Mostrando entradas con la etiqueta José Luis Garci. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta José Luis Garci. Mostrar todas las entradas

El silencio

🌟🌟

Hace nada, cuando internet era una tecnología embrionaria, sólo trascendían las cinefilias que soltaban los críticos de la radio o de las revistas. O los de la tele, en Qué grande es el cine, donde los fumadores de Garci extraían una inagotable palabrería de películas insufribles sólo porque eran en blanco y negro, o porque se le veía el tobillo a una actriz francesa que les ponía mucho en la juventud. Los críticos de Garci vivían un rollo que no era el mío ni el de mi generación. Nosotros, que nos habíamos criado con una espada láser  en la mano y con un sombrero de Indiana Jones en la cabeza, nos dormíamos en las madrugadas de los lunes mientras ellos, como viejetes al calor de la hoguera, rememoraban las mil anécdotas de sus hazañas intelectuales en los círculos del arte y del ensayo: la fila de los mancos, los grises, el “Cuéntame”... Todo aquello.

Hace años nadie se hubiera atrrevido a criticar una película como El silencio. Existía una omertá intelectual que ahora se va resquebrajando poco a poco. Por entonces,  a Ingmar Bergman se le trataba de usted, y de excelentísimo señor, y si no entendías sus onanismos era un problema tuyo, no de él, que era un maestro del alma humana. Nadie se atrevía a denunciar que algunas películas no se entendían, que se estaban quedando viejas. Que a veces el maestro sueco dormía a las ovejas que pastaban en los alrededores. Nadie decía, razonadamente, que algunas películas seguían siendo impresionantes o bellísimas, como  Fresas Salvajes, o como El manantial de la doncella, pero que otras muchas -demasiadas- se habían tornado enrevesadas, incomprensibles, a veces ridículas en su metafísica.

Como El silencio, por ejemploaunque en ella se nos regale el rostro de Ingrid Thulin, y se nos vaya la mirada al cuerpo de Gunnel Lindblom. Aunque luego -¡en insólito atrevimiento del año 63!- se nos insinúe por lo bajini que estas dos suecorras practicaban el incesto calenturiento en sus años mozos, y que por eso se han quedado así de traumatizadas, y de silenciosas: la una fingiendo que se muere a chorros en la cama, y la otra vagando por las calles en busca de un maromo. Ni estas enjundias sexuales -a veces de una carnalidad explícita y sorprendente- le reprimen a uno el acto reflejo del bostezo. Me temo, maestro Kenobi, que nunca se me caerá el pelo de la dehesa.






Leer más...

El crack

🌟🌟🌟


Un amigo de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó ver El crack a pesar de que sabe, positivamente, porque yo no tengo secretos para él, que Garci es un apellido que tengo prohibido por el psiquiatra, porque me provoca ansiedad, y por el internista, porque me desata la gastritis. Pero el amigo insistía, e insistía, como poseído por un rapto, y además me decía que en la película salía Ponferrada, que es la capital de este subreino -por debajo del de León, que es el principal, y del de España, que es el inevitable.

- ¿Ponferrada?- le pregunté-. ¿Estás seguro? ¿En una película de Garci?

-  Que sí, hostia, que sí, que la he visto y sale, o la mencionan, ya no me acuerdo..

Esto fue hace meses, y no le hice ni puto caso, pero hoy, en la depresión estéril tras la derrota del Madrid, he encontrado el hueco y el humor. ¿Sale Ponferrada? Pues sí, la verdad, una vez, pero sólo verbalizada... Ningún equipo de filmación se presentó en El Bierzo para rodar aunque sólo fueran unos exteriores de pega. Al principio de la película, en el despacho del detective Areta, se presenta un señor que dice provenir de allí -o sea, de aquí- con el diario ABC bajo el brazo. Cuenta que está buscando a su hija desaparecida en Madrid, seducida a buen seguro por algún hippy de la movida, un drogota de esos que votan a los socialistas. Anuncia que se va a quedar unos días en la capital, arreglando unos negocios, y que espera noticias prontas de la hija pelandusca. Y hasta ahí, en esa sucinta línea de guion, llega la histórica aparición, el “guest starring”, de este villorrio del Noroeste. Ni un flashback explicativo, ni un recuerdo feliz de este pobre hombre en el parque del Plantío, compartiendo el solecito con su hija todavía no descarriada.

