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La prima Angélica

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La ciudad de mis recuerdos infantiles no es Segovia, sino León, aunque se parezcan mucho en lo reseco de sus alfoces. Además, cuando voy de visita, y me asaltan los recuerdos por la calle, o por los rincones de la casa, yo hago nostalgias de un tiempo mucho más cercano, los años 70 y primeros de los 80, no aquellos años de la Guerra Civil en los que Luis se enamoraba de su prima Angélica a escondidas de la familia y de los curas.

Pero la película me vale. Me la creo. También ayuda mucho que José Luis López Vázquez te valga igual para hacer de niño enamorado que de hombre maduro; de pionero transexual que de señor Quintanilla siempre a su servicio. Cada vez que le veo me acuerdo de lo que dijo George Cukor sobre él: que si hubiera nacido en Wisconsin habría ganado cuatros Oscar en Hollywood e incluso más.

Lo que le pasa a su personaje cuando regresa a Segovia es lo mismo que me pasa a mí cuando voy a León. Que vuelvo a ser niño, y revivo todo lo que viví con mi cuerpo de hombre, o de hombretón, ya pasada con mucho la mitad de la biografía. Es esa misma experiencia de ver fantasmas por las esquinas, escenas revividas, y filmaciones tridimensionales, que se proyectan por aquí y por allá como en un festival de cine callejero en el que tu infancia fuese la temática principal. Un revival, o una retrospectiva, que la ciudad te dedica a modo de homenaje.

Yo no tuve una prima llamada Angélica, pero sí otros amores de barrio, huidizos y avergonzados, bajo el escrutinio de los crucifijos omnipresentes. El posfranquismo que yo viví era, en esencia, el mismo franquismo inaugural: curas dando po’l culo en todos los sentidos y militares guardando las esencias de la patria. Mucha represión, mucha culpa, mucha mandanga. Y mucho sufrimiento en los niños enamorados. Y yo también fui un niño enamorado. 


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Peppermint Frappé

🌟🌟🌟


El problema irresoluble de la humanidad es que todo el mundo quiere follar. La fealdad no anula el ímpetu de los instintos, y eso provoca desequilibrios en el mercado porque los feos, de entrada, no se resignan a entroncar con sus semejantes en la fealdad. Todos anhelamos la compañía de la belleza porque la belleza de nuestra pareja nos distingue y nos ennoblece. Nos da un estatus superior y nos endereza un poco al caminar. Y no hay nada turbio ni superficial en ese anhelo: simplemente es un instinto contra el que no se puede batallar.

Es por eso que los feos nos hemos inventado la “belleza interior”, para que lo intangible equilibre lo tangible. Para que el sentido del humor, la cultura, la inteligencia... el aura inexplicable, nos conceda una oportunidad de aspirar a la gran belleza, la que no necesita subterfugios ni eufemismos. La que es evidente por sí misma, instintiva y natural. La que entra por los ojos y se agarra a las tripas en un santiamén. La que no necesita un procesamiento mental que siempre tiene algo de circunloquio.

Luego, a los feos, la vida nos va poniendo en nuestro lugar. A veces tenemos una suerte de la hostia -a mí me ha pasado- pero son habas contadas en realidad. Conocer tu lugar en el ecosistema es un  proceso más o menos largo y doloroso. Una universidad de la vida, como dicen por ahí. Al final sales de la carrera con una nota de expediente que no es exacta ni cerrada, pero con la que más o menos sabes a qué atenerte. La mayoría recuerda lo aprendido y ya no se lleva grandes desengaños. Pero otros, como Julián en “Peppermint Frappé”, no terminan de asumir su rol  en el escenario, y se llevan unas hostias como panes. Enamorado hasta las patillas de Geraldine Chaplin, Julián se mira al espejo y quizá no se ve. O sí se ve, pero prefiere rebelarse contra la suerte cochina y la dictadura de los genes. Una batalla perdida, en cualquier caso, y una neurosis garantizada.





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El verdugo

🌟🌟🌟🌟🌟

“El verdugo” fue aplaudida por el antifranquismo como una comedia negra que protestaba contra la pena de muerte. La crítica escribió que la película era una excusa muy hábil para retratar la inmoralidad de las leyes, y la podredumbre del sistema, y que Azcona y Berlanga eran dos tipos muy listos que habían liado a los censores con los escarceos sexuales mientras cebaban con pólvora los cañones de la pena capital.

