Lasso me ha liado con sus payasadas, y con sus haikus de galletitas de la suerte. He llegado al episodio final en un visto y no visto, incrédulo y emocionado a partes iguales. La vida no es así. La gente no es así. Las comedias decentes, incluso, no son así. Y Ted Lasso, aunque meritoria, es una comedia indecente y manipuladora... Pero estos días -en lo laboral, y en lo filosófico- estoy de vacaciones.



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