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Sólo un repetidor de mi clase, un tal Monge, que éste sí tenía pinta de acromegálico, además de ser un gilipollas integral, me superaba en estatura en el colegio de León. Y eso, la verdad, me jodía bastante, porque la altura era mi único rasgo selectivo en la competición por las mujeres. Mi única medalla, mi solitaria distinción, yo que era tímido de manual y gilipollas de otra estirpe, y sin la ayuda de mis centímetros estaba abocado al paseo solitario y a la masturbación consolativa. Yo soñaba con alcanzar los dos metros, o los dos metros diez, como alguno de mis primos, y dedicarme al baloncesto profesional, o incluso al balonmano, que tampoco se me daba mal el juego de pivotar, y luego, ya con un buen fajo de jayeres, y las cámaras pendientes de mis evoluciones, lanzarme al merodeo de las modelos eslavas que pasaban del metro ochenta en unos cuerpos de mareo.
Esos eran mis cálculos, mis cuentos de la lechera, los del Gigante de León que nunca fue exhibido en público más allá del patio del colegio y de las calles de mi barrio. También porque no nos dio mucho tiempo, la verdad. Un día de mis quince años, sin aviso previo, para mi pasmo y mi desconsuelo, dejé de crecer. Muchos de mis compañeros, lanzados por la inercia de las hormonas, me igualaron en altura e incluso me superaron, y yo supe por primera vez lo que era la mediocridad absoluta. El no destacar en nada. Mi cuerpo me había dejado tirado. Las hormonas del crecimiento se me fueron por la pata abajo, en algún esfuerzo del retrete. O fallecieron en acto de servicio. O se fueron a dormir la siesta y ya nunca más despertaron. No lo sé. Tal vez sigan ahí, durmiendo un sueño de baba, un letargo de padrenuestro, y a los cincuenta años se desperecen y me eleven otra vez a las alturas de la canasta. Será mi segunda oportunidad para epatar a las mujeres. Con las canas no me llega. Con el verbo tampoco. Tampoco sé cómo responderá mi miembro a ese último estiramiento de mi corporalidad. Qué niña más vivaracha, por cierto, la tal Isabel II…