    Es indudable que Azcona y Berlanga se posicionan contra la pena de muerte en "El verdugo", y que dejan caer su crítica en un par de líneas de diálogos “inocentes”, aparte de lo grotesco de las situaciones. “Yo pienso que todo el mundo tiene que morirse en su cama...”, dice el personaje de Nino Manfredi. Pero tengo la impresión de que Azcona y Berlanga sobrevuelan lo espinoso como queriendo pasar rápidamente a lo sustancial, que es otra cosa. Me da -es un pálpito, una lectura quizá demasiado personal- que en “El verdugo” se ponen más antropólogos que políticos, más biólogos que filósofos, y que lo que les interesaba de verdad era hablar de la maldición del trabajo, y del hombre atrapado en el matrimonio. De la suerte que le espera al homínido que se deja llevar por los instintos genitales y luego se ve atrapado en las responsabilidades derivadas.

Que Franco era un militar carnicero o  que la pena de muerte era una práctica del Medievo son dos evidencias que no necesitaban mayor explicación. Azcona y Berlanga, más inteligentes que todo eso, dan el asunto por archisabido y lo utilizan como telón de fondo para narrar una historia de pobres que se enamoran. Aquí lo que importa es que hay un piso precioso en Madrid, amplio, luminoso, con vistas a la sierra de Guadarrama, y que si José Luis Rodríguez -que no es el Puma, sino un pobre desgraciado- no hereda el oficio de su suegro, todos tendrán que regresar al piso de mala muerte a malvivir de su parco sueldo en la funeraria. Un asunto socioeconómico, en un último término, si es que en la vida hay algo que no sea socioeconómico. La infraestructura, y la superestructura, que  explicaba el abuelo Karl. 



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Plácido

🌟🌟🌟🌟🌟


La escena más sangrante de “Plácido” -y mira que hay escenas sangrantes en “Plácido”- llega cuando un pobre tiene que repartir su cesta con otro pobre y se niega. Es Nochebuena, sí, y ha nacido el niño Dios, pero da igual. Que le den morcilla, si acaso, al pedigüeño. Haber estudiado, o ponte a trabajar, o mira, directamente, que te den por el culo, como diría doña Espe muchos años después ante el pelotón de los micrófonos. Y digo doña Espe porque esa mujer, que sigue siendo la musa del darwinismo social, hubiera quedado perfecta como presidenta del Comité de Caridad, con su sonrisa de falsa y su alma putrefacta.

En manos de Azcona y Berlanga la escena del pobre parece un chiste, y además el que hace de agarrado es Manuel Alexandre, clavando como siempre al bobalicón. Te ríes mucho con su egoísmo de miserable, con su mala uva de proletario insolidario. Pero en realidad no te ríes, te escalofrías, como sucede en toda la película. “Plácido” parece un desmadre, una comedia, una astracanada en la que salen cuatro majaderos y toda su parentela. Pero en realidad es la lucha de clases a pie de calle, en acción, marxista que te cagas. Es la caridad frente al deber del Estado. Los corazones usurpando las funciones de la rectitud. Un capricho y un descalabro. Es Amancio Ortega con cenas de Navidad, en lugar de con mamógrafos para hospitales. Sentar un pobre a tu mesa de Nochebuena da para estar diseccionando politologías hasta las tantas de la mañana.

“Plácido” es una obra maestra que no deja títere con cabeza. Nadie se salva. A lo ricos ya los dábamos por descantados en su sociopatía y en su cinismo. Por ahí no se aprende nada. De la Nochebuena de “Plácido” a la Nochebuena de Felipe VI dando la matraca con la decencia de los pudientes no existe gran diferencia. Ahora los pobres están más recogidos y mejor disimulados, eso sí. Algo hemos avanzado. Negarlo sería de necios. Pero los pobres tampoco salen bien parados de la película. Por eso el abuelo Marx gritó ante todo que nos uniéramos. Que eso era lo primero. No le hicimos ni puto caso y así nos va.




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Todos a la cárcel

🌟🌟🌟


Berlanga, sin Azcona, era como Butragueño sin Hugo Sánchez; como Cansado sin Faemino; como el Dúo sin Dinámico... Buenos en lo suyo, pero sin mordiente. Oliver sin Hardy, Oliver sin Benji, Esteso sin Pajares, que me he quedado sin más Olivers... Cumplidores, pero romos. Profesionales, pero alejados de la genialidad. Berlanga, al igual que ellos, tuvo que encontrar una pareja de baile para soltar los pies y echar a volar.

