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En los márgenes

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En crisis hemos estado siempre, pero es como si no hubiéramos estado nunca. Primero fueron las hipotecas subprime, luego las consecuencias de la pandemia, y ahora la invasión putinesca de Ucrania, que no sé por qué razón infla los precios de cualquier cosa. Incluso mi vecina, que vende sus propias patatas de la huerta, dice que la guerra le “ha obligado” a subir los precios. Es un misterio.

Sin embargo, a pesar de tanto chaparrón, la gente no ha dejado de viajar, de llenar las terrazas, de comprar gadgets tecnológicos. De convertir las tiendas de don Amancio en una romería alrededor de La Kaaba. El día 7 de enero los contenedores no daban abasto con las cajas de cartón que contuvieron televisores Ultramegahostia K de 480 pulgadas. León, en Navidad, fue un no parar de comercios abarrotados y de bares donde no cabía ni un alfiler. “Crisis, what crisis?” era el título de un disco mítico de Supertramp. El capitalismo está visto que funciona: nunca te dejará sin cerveza, sin teléfono móvil y sin un viaje barato a las islas Canarias. Lo demás es secundario, o puede esperar, o te dejan financiarlo a largo plazo. A pesar de los estacazos, la vida sigue sonriendo. Quizá ya no cambias de coche cada tres años ni compras el gazpacho carísimo de Alvalle, pero bueno, tiras.

La crisis que llevaban años anunciando los de Podemos y que iba a desgarrar el tejido social hasta provocar la toma de la Zarzuela -como aquella del Palacio de Invierno- no se ha producido. Ahí no estuvieron finos. Yo les voto porque no hay nadie más a quien votar, pero creo que hemos perdido la baza electoral del apocalipsis proletario. La crisis es un niebla estacionaria que no se ha movido jamás de los mismos barrios abandonados: estos de Madrid que retrata la película, y los de toda la vida de León, que yo pateo en mis visitas. La crisis -la inflacionaria, la hipotecaria, la que afecta a la dignidad personal- la han vivido siempre los mismos, año tras año, década tras década. Ellos son los verdaderos desheredados de la Tierra. Son muchos, pero no son suficientes. A palos les puede la policía, y a votos, terminan votando a los fascistas. Es otro misterio.





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No me gusta conducir

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No tengo carnet de conducir. Nunca lo necesité para sobrevivir. Siempre me las apañé para tener el trabajo a tiro de piedra o a pedal de bicicleta. Supongo que hice de la necesidad virtud y así me fui conformando. Si por algún revés tuviera que sacarme ahora el carnet -¡vade retro!- aún tendría cinco años más que el personaje de Juan Diego Botto, que ya se presenta en la autoescuela con el arroz pasado y hasta casi socarrado. Lo mío no sería hacer el ridículo, sino lo que venga después en la escala Fahrenheit.

Ahora mismo, por ejemplo, en La Pedanía, tengo el colegio a 400 metros, dos supermercados a otros tantos y la farmacia solo un poquito más allá. Suficiente para ir tirando. Ni los bares necesito, aunque aquí los haya a decenas. Para eso pago religiosamente el Movistar +. Luego, si tengo que bajar a Ciudad Capital para ir a los médicos, o para rellenar las burocracias, tengo un autobús cada quince minutos que me deja allí en otros tantos. Y si no, tiro de la bicicleta, jugándome el pellejo en estas tierras bárbaras tan distintas de Ámsterdam o de Copenhague.  

Cuento todo esto a título informativo, nada más. No para presumir de ecológico o de listillo. Que se lo digan, si no, a mis pobres parejas, que todas llegaron con coche y todas hicieron de chófer para este comodón de la pradera. Sin carnet he ganado calidad de vida por un lado pero la he perdido por el otro. Soy muy consciente de ello. Supongo que son las gasolinas que entran por las que salen. 

Solo quería explicar que desde el primer momento me quedé enganchado a esta serie. Mis padecimientos en la autoescuela serían exactamente los mismos que estos de Juan Diego Botto: sus torpezas, sus cabreos, sus comeduras de tarro... Y sobre todo, ese irritante complejo de inferioridad: cómo podemos ser tan listos para unas cosas y luego tan incapaces de llevar un coche como hacen los garrulos de los pueblos y los analfabetos de la ciudad. Es como si ya no pudieras reírte de ellos o mirarles por encima del hombro. Ante el desafío de un volante se tambalearía mi escala de valores. Casi darían ganas de replanteárselo todo. Sería una prueba demasiado exigente.