Nada se vuelve a saber en la película de estas verdes tierras, de esta comarca tan apartada como brumosa. Los espectadores de El crack nunca saldrán de Madrid, fotografiado hasta la extenuación en planos “homenajeados” de Manhattan. Es en este paisaje urbano donde el detective Areta tendrá que vérselas con los malosos de las finanzas. Con la chica de Ponferrada ya no me acuerdo ni qué sucedió...






Leer más...

Asignatura aprobada

🌟🌟🌟

José Manuel Alcántara es un autor teatral que ha vivido sus años de plenitud en Madrid: los años artísticos, coronados por el éxito, y los años sexuales, adornados por bellas señoritas. Pero el tiempo pasa, y con cincuenta y tantos años recién cumplidos, José Manuel comprende que se han acabado los días de vino y rosas. La fuente de su creatividad se está secando, y la mujer amada le ha dejado por otro tipo más divertido, o simplemente distinto. José Manuel se entrega a las grandes reflexiones de la madurez, y para ello decide abandonar Madrid e instalarse en Gijón, su tierra natal, para pensar apoyado en la barandilla que mira hacia el mar. 

En Gijón el otoño es brumoso, lluvioso, de olas revueltas en el mar, y ése es exactamente el tiempo atmosférico que reina en su corazón. José Manuel no es feliz: le supuran los recuerdos por las heridas, y le persiguen los fantamas en el sueño, pero en Gijón, al menos, ha encontrado un paisaje verde y gris en el que pasar desapercibido. Un clima en el que identificarse. Una guarida para pasar el invierno del calendario, y también el invierno del alma. La gabardina con gotas de agua le sienta muy bien a su aire circunspecto.

    Su melancólica hibernación, sin embargo, va a durar muy poco. En el teatro de la ciudad actúa la mujer que le partió el corazón más allá del Guadarrama: una actriz bellísima, y pelirroja, que se parece muchísimo a Victoria Vera, la musa olvidada de nuestra despelotada Transición. José Manuel Alcántara, que huía de su recuerdo, se ha topado con ella en carne y hueso. Y como una luciérnaga que no puede resistir el encanto de la luz, retoma con ella las viejas conversaciones, los viejos desencuentros, que ahora ambos recuerdan como seres maduros entre fabes y sidrinas. José Manuel y Elena dedicarán muchos ratos de estudio a la asignatura de su relación, que fue erótica, turbulenta, desgraciada, inmensamente feliz. Una asignatura compleja, retorcida, que requerirá muchos paseos por la playa para ser asimilada. Y de fondo las olas, marcando el paso del tiempo en cada llegada y en cada retirada. Como un reloj marino que les recuerda constantemente que el tiempo pasa, que las oportunidades se van, y que la vida se les está escurriendo entre los dedos. Como arena de la playa.




Leer más...

Madrid 1987

🌟🌟🌟

Entre que María Valverde es una actriz de belleza sin par, y que tiene cierta propensión a mostrar su cuerpo desnudo, cuando sale en una película, la tensión sexual se instala en el patio de butacas, o en el salón de nuestra casa. Ella, por supuesto, no se da por aludida, porque su holograma ni siente ni padece las emociones. Pero nosotros, óseos y carnales, todavía jóvenes y sanos en el deseo, sentimos que la sangre se nos enturbia, y que la mirada se nos ensucia. Que el espíritu cinéfilo no va encontrar reposo hasta que ella se despelote por exigencias del guión. Y los guiones, con tal de desnudar a María Valverde, son capaces de inventarse cualquier excusa, que menudos son estos tunantes de escritores, y de directores, cuando se ponen a imaginar.



    En Madrid 1987, María Valverde interpreta a una estudiante de periodismo que quiere sonsacar sus secretos a Miguel Batalla, un viejo articulista que ya tiene el culo pelado de tanto escribir contra Franco y de tanto luchar por la Transición. Y Miguel, claro está, no está dispuesto a regalar sus arcanos así como así, a la primera chiquina que se acerque por la cafetería. Él ya está en la pitopausia, en la colgadura de las carnes, en la recta final de los placeres, y oportunidades así le quedan muy pocas a los gajes de su oficio.