Antes de conocer a Rafael Azcona en los cafés de Madrid, Berlanga rodaba películas amables, divertidas, precuelas hispánicas y grises de Modern Family. Después de conocer al diablillo de Logroño -que ya había sembrado de maldades las películas de Ferreri- Berlanga trascendió su cuerpo mortal para rodar una obra maestra tras otra: películas cargadas de mala leche, ácidas como pomelos, incisivas, inteligentes, inmisericordes con la miseria moral de los humanos. Estos dos tunantes nos desnudaron. Nos enseñaron que la comunicación humana es posible -de hecho se da a todas horas- pero el entendimiento no. Que todos hemos venido a hablar de nuestro libro, como decía el otro. Que siempre hay alguien jodiendo los diálogos, las escenas, las reuniones, los besos... Que llevamos la chapuza no como un hábito adquirido, sino como un fragmento de ADN fundamental. Que somos egoístas, cicateros, pesados, plomizos, a veces absurdos, pero que la civilización nos ha enseñado a disimular cojonudamente. A veces... Todo eso nos enseñaron Azcona y Berlanga trabajando codo con codo, meninge con meninge.

Todos a la cárcel, ay, es Berlanga sin Azcona. La fase última de su filmografía. La película está bien, pero no es lo mismo. Donde no llega Azcona ponemos una pedorreta, un cagarro, un mecagoendiós y todo solucionado. Te ríes, pero echas de menos al logroñés. Todos a la cárcel es Marianico el corto y el señor Barragán. No queda ni rastro de los Monty Python, que eran otros denunciantes sanguinarios de nuestra estupidez, entre risas y tal, con muchos gags inolvidables.




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Nacional III

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Por La Pedanía pasa la N-VI que ahora llaman N-6, no sé por qué. Le han quitado el número romano para ponerle uno arábigo que a veces, imagino, despista a los conductores, y tal vez les pone mirando a Cuenca, o a La Meca. No sé si es una política cultural o un rediseño del estilismo. A saber...

    En tiempos del marqués de Leguineche aún no habían construido la autopista que sortea la orografía con viales de mucho vértigo. Así que ese tunante, y la tunanta de su familia, habrían tardado muchas horas en llegar a La Coruña, cargados con su maletín. Y además para nada, porque ellos querían evadir los capitales por la vía francesa, y para eso solo les valía la N-I o la N-II, que son las que acercaban -y siguen acercando- al delito financiero. Ni siquiera les hubiera servido la N-III, que da título a la película, pero que termina en Valencia y luego en el mar Mediterráneo. Y así hasta Estambul.

    La película se titula “Nacional III” porque es la tercera parte de la trilogía de los Leguineche, y cuando en la radio, y en los podcasts, y en las revistas culturales o culturetas, se ponen a discutir por la mejor trilogía de la historia -que si la primera de Star Wars, que si los Padrinos, que si la Trilogía del Anillo, que si aquella tristeza infinita de Kieślowski...-, yo, con mi humildad de cinéfilo provinciano y provincial, siempre protesto por la no inclusión de esta cachondada tan celtibérica y poco exportable. Las películas de Azcona y Berlanga nunca rompieron la taquilla mundial, pero que ni falta que les hacía.

    Lo normal, para estas cuatro líneas que me quedan, sería hablar de la evasión de capitales, que cuarenta años después sigue siendo un deporte exclusivo de clase alta, como el polo, o la caza del rojo. Pero prefiero aprovechar el espacio para pedirle a ese internauta que tiene por nick “Marqués de Leguineche”, que si algún día se aburre, y lo deja por otro, me lo preste. Estoy muy contento con este de Augusto Faroni, tan literario y tan personal, pero las canas que crecen, y la rijosidad que no decrece, me están dando un aire a Luis Escobar que quedaría cojonudo en Second Life.  





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Patrimonio Nacional

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Como vivo en provincias, la primera vez que oí hablar del Palacio de Linares fue cuando el asunto aquel de las psicofonías, que la verdad es que acojonaban. Todos los ateos sabíamos que era un fraude colosal -como luego se demostró-, pero nos reímos mucho con la movida, y recordamos nuestras propias psicofonías de la adolescencia, cuando íbamos con el radiocasete al parque que antes fue fosa común y cementerio de represaliados, a las doce de la noche, en el verano sin deberes ni obligaciones, a ver si captábamos el susurro de un alma en pena que nos hiciera cagar en los pantalones, pero nos catapultara a la fama, y nos convirtiera en héroes de acción ante las chicas del barrio, que siempre fue el objeto primordial de todo lo que hacíamos (casi como ahora).