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Martín (Hache)

🌟🌟🌟🌟🌟 


“Martín (Hache)” son tres películas reunidas en una sola. La trilogía hispano-argentina que Aristarain nos ofreció en una pieza conmovedora. Tres historias distintas pero una sola verdadera, que es la relación de Federico Luppi con las personas que todavía le quieren a pesar de su carácter: el amigo, y la amante, y su hijo, Martín, el Hache.

La gente dice que me parezco mucho al personaje de Luppi porque yo también tengo la lengua muy larga cuando se trata de soltar misantropías. Que también soy muy dado a ponerme los auriculares, subir el volumen de la música y apearme del mundo cuando llega la próxima estación. Que como no nací en las latitudes australes no digo “al pedo”, ni “al carajo”, ni “boludo”, ni me da por elegir la concha de tu madre cuando me pongo a cagar con las metáforas. Pero vamos, que utilizo expresiones peninsulares que quieren decir exactamente lo mismo, a veces con la palabra y a veces arqueando las cejas. Da igual. La misantropía es un lenguaje bimodal y universal que todos reconocen, y que nos sirve, a nosotros, los luppinianos, para reconocernos.

Dicho esto, yo no soy Federico Luppi. Hay cosas, rasgos, perfumes lejanos... Una certeza compartida sobre la vida. Pero cualquier otro parecido con la realidad es pura coincidencia. Es curioso: la primera vez que vi “Martín (Hache)” yo todavía no era padre, ni tenía un amigo, ni tenía una amante. Tenía una esposa, que no es lo mismo, y amigos de segundo nivel llamados conocidos. Alejandro (Erre) tenía -3 años tiernísimos de esperanza, y mi mejor amigo todavía era un desconocido que habitaba en la ciudad ignota. Solo ahora que ya he vivido todo eso entiendo a carta cabal la película. Antes era un peliculón; ahora es una obra maestra. Da para hablar largo tendido con alguien a tu lado. Si lo sabré yo...

Hace veinticinco años tampoco sabía que se puede odiar y amar a la misma persona y volverte loco en la pelea. La relación de Luppi con Cecilia Roth se me escapaba, pero ahora ya no. Tampoco sabía que existen amores que son el contrapunto exacto a esa tortura: la paz en la tripa, la sinceridad en la cara, la mansedumbre del instinto alborozado.





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El escuadrón suicida

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Al final, como me temía, El escuadrón suicida ha resultado ser una tontería. Pero no venía engañado. Mea culpa. Tras leer las críticas entusiastas -o al menos no condenatorias- de parte de la crítica,  asumí el riesgo -también suicida- y fracasé. Mal síntoma, cuando me descubro cada poco con las manos en los testículos, para nada sexualizado, ni siquiera excitado con Margot Robbie vestida de princesa majara, sino guiado por el inconsciente aburrido, que allí encuentra como un refugio ancestral o no sé qué. Les pasa a muchos hombres, y no es para nada vergonzoso. Cuando una película me interesa de verdad, me llevo el puño a la sien, apoyado en el reposabrazos, o desmadejo las manos a lo largo del cuerpo, como anestesiado, inmerso del todo en la alegría o en el sufrimiento de los demás. Me conozco como si me hubiera parido, vamos.

El escuadrón suicida es una película golfa, loca, sin pies ni cabeza, para adolescentes de centro comercial, o adultos que aún rondan por allí.  Dos horas de explosiones, sesos esparcidos y chistacos sobre comeduras de polla al borde del mar. El blockbuster moderno, ya sabemos, postarantiniano, que le ha dado no una, sino trece vueltas de tuerca, a sus planteamientos cojonudos y radicales. Fue él, Tarantino, el que abrió la caja de Pandora en Reservoir Dogs, cuando aquellos sociópatas trajeados de negro -otro escuadrón suicida, después de todo- hablaban sobre el significado de Like a virgin, la canción de Madonna, sin ponerse de acuerdo sobre si era una virgen expectante o si cada vez que follaba recordaba la virginidad perdida. Algún día sabremos...

Para escuadrón suicida -pensaba yo, a mitad de película, ya distraído con mis cosas- mi equipo de chavales de este año, encuadrado en una categoría demasiado ambiciosa, con una plantilla todavía muy verde, y desorganizada,  a merced de los clubs poderosos, de los americanos del lugar, que se presentan en los partidos como verdaderos comandos de la hostia, los hombres de Harrelson lo menos, armados hasta las botas, y con cara de no perdonarte ni un solo gol, ni un solo lamento.





