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Tierra

🌟🌟

Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada. 

Uno ya entiende, a los diez minutos de metraje, que nada de lo que se narre a continuación va a tener la mínima consistencia, la mínima verosimilitud. Pero uno insiste, y se obceca, y adopta la pose de un  cinéfilo persistente, porque desconfía de sí mismo, y prefiere que lo tachen de cultureta antes que de cobarde. Uno se lanza al precipicio del aburrimiento y se justifica en la belleza pastoril de Emma Suárez. Y en la belleza embutida en cuero de Silke, la motera. Sólo por ella, por la germana, acometí Tierra en varios asaltos suicidas, como un soldado que aún mantiene la esperanza de salvarse Pero el muy tunante de Julio la tenía reservada  para las fanfarrias finales. Es un tipo muy listo: primero suelta sus filosofías telúricas, sus pedanterías paulocoelinas, y luego, como premio para los pacientes, para los espectadores más enamorados, te saca a Silke enseñando la piel. Y yo no pude llegar, ay de mí, al paraíso prometido.  Uno ya no está para estas pruebas de resistencia. El sueño mortal de la medianoche se ha vuelto más poderoso que cualquier excitación. Que cualquier Silke recobrada. La ridiculez argumental de Tierra pesa más que su hermosura. He dimitido cerca de los tres cuartos de hora, cuando ella comenzaba a cobrar protagonismo.  Camino de la cama la he echado mucho de menos.



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Vacas

🌟🌟🌟

Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega  recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.




            Arrepentido de mi enésima dimisión, busco al terminar el partido la película Vacas. En ella, dos familias de vascos y vascas se odian con la rivalidad propia de los caseríos colindantes, allá por los tiempos en que los carlistas luchaban por una España aún más católica y reaccionaria.  Es una película irregular, extraña, como todas las de Medem, que a veces es narración convencional de los odios y los amores, y a veces, sin previo aviso, se vuelve poesía indescifrable de la telúrica influencia. Telúrica...  Recuerdo que me preguntaron el significado de esta palabra en el examen de lengua de la selectividad, allá por los años mozos, cuando el cine iba a ser el entretenimiento de las noches, el solaz del productivo trabajo, y no el refugio oscuro en el que ahora me escondo de los hombres, y de la vida. No supe responder a la pregunta en el examen. Jamás, en mis lecturas, había aparecido semejante palabra. O yo, al menos, no la recordaba. Tiré del prefijo griego tele y solté algo parecido a lejanía, a planetario, por si colaba. Luego, en casa, reconcomido por el probable desacierto, la busqué en el diccionario: Perteneciente o relativo al telurismo. Telurismo: Influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes. No era, pues, un asunto de lejanías, sino todo lo contrario: de cercanías, de raíces, del suelo que uno pisa. 

   He recordado todo esto mientras veía Vacas, porque hay mucho telurismo en su propuesta, y porque mi cerebro sigue asociando libremente las churras con las merinas, y las peras con las manzanas, en este marasmo post-balompédico que precede al sueño. Vacas trata sobre vacas en la tierra siempre húmeda, pintada de verde, ondulada de montes, que ha forjado el carácter indómito de los nativos vascongados. Creo que fue Nietzsche quien dijo que somos, en esencia, lo que comemos. Telúricos, al fin y al cabo, pues todo proviene de la tierra. Los personajes de Medem, vascos o no, lo mismo te comen un asado con patatas y razonan como personas normales, que luego se adentran en los bosques y se zampan un par de setas alucinógenas que les introducen en el desvarío, y en la poesía incognoscible del propio ombligo. Así es Medem, y así hay que tomárselo.





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Lucía y el sexo

🌟🌟🌟🌟

Ya en la primera escena de Lucía y el sexo, el espectador masculino y corriente, de frustrada vida sexual, comprende que aquí no va a poder identificarse con el personaje principal. La primera vez que vemos a Tristán Ulloa lo descubrimos follando con Najwa Nimri en una playa solitaria, entre las cálidas aguas del Mediterráneo, con la luna llena iluminando los rostros orgásmicos de felicidad. Y esa experiencia, vedada al común de los mortales, coloca la película en el territorio del cuento, o de la fábula.

A los pocos minutos llega la confirmación de que los hombres no vamos a sacar  ningún aprendizaje. Porque que una desconocida como Paz Vega te aborde en una cafetería, te diga que lleva clavada en el alma tu última novela, y luego te suelte, de buenas a primeras, que está locamente enamorada de ti, sin conocerte de nada, sólo de verte, y de perseguirte por las calles,  es sin duda el sueño imposible de cualquier heterosexual masculino que no mienta sobre su condición. Las probabilidades de que esto le suceda a un tipo normal sin millones en el banco, y que no guarde un parecido razonable con Don Draper, el de Mad Men, requieren de un cálculo infinitesimal que sólo abordan las matemáticas más endiabladas.

Pero es que luego, con el tercer polvo del siglo, Lucía y el sexo ya se convierte en cine religioso, en evangelio de los milagros. O eso, o en un anuncio poético de las Loterías y Apuestas del Estado.  Lucía y el sexo quiere contarnos la historia de un fulano al que le tocan sucesivamente el pleno de la Quiniela, el gordo de la Primitiva y el gordo de Navidad. Pues la tercera muesca en el revólver de Tristán Ulloa es nada más y nada menos que Elena Anaya, la mujer que no es mujer, aunque lo parezca, pues ya ha quedado dicho en este diario que ella es un experimento gubernamental, una extraterrestre del planeta Palencia que decidió hacerse carne y luego actriz para dejarnos a todos turulatos, en maquiavélica maniobra de distracción.

Alejados, pues, de cualquier pretensión de verosimilitud, nos vemos inmersos una vez más en los mundos cinematográficos de Julio Medem, que siempre han tendido más a la poesía que a la prosa. Lo suyo es componer versos con la cámara, más que construir narraciones coherentes. Medem es un artista del riesgo, del enfoque original. Se mueve en terrenos muy delicados y peligrosos. Cuando sale airoso de ellos, le salen grandes películas como ésta que nos ocupa. En cambio, cuando se le va la pinza, y se pierde en sus propios simbolismos, le salen películas incomprensibles como Caótica Ana, o  como Habitación en Roma, a pesar se su par de pesares.


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