    Yo no sabía entonces que Berlanga había rodado “Patrimonio Nacional” justo en el palacio maldito, donde al parecer vagaba el espíritu de una niña concebida en incesto y luego asesinada. Donde además dicen que se fusiló a mansalva en tiempos de Napoleón o de la Guerra Civil. Un palacio que cambiaba de dueño cada vez que se oía el chirriar de una puerta o el crujir de una madera. Azcona y Berlanga, en 1981, aprovecharon un interregno del palacio cerrado, a la espera de una venta, para meter allí a toda la troupe del marqués de Leguineche, que venía del exilio rural para instalarse en la Villa y Corte a hacerle zalamerías a Juan Carlos I de Borbón, el rey pre-emérito.

    La familia del marqués de Leguineche produce rechazo moral en el espectador, angustia de bolchevique, pero no puedes evitar la carcajada porque en el fondo son listos, atravesados, pesados, rijosos, tunantes, vividores, sólo imbéciles a medias. Yo, al menos, me descojono con sus trapisondas. Pero luego, al terminar la película, me dio por pensar que todos ellos – José Luis López Vázquez, Mary Santpere, Luis Escobar, Agustín González, Luis Ciges, Berlanga, Azcona...- ya son fantasmas que habitan otra planta del palacio. Que ya están todos muertos, y nunca volverán. No sé si sus apariciones en mi televisor podrían llamarse “videofonías”, o “psicovidencias”.  




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La escopeta nacional

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En 1978, Azcona y Berlanga decidieron que ya podían reírse del franquismo sin peligro. Llevaban veinte años riéndose de un modo simbólico, subrepticio, metiendo escenas de petting para que los censores se escandalizaran y las cortaran, y no se fijaran en lo demás. Sus películas anteriores fueron radiografías del enfermo, chequeos del paciente, pero ahora, con el régimen de cuerpo presente, tocaba hacer un examen exhaustivo de sus vísceras. De sus entresijos intestinales.

Y lo que salió a la luz fue una inmundicia muy nutritiva, de alto valor humorístico. “La escopeta nacional” es una película sobre Franco pero sin Franco, porque el Caudillo era un personaje tan tétrico que no cabía ni de secundario en esta cuchipanda. Sí eran muy risibles, en cambio, sus ministros, sus lameculos, sus tecnócratas de las gafas y sus opusdeístas del librito. La flora y fauna del régimen que se reunía en las cacerías para asestarse puñaladas, coger sitio en las fotos y dejar muy claro qué comisión se llevaba cada uno.

    Jaume Canivell, el empresario que llega a la finca de los Leguineche para vender sus porteros automáticos, aprenderá a fuerza de vejaciones que en estas cacerías no se dirime el bien común de la patria, ni el justo margen del comerciante. Envueltos en la Bandera, protegidos por el Ejército y bendecidos por la Iglesia, a los prebostes del régimen les importa un bledo que el portero automático traiga el bienestar a los hogares o cree nuevos puestos de trabajo. A ellos sólo les importa su parte, y la parte del amiguete, y joderle la parte al rival que ahora mismo está mejor visto en El Pardo.

Azcona y Berlanga eran muy largos, y muy cínicos, y sabían que la historia tiende a repetirse. Por eso despiden la película sin despedirla, porque Franco estaba muy muerto, pero el franquismo no. Años después supimos que esta recidiva bacteriana se llamaba “franquismo sociológico”.  Estos sociópatas se hicieron resistentes a los antibióticos y ahora están aquí de nuevo, de cacería, conspirando, amañando, señalando objetivos con la escopeta. Que Dios -que es de derechas- nos pille confesados.




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Moros y cristianos

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Todas las películas de Azcona y Berlanga son esencialmente la misma: el personaje principal desea conseguir algo y a su alrededor se confabulan los estúpidos para ponerle una zancadilla. A veces, demasiadas, el estúpido es el personaje principal, pero él no se da cuenta.

    Algunos desgraciados, como Plácido con su motocarro, o Canivell con sus porteros, salvan la jornada a costa de volverse casi locos. Otros, como el verdugo que no deseaba ejercer, o el bancario que no quería casarse, fracasarán en su lucha liberadora, y vivirán existencias muy tristes más allá del “Fin” anunciado por el rótulo. Pero aquí, la verdad, en Moros y cristianos, los turroneros se quedan en un limbo difícil de definir. Al final logran promocionar sus productos, pero por el camino se dejan un muerto, muchos dineros y la dignidad pisoteada de los apellidos: Planchadell, el de los listos, y Calabuig, el del tonto, que son sustituidos en los cartelones por una familia anglosajona muy alejada de Jijona.