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Los europeos

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Termino de ver “Los europeos” casi a la una de la madrugada, rendido de sueño. Sin embargo, antes de apagar la tele, vuelvo sobre algunas escenas de la película. He seguido la trama sin mayores dificultades, pero me he perdido varios diálogos que quería recuperar. Podría hacerlo al día siguiente, con la mente despejada, y ahora meterme en la cama con los reyes de la noche. Pero me puede la impaciencia: tengo que verla otra vez, a ella, a la actriz francesa...

Esta vez mi desatención no provenía del teléfono móvil, ni del desinterés por la película. Yo soy muy de Víctor García León, desde los tiempos de la pena y la Gloria. Y aunque esta vez la crítica oficial venía tibia y poco entusiasta, yo he vuelto a encontrar en su cine las grandezas y miserias que nos definen como celtíberos. Esa cosa azconiana que además, esta vez, venía sustentada en una novela del propio Azcona. Con el cine de García León te ríes, sí, pero sólo a veces, y a media sonrisa, como movido por un escalofrío. A veces te ríes por no llorar. Y en la segunda parte de “Los europeos” ya ni eso...

No: esta vez me he perdido porque me quedaba mirando el rostro de esta actriz llamada Stéphane Caillard y no me lo creía. Su primera aparición se produce más o menos a las doce de la noche, y es como si se hubieran juntado el hoy con el mañana, y la vigilia con el sueño. La fantasía de lo imaginado con la crudeza de lo existente. Hay un momento de duda en el que pienso que acabo de morirme y que ella es el ángel encargado de recogerme.

Esta misma tarde, en la terraza del bar, en conversación recurrente y animada, yo le decía al amigo que la mujer más hermosa del mundo era Christina Rosenvinge, la cantante que hacía ¡chas! y aparecía al lado de un tipo con mucha suerte. La vi el otro día en una entrevista y se me quedó su recuerdo... Pero si esta misma tarde volviera a juntarme con el amigo, le diría que es esta chica, la francesa, sin duda... Stéphane tiene algo que comunica directamente con mi entraña. Algo que no puedo explicar con palabras: es como si ella fuera el resumen de las aspiraciones imposibles, o de las poesías inacabadas. Era la una y media de la madrugada y yo seguía repasando las escenas.




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Relatos con-fin-a-dos

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Los Relatos con-fin-a-dos son como los relatos desconfinados de toda la vida: de cinco que te cuentan, uno te interesa, otro es bonito y tal, dos son un puro chascarrillo, y siempre hay uno que es una verdadera tontería. La vida misma...

    Por eso, aunque Relatos con-fin-a-dos sea un experimento sin sal, tiene el mérito de parecerse mucho a la vida real, que suele ser un rollo cuando te la cuentan. Porque al final, el confinamiento, que iba a ser el período más incierto de nuestras vidas, pero al mismo tiempo el más rico en anécdotas, para contar a nuestros nietos cuando llegara el momento y tal y cual, al final resultó ser un rollo pistonudo, de horas y horas amorrados a la tele y a la prensa digital, y lo más que nos pasó a todos es que una vez la policía estuvo a punto de multarnos porque nos pillaron con el perrete a un kilómetro de casa, o porque un día bajamos la basura a las tantas y nos fumamos un piti en la farola, o porque nos dimos un garbeo hasta el supermercado que estaba en el otro barrio para estirar las piernas. Cosas así, pequeñas gamberradas, que se repiten una y otra vez en las confesiones de aquella época, y que en realidad -como sucede con los Relatos Con-fin-a-dos – ya nadie quiere escuchar, porque aquello fue como un mal sueño, un tiempo irreal, idiota, tiempo de vida perdido.



    En uno de los relatos de la miniserie sale Isco, Isco Alarcón, “Pinchisco”, el del Arroyo de la Miel, el futbolista medio marginado por ese tozudo calvorota con una flor en el culo, y ya sólo por eso, si me dejara llevar por la pasión, tendría que haber puesto cinco estrellas ahí arriba, a modo de homenaje. Qué más da que Isco no haga de Isco, sino de un programador informático, que no hay quien se crea que con esas míseras credenciales, siendo él de físico normal y tal,  pueda convivir con semejante pibón, que encima le trata de idiota y de mal padre durante todo el episodio. Qué más da que Isco no sea un actor profesional, y que no haya quien se lo traque en su papel. Joder, ¡es Isco!, aunque no toque una pelota, y le he visto más tiempo aquí que últimamente por los campos. Sólo por eso ya doy por amortizado el tiempo en el sofá.