    Así que en Madrid 1987, a los veinte minutos de metraje, ya tenemos a María Valverde despelotada en el apartamento, para solaz de nuestra mirada, y para remanso de nuestro espíritu, que libre de la tensión sexual centra sus atención en los soliloquios de José Sacristán. Su personaje, más propio de los viejos tiempos de José Luis Garci, suelta una verborrea post coitum que se lleva más de una hora de metraje, disertando sobre la escritura, sobre las canas, sobre la vida en general, y la única diferencia con las asignaturas pendientes es que Fiorella Faltoyano o Emma Cohen le escuchaban arrobadas en la cama con las sábanas destapando los pechos, mientras que aquí, en Madrid 1987, María Valverde le soporta el rollo sentada en un retrete. Es tan rebuscada la disertación, tan reflorida la sabiduría del personaje de Sacristán, que la tensión sexual vuelve a cogernos de los huevos cuando ya estábamos desprevenidos, en el quinto o sexto bostezo, y a partir de ahí ya sólo nos fijamos en la dichosa toalla, a ver si se escurre, o se cae, o regresa a su colgadero.




Leer más...

Solos en la madrugada

🌟🌟🌟

Un año después de triunfar con el fenómeno sociológico -y pechológico- de Asignatura pendiente, José Luis Garci repitió fórmula con Solos en la madrugada. En esta segunda parte de "La Transición según José Sacristán", Pepe, de día, vestido, llama al deber ciudadano de los demócratas, mientras que Pepe, de noche, desnudo, comparte sábanas con bella señoritas a las que les habla del amor en los tiempos del cólera.

Su personaje es un locutor de radio que hace fortuna maldiciendo los tiempos perdidos y las oportunidades robadas. Pero que anuncia, a cambio, los nuevos horizontes que están por venir y por disfrutar. Los nuevos aires de libertad que a los cuarentones de su generación, ay, ya les van a coger un poquitín tarde, atados a los hijos, a la mujer, a la suegra, al trabajo aburrido pero insoslayable que les da de comer y les paga las facturas.

    Fueron ellos, la generación castrada del franquismo, los que convirtieron Solos en la madrugada en una película de culto para los progres, porque se veían reflejados en las cuitas y en los sueños rotos. Y sobre todo -no vayamos a engañarnos- porque Fiorella Faltoyano y Emma Cohen, como las actrices francesas de Perpignan, comparecían largos minutos con el pecho descubierto tras el orgasmo. A solos en la madrugada sólo le faltó el desnudo de María Casanova para convertirse en un concurso de Miss Tetas 78, en el que la señorita Emma Cohen, a mi modesto entender, hubiera merecido el máximo galardón. 

    El final de los setenta fue un tiempo de despelote, sí, y de socialismo promisorio. Si alzabas la nariz al viento casi podías respirar la libertad sexual, que venía de Francia, y la sociedad del bienestar, que venía de Suecia, como las suecas. En las películas de José Sacristán y sus amantes encamadas parecía inaugurarse un tiempo próspero y venturoso. Y hubo una pequeña fiebre de euforia, sí, cuando Felipe y Alfonso se asomaron al balcón en aquella noche electoral. Pero las aguas del nuncafollismo y del capitalismo volvieron rápidamente a su cauce. El mismo José Luis Garci, que iba de erotómano y de progresista, terminó años después riéndole las gracias al megalómano del bigote, al que imagino con los pies reposados sobre un puff mientras lo recibía en la Moncloa, y lo remiraba de arriba abajo mientras preguntaba a un asesor: "¿Éste no era el progre que antes hacía películas donde se pedía el voto para Tierno Galván?"



Leer más...

Asignatura pendiente

🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que cuentan las portadas de los periódicos y las tertulias de la radio, parecería que la gente está muy pendiente de la actualidad política, y de los vaivenes de la bolsa. Pero no es cierto. Estas cosas sólo interesan a los que viven del momio, o a los que invierten en valores. Al común de los mortales, aunque sigan los acontecimientos con curiosidad,  lo que les preocupa cada mañana al despertar es saber si van a follar o no. Saber si la novia aceptará, si la mujer estará de buenas, si aparecerá, por fin, una mujer en el horizonte. Todo lo demás sólo es contexto y divertimento.