        Alrededor de los personajes azcona-berlanguianos pulula una nube de moscas cojoneras que jamás aportan nada y siempre andan molestando. Son los amigos, los familiares, los extraños..., gentes que jamás escuchan a nadie y sólo están esperando su turno para colocar su rollo más o menos pertinente. Las películas de Azcona y Berlanga son, básicamente, el grito de Francisco Umbral en aquel programa de la Milá, donde exigió hablar de su libro tras tanto escuchar a los demás.

    Toda esta filmografía -quiero decir- es un estudio sobre la incomunicación humana. Cuando me sumerjo en las tramas, no noto fractura entre la realidad y la ficción. Cambia el contexto, pero la fauna es exactamente la misma que me encuentro por la vida. La vida, más allá de la tele, también está poblada por un ejército de incapaces, de pesados, de neuróticos, de egoístas, de pendencieros, de tarados, que salen cada mañana de sus trincheras para tomar posiciones en las colinas. Yo me creo Moros y cristianos a pies juntillas, con sus peseteros y sus liantes, sus imbéciles y sus salidos, sus mendrugos y sus aprovechados. Y me meo de la risa. Quizá porque yo también tengo lo mío...



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¡Vivan los novios!

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¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.

A finales de los años 60, hartos de hacer películas que triunfaban en los festivales, pero jamás en las taquillas, Azcona y Berlanga decidieron apuntarse a la moda de filmar españoles bicheando extranjeras, y rodaron la desventura sexual de Leo Pozas, un empleado de banca que  en vísperas de su matrimonio descubre el universo de las guiris en bikini, y comprende que ya es demasiado tarde para él. Que se ha equivocado de edad, de religión, de país de nacimiento... Que ha tenido que llegar al borde del barranco para comprender que su matrimonio, efectivamente, es un abismo por el que caerá nada más poner el pie. Que tras el primer polvo nupcial, y los muy escasos que esa arpía que borda Lali Soldevilla le concederá en la luna de hiel, le espera una vida de hombre enjaulado, de pajillero clandestino, de soñador entristecido de mujeres europeas.

    ¡Vivan los novios!, como no podía ser de otro modo, fue un fracaso en taquilla. A Azcona y Berlanga, incapaces de traicionarse a sí mismos, les salió una película derrumbada, negra, alimentada con la misma sangre que corría por las venas del xenomorfo de Alien: corrosiva y amarilla. Los que iban a reírse con las desventuras del pobre Pozas se quedaron con la sonrisa congelada. Porque José Luis López Vázquez, en efecto, con su calvicie y con su corta estatura, caminaba con los ojos desorbitados, y casi dislocados, por la playa de Sitges, persiguiendo escotes y nalgas como manzanas en un sueño. Pero su infortunio sexual movía más a la pena que a la carcajada, más a la piedad que al aplauso. Más al reflejo vergonzoso que a la alteridad catártica, que escribiría el pedante de la revista.... Los espectadores querían reírse de sí mismos, pero no contemplarse a sí mismos, que es una cosa diferente

    En ¡Vivan los novios! aparece una de las actrices más hermosas que uno ha visto jamás. Su nombre es Jane Fellner, e interpreta a la pintora irlandesa que engalanaba las aceras con sus tizas, y con su mera presencia. El sueño sexual de la noche veraniega de Pozas, y de cualquiera... La he buscado en internet con suma curiosidad, para saber qué fue de ella, pero sólo consta como actriz en esta película. El resto es silencio. En YouTube, en un corte de cuatro minutos, otro hombre enamorado le ha rendido un sentido homenaje: Sexy and attractive Jane Fellner. El tal Josep, el amigo Pozas, y el que esto suscribe, hemos caído bajo el mismo embrujo de su belleza, y de su misterio. Ya somos el Club de Sus Admiradores. 

                                   


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El astronauta


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Si algo valoro en los españoles -que son los compatriotas que me tocaron en suerte, no buscados, pero ya familiares y cercanos- es su capacidad para reírse de sí mismos. He viajado muy poco, y he flirteado nada y menos con extranjeras, pero me dicen, los que sí han deshecho camas en otras geografías, que lo nuestro -o lo suyo, porque yo sigo siendo un escandinavo extraviado - es un caso único de inclinación al autofustigamiento. Pero cachondo. Este defecto colectivo es el que quizá nos ha impedido avanzar por los siglos de los siglos, haciendo juergas de las derrotas, y chistes de los batacazos, en lugar de levantarnos con orgullo y producir bienes de consumo como los europeos laboriosos. Pero, al mismo tiempo, ha producido  una estirpe de humoristas que vienen dando mucha caña desde el Siglo de Oro, con mucho arte y mucha mala follá, a veces tocados por las musas, como David Broncano y sus secuaces del siglo XXI, y otras abandonados por ellas, como estos chiquilicuatres que hace cincuenta años se juntaron para rodar la parodia del Apolo XI y su histórica singladura.



