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Gattaca

🌟🌟🌟


El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo. 

La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias. 

Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.

“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.



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El aviador

🌟🌟🌟🌟

La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.

A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes. 

Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo. 

La locura, como la muerte, nos iguala a todos.






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La invención de Hugo

🌟🌟🌟


Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine, que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo. Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.

Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès, el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro. Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición. De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después -el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo segundo de divina inspiración.

La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te cuento.





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A. I. Inteligencia Artificial

🌟🌟🌟🌟🌟


No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una pelota.

He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial” porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose -son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces covalentes?

De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.

Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado. No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas. “Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños; del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...




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Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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Sherlock Holmes

 🌟🌟🌟🌟

¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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The New Pope

🌟🌟🌟🌟🌟

El dinero y el sexo mueven el mundo. Todo lo demás es un matarratos, un viaje por carreteras secundarias.  Una paja mental de los filósofos. Literatura para consolar a los que no tiene pasta, o a los que no tienen el amor que desean. “Dame un atractivo irresistible o una cuenta millonaria y moveré el mundo”, dicen que dijo Arquímedes después de afirmar lo de la palanca y la Tierra. Pero ningún historiador, al parecer, registró aquellas palabras tan sabias, que Arquímedes tal vez solo musitó por temor al ostracismo, que en la Grecia Antigua era una cosa muy seria. Dos mil años más tarde, en el Berlín del protofascismo, Liza Minnelli cantaba “Money makes the world go round” en el cabaret, mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua.  Bob Fosse, como el Arquímedes de mi imaginación calenturienta, no era ningún tonto cuando se ponía a hacer películas, tan didácticas, y tan poco complacientes…



    En el Vaticano puede que haya gente muy poco recomendable: consentidores de la pederastia, nostálgicos del fascismo, manipuladores del Espíritu Santo, pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que llegue ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los que no entienden de qué va la vaina se quedan en los primeras vallas, a predicar entre los pobres y entre las ancianas: la renuncia a las riquezas y el valor de la castidad. Mientras los curas de tropa -los Stormtroopers del Imperio Papal- cuentan estas martingalas a los creyentes más crédulos, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Coruscant de la Galaxia Católica, los cardenales imaginados por Paolo Sorrentino en The New Pope -que a buen seguro no son muy diferentes de los verdaderos- viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y angustiados por la idea de que el Gobierno italiano, finalmente, les haga pagar impuestos y les cobre el IBI, y termine con sus días de vino consagrado y de rosas en el jardín.

     Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres, y en las mujeres, tan resabiados ya, y tan cínicos.Tan espirituales como se creían, cuando escucharon la voz de Dios, y en realidad tan atados al instinto, y a la imperfección de la carne.



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Día de lluvia en Nueva York

🌟🌟🌟🌟

“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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Enemigo a las puertas

🌟🌟🌟🌟

Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.


    En el principio de los tiempos, Dios creó la testosterona para que los hombres echáramos músculo, agraváramos la voz y cuadriculáramos la mandíbula, que son los reclamos para que las mujeres se presten a la reproducción. Pero luego, con las complicaciones de la civilización, la testosterona fue asumiendo funciones, ampliando sus horizontes, y terminó por convertirse en la hormona del orgullo y de la guerra. En Stalingrado, en 1942, aunque Stalin había sublimado la suya en un seminario de curas, y Hitler, según las malas lenguas, sólo producía la mitad de lo posible, ambos volcaron sus reservas sobre la ciudad del Volga para engendrar una tormenta de fuego que se convirtió en la batalla más decisiva de la II Guerra Mundial. Los anglosajones, por supuesto, cuando ruedan sus películas, dicen que el hito decisivo fue el desembarco de Normandía, pero por entonces los alemanes ya llevaban seis meses retirándose del Este, y racionando la gasolina hasta en los mecheros para el tabaco.

(Stalingrado, no lo olvidemos, quizá fue la primera batalla de los tiempos modernos, desencadenada por la posesión de unos pozos petrolíferos).

    Entre las ruinas de la ciudad cien veces bombardeada y reconquistada, Vassili Zaitsev, el francotirador del Ejército Rojo elevado a la categoría de leyenda, tambièn tiene que medirse la polla con un rival temible del ejército alemán. Medirse el fusil no es más que una metáfora del asunto. Por eso son fálicos, y disparan proyectiles en la calentura. 




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The Young Pope

🌟🌟🌟🌟

The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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El talento de Mr. Ripley

🌟🌟🌟🌟

El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.

    Para otros, sin embargo, Tom Ripley es un vengador de la clase obrera, un terrorista del proletariado que siembra el pánico entre las huestes de los millonarios. Ripley es un joven de incierto futuro, y de talento escaso, que por el azar de una mentira se descubre codeándose con los yanqui-pijos que viven en Italia a cuerpo de rey, como unos Borbones o unos Hohenzollern cualesquiera. Del pluriempleo lluvioso de Nueva York, Tom Ripley pasa en cuestión de días al ocio luminoso de la Campania, compartiendo playas con estos hedonistas indolentes que se gastan fortunas en coches deportivos y en barcos de vela para fondear en los puertos más lujosos. Ripley, que es bisexual, lo mismo se enamora de los rubios descamisados que de sus novias impactantes. Pero en el fondo de su corazón, más allá de la envidia incluso, siente un odio visceral por esa clase social. Ésa que derrocha el dinero a espuertas, que trata a los pobres como criados, como vacas productivas si trabajan para ellos o como bichos molestos si no obtienen beneficio de sus sufrimientos.