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Vete de mí

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A las amistades las escogemos dentro del contexto que nos toca vivir: el patio del colegio, el lugar de trabajo o el bar de la esquina. Son, en cierto modo -porque también nos guía nuestra afinidad, y nuestro carácter- personas casuales, sustituibles si vienen mal dadas o si una mudanza nos separa. 

    La familia, en cambio, nos viene dada para siempre. Es obligatoria y eterna, hasta que la muerte nos separe. La familia no viene escrita a lapicero, sino cincelada en piedra como un mandamiento caído en el desierto, aunque uno viva en Melbourne y el otro en Ripollet. La lejanía, o el rencor, o la indiferencia, no te salvan de saber que en el mundo hay familiares que se parecen a ti. Que son como tú, en un porcentaje variable de sangre común. Los amigos, después de todo, son hijos de su padre y de su madre, y allá cada cual con lo suyo. Pero un familiar es el portador de nuestras reliquias más o menos presentables: un rasgo, un gesto, una manía, algo que nos recuerda que por esas venas también navega un barco con nuestro nombre repintado.

    Si el padre mira al hijo, o el hijo mira al padre, y se produce la aceptación resignada de esa similitud, la relación pude llegar a buen puerto. Pero si sucede, como en Vete de mí, que padre e hijo se miran y no se aceptan, y el primero ve en su hijo al fracasado que no despega en la vida, y el segundo ve en su padre al carca que no se atiende a razones, las puyas saldrán de las bocas como puñales que se clavan en lo más íntimo, envenenadas en el alcohol de la noche madrileña, de los bares y los prostíbulos. Juan Diego y Juan Diego Jr. no soportan mirarse en el espejo porque se reconocen a sí mismos imperfectos, y desgraciados, y prefieren echarse culpas que en realidad ninguno tiene. Cada uno es como es, y viene condenado por los genes.

    Hasta que llega la madrugada, y la resaca, y el cansancio de la brega dialéctica, y tomando como ejemplo a la Dama y el Vagabundo, Juan y Juan Diego firmarán la paz y la reconciliación compartiendo unos espaguetis sacados del frigorífico. Dos tipos lamentables que se abalanzan en silencio sobre el mismo plato, maleducados y ojerosos, reconociendo en silencio que lo que Dios ha unido jamás podrá separarlo el hombre.


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Hablar

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España, en agosto, como dice el personaje de Juan Diego Botto en Hablar, echa el cierre. Se paralizan los negocios, las administraciones públicas, y también, durante el día, las bocas parlantes, porque a esas horas hasta las lenguas permanecen quietas, a la sombra del paladar, no sea que el esfuerzo provoque ríos de sudor. Qué va a decir uno, además, cuando el calor sofríe las seseras, y sólo se pueden musitar jaculatorias para que llegue la noche, y ese cabrón amarillo se esconda en el horizonte para decepción de los guiris, y alegría de nosotros, los norteños de Invernalia.

    Hablar, la película de Joaquín Oristrell, está construida en un sólo plano secuencia que persigue a varios personajes en la noche agosteña de Madrid. En el marco incomparable de la plaza de Lavapiés las gentes se buscan, y se rehúyen, y todas buscan una terraza fresquita para tomarse una caña. En tales afanes hablan por doquier, por los codos, y se dicen todo lo que no hablaron durante el día, con la lengua ya cabalgando a rienda suelta. Oristrell ha querido construir un mosaico social, un zoológico hispano, y las historias entrecruzadas aprovechan la circunstancia para criticar el estado actual de las cosas, y llamar a la concienciación, y a la rebeldía de los votantes. 

    Pero esto es agosto, no lo olvidemos, y en agosto las gentes, aunque protesten, están en realidad a otra cosa, porque la cerveza es barata, y las tapas generosas, y las mujeres van muy guapas con sus vestidos livianos. Los extranjeros se deshacen en elogios por nuestro país, que viva el sol y la sangría, y a los españolitos, entre que se dejan seducir por los piropos. y que tienen el cerebro recocido por el sol, la vida ya no les parece tan injusta, ni tan arrastrada. Por eso, en Hablar, también hay historias de amor, y de desamor, y hasta un bailaor que le dedica una seguidilla, o una soleá -que no tengo ni idea- al cobro de un cheque bancario. Porque no todo va a ser follar, como cantaba el maestro Krahe, pero tampoco va a ser todo protestar, que también hay que vivir, y que ver una película de vez en cuando. 


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