    El astronauta es una de esas películas infumables que de vez en cuando apetece ver para echar unas risas, sin más, desprejuiciados y desmadejados en el sofá, que al final vamos a terminar convirtiéndonos en unos sibaritas insufribles, críticos con pipa, de tanto buscar sólo la obra maestra o la serie de relumbrón. En 1970, en los secanos de Minglanilla, cuatro ociosos que ya no le sacan gusto al tute deciden emular a los ingenieros de la NASA y construir un cohete espacial para enviar a Tony Leblanc a la Luna. ¿Y cómo hacerlo, sin conocimientos básicos de física, con un motor arrancado al Seat 600 de Venancio, con la única financiación del cacique del lugar, que sueña con ver su nombre escrito en los periódicos y hacerse famoso en los cabarets de la capital? Pues a puro huevo, por cojones, encajando lo inencajable, como siempre se ha hecho en este país. La película es muy mala, repito, pero no puedo reprimir la sonrisa continua y tontorrona. Nunca entendí cómo la censura se preocupaba tanto de los polvos y tan poco de estos ejercicios nada patrióticos, que venían a hurgar en la herida del subdesarrollo, del cutrerío, de la chapuza nacional. Los de VOX -que son fachas mucho más inteligentes que sus padres, y que sus abuelos- no van a permitir estos antiespañolismos cuando lleguen al poder. Avisados estamos.



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Un millón en la basura

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Si yo -como José Luis López Vázquez en la película- me encontrara un millón de euros en una maleta, abandonada en una papelera, y en ella hubiera una tarjeta que señalara a Fulano de Tal y Tal, banquero de profesión, empresario en sus ratos libres, como dueño del botín extraviado, me iban a ver a mí, por las narices, en la comisaría más cercana de mi pedanía... 

Como a cualquiera de ustedes, me imagino, a poco que crean en la justicia social y en la redistribución de la riqueza. Sólo los justos recalcitrantes, los boy scouts de pacotilla, los amedrentados por el Ojo que todo lo ve, devolverían la maleta extraviada a un fulano que ha robado -legal o ilegalmente, eso es lo de menos- una cantidad de dinero semejante. No existe el dilema moral, en este caso: sólo el miedo. Dice un proverbio árabe, o un refrán de los hindúes, o si no me lo invento yo ahora mismo, que el dinero que cae del cielo, regalado por los dioses, hay que regalarlo del mismo modo a los semejantes necesitados, por aquello del karma, y del equilibrio universal. Y yo, sin duda, sin ser árabe ni hindú, procedería inmediatamente a hacer el bien en mi comunidad tras quedarme, por supuesto, con una pequeña comisión en concepto de hallazgo y gestión financiera.

    Otro gallo cantaría si en la maleta no hubiera tarjeta alguna, ni documento identificativo. El gusanillo de la conciencia del que nos hablaban en el parvulario emprendería su sorda labor de roernos las redes neuronales. Un millón de euros abandonados tienen el 99% de probabilidades de proceder del narcotráfico, o de un señor muy despistado que iba a hacer un pago en B en una trama corrupta del PP. Pero siempre cabe la posibilidad, ay, de que ese dinero sea, por ejemplo, el pago por el rescate de un ser querido, y que nosotros, sin quererlo, hayamos metido las narices, y la pata, en la papelera justo en medio de la operación. O que un trabajador honrado haya juntado los ahorros de su vida para irse de jubilata a Benidorm y en un hecho inverosímil, en una carambola casi sacada de la imaginación de Ibáñez el dibujante, se haya dejado los dineros en una papelera de la vía pública. Qué hacer, ay, en tal caso, mientras los viandantes pasan al lado, y uno, abrazado a la maleta, todavía no sabe en qué dirección echar a correr con ella.



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Tres de la Cruz Roja

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Por el año del Señor de 1961 -que hacía el número 22 en el calendario de la Victoria- el gobierno de los militares encargó una película para hacer publicidad de la Cruz Roja Española, que era un cuerpo de voluntarios que ahorraba mucho dinero a las arcas del Estado. Como los chavales que hacían la mili, o como los rojos que penaban en la cárcel. Lo que pasa es que a la mili te llevaban a punta de bayoneta, y a la cárcel con cuatro hostias soltadas tras la manifestación, pero para ingresar en la Cruz Roja tenían que seducirte o liarte de mala manera. El placer gratuito de servir a la Patria y de socorrer a los compatriotas quizá era suficiente para los campeones de la españolía, pero poca cosa, pura retórica, para el común de los mortales, más apegados a los placeres concretos de los sentidos. Y para los mocetones de la época, como para los mocetones de ahora, que en eso no influye vivir bajo el nacionalcatolicismo o bajo el parlamentarismo, los dos reclamos infalibles, irrenunciables, las flautas mágicas del flautista de Hamelín, eran el sexo y el fútbol.