    "Lo cierto es que si has tenido dinero toda la vida, aunque lo desprecies como hacemos nosotros, sólo te sientes cómodo con otra gente que lo tenga y lo desprecie".

    Esta es la filosofía que anima a esta gentuza, la podredumbre del alma que Meredith Logue, la más egregia pija de la noche romana, le confiesa a Tom Ripley mientras descienden las escaleras de Piazza di Spagna, confundiéndole con un hombre de su estirpe. Tom asiente, y esboza una irónica sonrisa...


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Camino a la perdición

🌟🌟🌟🌟

El personaje trágico de Camino a la perdición es el mafioso John Rooney, al que da vida, y altura, un inmenso Paul Newman. Un protagonista de tragedia griega, si no estuviéramos entre irlandeses con metralleta y borsalino.

    A punto ya de jubilarse por edad, o temeroso de que lo jubilen a tiros las bandas rivales, el anciano sopesa a quién legar los negocios ilícitos que lo han hecho un hombre respetable. El hijo genético, la carne de su carne, es un psicópata de gatillo fácil que no sabe mantener la boca cerrada, ni el arma en la cintura. El personaje de Daniel Craig es, además, un tipo apocado y rencoroso, que no tiene el don de la paciencia ni la virtud de la mansedumbre. Un perfecto inútil que dilapidará en poco tiempo la herencia recibida. Tantos asesinatos, tantas piernas rotas, tantas cabezas descalabradas en el Medio Oeste americano, para que luego llegue el chaval y lo arruine todo con tres locuras y cuatro tonterías. Una inversión de alto riesgo, como poco.

    El otro hijo de Paul Newman es Michael Sullivan, el personaje de Tom Hanks. Un matarife profesional, como aquellos que añoraba el gallego Pazos en Airbag. Sullivan es un sicario que sabe cuándo hablar y cuándo disparar. Cuándo conceder la prórroga y cuándo empezar la balacera. Cuándo dejar un testigo vivo y cuándo no. Un tipo responsable y cabal que sin embargo, ay, no lleva en su venas la sangre de los Rooney. Él es un hijo adoptado, como el Tom Hagen de la familia Corleone, y aunque sería el candidato ideal para suceder al anciano, los imperativos genéticos pueden más que los raciocinios de la conveniencia. Cuando la película se enrede, y John Rooney tenga que mojarse en su elección, se desatará la tragedia anunciada en el título. El camino hacia Perdición, y hacia la perdición, que tanto monta y monta tanto.

    Mientras veía la obra maestra de Sam Mendes, y contemplaba las dudas desgarradoras de John Rooney, he recordado aquel discurso que Tywin Lannister le soltaba a su hijo Jaime en la tienda de campaña. Para ilustrar a quienes vieron Camino a la perdición y se echaron las manos a la cabeza:

    "En poco tiempo yo habré muerto. Y tú, y tu hermano, y tu hermana, y todos su hijos. Todos moriremos. Todos nos pudriremos en la tierra. El apellido de la familia es lo que pervive. Todo cuanto pervive. Ni la gloria personal, ni el honor. La familia". 


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Closer

🌟🌟🌟

Y de pronto, en la tarde invernal del domingo, en la melancolía que se presenta puntualmente cada siete días a tomar el café y las pastas, siento la pulsión irrefrenable de ver a Natalie Portman en mi televisor. Siento la necesidad acuciante de perderme en su hermosura, y esconderme del mundo para que tarden mucho tiempo en encontrarme. Sin salir de la habitación voy a fugarme muy lejos, a un país lejano y utópico en el que Natalie me dice sí, que all right, para ir juntos de la mano y pintar la vida de colorines. Yo enamorado, y ella conformada con su destino, como en los anuncios cursis de la televisión, como en la vida extremadamente feliz de las películas tontainas. 


            Enciendo los aparatos y descubro que los buenos dioses, en un acto milagroso y benevolente han guardado Closer para mi solaz en el disco duro. Tienen que haber sido ellos, porque yo no recuerdo haber saqueado esta película en ninguna razia bucanera. Me habrán guiado en un momento de somnolencia, de inconsciencia, en previsión de este momento fatídico que siempre termina por llegar.  Aunque Natalie Portman es en Closer actriz principal y mujer guapísima, el recuerdo que tengo de la película es el de una nadería sin sustancia, el de una supina gilipollez que cuenta como dos pijos y dos pijas de la City londinense se aman y se desaman con diálogos absurdos y argumentos para besugos: "No me dejas entrar en tu amor", "Me consume la soledad de no tenerte", "Necesito tu corazón para llenar mi vacío", y tonterías parecidas a éstas, que sólo se escuchan en las novelas pedantes, en los culebrones sudamericanos. Y a veces, también, cuando me dejo llevar por la impostura literaria, en algunos rincones muy vergonzosos de este diario.


            Como he llegado a Closer cegado por el deseo de reencontrar a Natalie, aparco mis dudas y me dejo llevar por  la inercia de mi carrera hasta el punto kilométrico de la media hora. Es ahí donde de pronto me paro, fatigado ya de seguir tanta conversación estúpida. La belleza de Natalie Portman no basta para reflotar este barco que naufraga haciendo glu-glú.



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