En Asignatura pendiente, mientras el caudillo se muere en la cama y los demócratas afilan las leyes, y los nostálgicos los cuchillos, José y Elena, Elena y José, recuperan el tiempo perdido follando como macacos a espaldas de sus cónyuges. Al otro lado de la ventana se escuchan amenazas de muerte y gritos de libertad,  pero ellos, ensordecidos por la pasión, sólo escuchan el frufrús de las sábanas, y el respirar agitado de la pareja, que les sirve de guía para ascender las cordilleras.  Mientras saborean el cigarrillo postcoital les importa tres pimientos el momento histórico que están des-viviendo. Desnudos de cintura para arriba -lo que hizo de Asignatura pendiente un fenómeno pechológico allá en 1977- José y Elena conversan sobre su romance de juventud, allá en los veranos de la sierra, cuando él le cogía la mano en los senderos y le palpaba los pechos en las penumbras, siempre por encima de la rebequita, claro está, que no estaba el franquismo para bollos.

Así vivirán José y Elena las primeras semanas cruciales de la Transición, despachando con celeridad los asuntos de la oficina, o las meriendas de los niños, para arrejuntarse en la cama y olvidar el mundanal ruido de sables y altavoces.  Pero la rutina, ay, lo mismo carcome los matrimonios que los adulterios, porque es un insecto que no hace distingos con las maderas, y hasta los polvos, si vienen muy seguiditos, se convierten en obligaciones que hay que despachar con fastidio. Sólo entonces, en la calma de los instintos, volverán nuestros tórtolos a ser conscientes de la realidad. Ciudadanos lamados al deber de comportarse como demócratas, y como fieles esposos, cada uno en su redil.




Leer más...

Las verdes praderas

🌟🌟🌟

La crisis de los cuarenta es una neurosis que pertenece al mundo moderno y desarrollado. Antes de que Alexander Fleming se topara con el Penicillium notatum en su laboratorio, la gente, por lo común, se moría antes de llegar a los cuarenta, y los pocos que trascendían tenían cosas más importantes en qué pensar. Si los antepasados pudieran ver nuestras depresiones por un agujero espacio-temporal, nos tomarían por unos pusilánimes indignos de llevar los mismos genes, y los mismos apellidos. Sólo cuando uno tiene la barriga llena y la salud controlada se pone a lamentar las calvicies y las pitopausias. El tiempo perdido, y los sueños rotos. 



    Inmerso en mi propia cuarentanidad, voy topando por doquier con este subgénero cinematográfico de los hombres en caída libre. A veces lo hago a sabiendas, porque conozco al personaje, o lo intuyo, y sé que voy a extraer una sabiduría de sus andanzas. Otras veces, sin embargo, es el subconsciente quien me susurra un título sin advertirme que allí mora otro cuarentón en crisis, otro ejemplo de superación, o de hundimiento, que de todo hay en la viña del Señor.

    Esta noche, por ejemplo, ha aparecido en los canales de pago una película de José Luis Garci que yo nunca había visto, Las verdes praderas. Y como ahora ando reconciliado con él, y la película pertenece a su época pre-ridícula y pre-pepera, me he arrellanado en el sofá para consumir la última atención del día. Yo esperaba la típica película de españolitos en la Transición, con la movida política, la apertura de las costumbres, el despechamen de los escotes. Pero si hacemos caso omiso del Seat 131 Supermirafiori que conduce Alfredo Landa, y de algunas efemérides madridistas como la retirada de Pirri o los cabezazos de Santillana, Las verdes praderas podía ser una película rodada hoy en día, con su cuarentón deprimido, su trabajo aburrido, sus hijos mediocres, su esposa decepcionada. Porque la crisis de los cuarenta -esa depresión maldita que le debemos a la puta penicilina- es un mal que no distingue década ni lugar. Una bomba de relojería que se pone en marcha cuando se acortan los telómeros, y se van recortando al mismo tiempo las energías, y las alegrías.


Leer más...

Sesión continua

🌟🌟🌟🌟

Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



Leer más...