    Para empezar de manera suave, los guionistas empiezan hablando del fútbol, del glorioso Real Madrid de las cinco Copas de Europa, aunque el equipo esté iniciando su decadencia por culpa de los barrigones que asomaban bajo las camisetas de Puskas y de Di Stéfano. "Apúntate a la Cruz Roja, chaval", sobre todo si vives en Madrid, que así podrás entrar gratis al Santiago Bernabéu y ver los partidos aunque sea a ras de césped, y condicionado a las necesidades del servicio. Menos da una piedra, y la retransmisión sin imágenes de la radio. Así que allá van, los tres de la Cruz Roja, Pepe, Jacinto y Manolo, que tienen nombres como muy del desarrollismo, como muy de españolitos bajitos y morenos, a servir a la Patria y dar la última gota de su sangre si fuera menester, como diría el salgento Arensivia de Historias de la Puta Mili. Pero la trama del fútbol sólo dura media hora, y no da para más. Un simple mcguffin para despistar. Lo que de verdad va a enganchar a los futuros voluntrios que ven la película, lo que les va a llevar directamente del cine de Chamberí a las oficinas de admisión, es saber que si te pones el uniforme de la Cruz Roja, y fardas con gracia sobre tus proezas sanitarias, unas tías de muy bien ver, verdadera jamonas en una España que soñaba con comer jamones, se van a pirrar por tus huesos y van a hacerte picardías cuando pases por la vicaría y te derrumbes loco de deseo en la cama matrimonial. Antes no.




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El cochecito

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Todas las mañanas de escuela, cuando saco a mi perro Eddie para mear, me encuentro con una vecina que lleva su hijo al colegio. En coche. Sólo trescientos metros separan su domicilio del centro escolar, y el chaval, ya crecidito, no padece ninguna minusvalía física que yo sepa, ni ningún sentido trágico de la desorientación. El primer día que los vi pensé: "Será que está buena mujer va a trabajar a la misma hora, o que el colegio le pilla justo de paso para hacer los recados..." Pero no hay tal caso. A los cinco minutos exactos, ella, invariablemente, sin más propósito que haber hecho el recorrido escolar, ya está de vuelta en su portal. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que esa familia es un poco disfuncional, muy poco ecológica, y que lo del coche es un vicio adquirido como cualquier otro. Siempre que los veo subirse al coche, gravemente, como si fueran a emprender un largo viaje hacia las Chimbambas, me acuerdo de aquella frase que escribió Bukowski en sus diarios cuando conoció las escaleras mecánicas en unos grandes almacenes:

    "Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo..."


    Esta noche, viendo El cochecito, me he acordado de mis vecinos motorizados, a los que mañana volveré a encontrar cuando Eddie levante la patita. En El cochecito, que es la segunda película que firmaron juntos Azcona y Ferreri, don Anselmo es un jubilado que teme quedarse sin amigos porque su íntimo compadre, ahora impedido, se mueve por Madrid con un cochecito de minusválido, y se ha juntado con otros "ángeles del infierno" para ir de correrías por la Casa de Campo. Don Anselmo, al que da vida el impagable Pepe Isbert, está más sano que una manzana, y sus familiares, con buen criterio, no ven la necesidad de gastarse un pastón en el capricho. Le advierten que si deja de caminar se le van a anquilosar las piernas, pero el vendedor de los cochecitos, un ortopedista que se está forrando con el invento, le convence de que ahora lo moderno es ir a todos los sitios sin caminar, y que en el año 2000 ya nadie va a necesitar las piernas para nada. Azcona y Bukowski, tan lúcidos, ya habían anunciado al nuevo hombre en sus escritos.




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El pisito

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A finales de los años 50, en Madrid, cuando todavía no habían desembarcado las suecas para sonrojar a los biempensantes, se cruzaron los periplos vitales de Rafael Azcona, exiliado de Logroño, y Marco Ferreri, exiliado italiano que vendía objetivos fotográficos. Azcona y Ferreri se conocieron en los cafés literarios, en los mundillos de la cultura, y rápidamente se descubrieron como personalidades afines, proclives al humor negro y al retrato vitriólico. Entre que Azcona buscaba nuevas formas de expresarse, y que Ferreri siempre tuvo interés en hacer cine,  los dos amigos -uno que jamás había escrito un guión y otro que jamás había dirigido una película- eligieron un relato del propio Azcona y lo convirtieron en El pisito, que es una película que parece del neorrealismo italiano pero que está filmada en Madrid, y que contiene una carga de mala leche que hubiera espantado a los mismísimos Rossellini o De Sica.


    Petrita y Rodolfo, a punto de cumplir los cuarenta años, son novios desde tiempos inmemoriales, pero jamás han tenido el dinero necesario para comprarse un piso. La censura de la época nos impide conocer su vida sexual, que suponemos escasa y atribulada, practicada de estraperlo en picaderos apartados o en pisos que quizá les presta un amigo del trabajo, como hacía Jack Lemmon en El apartamento. Así las cosas, desesperados ya del magreo clandestino, y de la vergüenza social de los solteros, ambos deciden que Rodolfo se case con doña Martina, la inquilina del piso donde éste malvive de realquilado. De este modo, cuando Martina muera - y la pobre ya es una anciana con un pie y medio en la tumba-  Rodolfo heredará su contrato de inquilinato y Petrita verá cumplido su sueño de convertirse en ama de casa.

    Pero ay, de los pobres. que siempre fracasan en sus planes enrevesados y algo malévolos, porque doña Martina, rejuvenecida por el matrimonio, se resiste a abandonar este cochino mundo, y ese decadente piso, y Petrita y Rodolfo, resignados a su perra suerte, tendrán que seguir contando los días en el calendario mientras se vuelven más viejos y más gordos, más feos y más tristes, y el antiguo amor empieza a evaporarse siguiendo las rigurosas leyes de la edad.





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El turismo es un gran invento

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En El turismo es un gran invento, Benito Requejo, que es el alcalde de Valdemorillo del Moncayo, has a dream durante una noche de pesada digestión, y a la mañana siguiente, iluminado como Juana de Arco, convoca al vecindario para exponer su plan de desarrollo: convertir el pueblo en un gran centro turístico. 

Sólo así, argumenta, podrán evitar que los mozos se marchen a Barcelona a trabajar en las fábricas, y que las mozas los sigan detrás para servir como chachas. Pero al señor alcalde no sólo le mueve la preocupación por la demografía que se desploma: la vida en la gran ciudad es disoluta, perniciosa, con boîtes de luces coloreadas, y bailes agarrados en la oscuridad, y los jóvenes valdemorillenses, que han sido criados en el temor de Dios, son carne de cañón para los maleantes sin escrúpulos, para los tejemanejes de la tentación. La cruzada de don Benito es económica, pero también moral, en esa España vigilante y vaciada que aún resiste el azote del fornicio, y de la desvergüenza.


    Los vecinos de Valdemorillo reciben sus propuestas con escepticismo de paletos, pero don Benito, que es un pesado muy convincente, argumenta que si los pueblos de Levante eran villorrios de pescadores y ahora nadan en la abundancia gracias a que las suecas nadan en sus playas, por qué ellos, que también viven del sector agropecuario, y tienen los mismos cojones que cualquiera -y uno más escondido en el rabo de la boina- no van a desarrollar también su propia industria del turismo. Cierto es que en el Moncayo no hay playa. ¡Pero qué es una playa -con su arena incómoda, su basura flotando, sus niños dando por el culo- comparada con ese pasaje inigualable de los montecicos y los vallecicos! Con las plantaciones de malacatones y la ermita milenaria de la Virgen.

    Con estos argumentos irrebatibles, los vecinos tragan, las ilusiones se disparan, y en lo que ahora se llamaría un crowfunding -y que antes se llamaba suscripción popular- todos ponen un dinero para que don Benito y el secretario se vayan a la costa a estudiar las cosas del turismo. O lo que es lo mismo: alojarse en hoteles muy caros, tostarse los callos en las piscinas y sobre todo, por encima de cualquier estudio de mercado, departir con las extranjeras que por allí se exhiben, tan distintas a las cejijuntas y bigotudas que se han quedado en Valdemorillo rezando los rosarios y bailando las jotas. 

Don Benito y su secretario, que habían venido en misión espiritual, en cruzada aragonesa para salvar a sus compatriotas de la perdición, descubren que el turismo, al final, consiste en venderle el alma al diablo, y llenar la Plaza Mayor de rubias con poca ropa que provoquen el sofocón en las parientas, el infarto en el señor cura, y la masturbación compulsiva en los catetos que jamás vieron otra cosa en la vida, salvo los ángeles en las pinturas. 




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Atraco a las 3

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Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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