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Monstruos, S.A.

🌟🌟🌟🌟🌟


En el año 2023 “Monstruos, S.A.” ya es otra empresa occidental deslocalizada. Después de que Sully y Wazowski descubrieran que las risas de los niños -les niñes, sí, joder- son más energéticas que los lloros, la empresa aún tuvo sus años buenos arrancando carcajadas. Pero la curva de la natalidad, tan flácida como los penes en decadencia, obligó a desmontar el tinglado para trasladarlo a un país que ahora mismo no logro encontrar en internet, pero que seguramente será Nigeria, o Indonesia, o la India de los hindúes, donde todavía nacen niños como conejos. Países muy cálidos y calenturientos, de 40 grados para arriba, donde el pobre Sully sufrirá de lo lindo con ese pelaje más apropiado para latitudes polares o alturas himaláyicas.

Mientras “Monstruos S.A.” desmantelaba sus instalaciones para buscar la fuente de la edad, “Monstruos S.L.”, que obtiene la electricidad asustando a los ancianos, multiplicaba por diez sus beneficios y abría nuevas fábricas aquí mismo, en los restos del imperio, maquillando las cifras terribles del desempleo. El miedo de los ancianos es solo la mitad de energético que el miedo de los niños, porque los viejales ya vienen curados de espanto y además tardan más tiempo en reaccionar. Pero ya hay tantos que superan el pavor energético de los chavales, y además cada vez viven más, y más lozanos. El Ministerio de Sanidad trabaja en secreto para el Ministerio de la Energía, asegurando que esta fuente de suministro prolongue la duración de sus baterías.

Si nadie ha oído hablar de “Monstruos S.L.” es porque no opera con ese nombre cara al público. Antes, cuando gobernaba el PP, se llamaba “Telediario de La 1”, pero ahora que gobiernan los venezolanos se llama “Informativos de Antena 3”. Porque las teles parecen teles, pero no lo son: son succionadores de miedo. A los viejos de España les tienen acojonados entre la parálisis de las pensiones, la amenaza de los menas, los socialcomunistas de la Moncloa y la escasez de gambas en Andalucía. Uno de cada mil muere automáticamente de un infarto, pero los 999 restantes contribuyen a que yo pueda enchufar este mismo ordenador a la corriente.




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A propósito de Llewyn Davis

🌟🌟🌟🌟🌟


El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio, fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho, desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar, me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...

Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en “A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie supiera responderme. Así vivo.

A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.



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Argo

🌟🌟🌟

En las películas donde el personaje tiene que pasar un control aéreo o policial para salvar la vida, y todo depende de poner cara de panoli y saber reprimir el baile de San Vito, siempre hay un momento en el que yo, cowboy de ciudad, aventurero del sofá, intrépido de mi pedanía, me meto en su piel gracias a las neuronas espejo y me descubro cagado de miedo, cagado literalmente, digo, en la cola de los pasaportes, o meado en los pantalones, pillado in fraganti por la mala relación de mis esfínteres con los centros de control. Son los milagros que obran esas jodidas neuronas, que convierten cualquier película en una experiencia personal...




    A lo largo de mi vida me ha parado la Policía Municipal dos o tres veces para asuntos tontos, de calado muy menor, y en esos trances me he vuelto tartaja perdido, tonto de remate, vecino desaliñado que despierta sospechas cuando sólo se trataba de llevar al perro con correa, o de verificar un censo municipal. Yo sería el típico imbécil que por hacer la gracia, destensados los nervios, en una situación de riesgo peliculera, se despediría diciendo arriverdeci al soldado que acaba de apartar la barricada, cuando se trataba, justamente, de disimular que uno no era italiano... En fin, gilipolleces por el estilo que me condenarían a durar nada y menos en cualquier conflicto bélico y diplomático, como éste que cuentan en Argo.

    Me pone muy nervioso, muy acomplejado de mí mismo, esa escena en la que los seis rehenes han de memorizar sus nuevas identidades en el plazo de una noche. Una biografía completa, inventada, que incluye nombre de los padres, amigos de la infancia, lugares de estudio, notas obtenidas, primeros amores, currículum laboral, pasta de dientes preferida… Yo sería incapaz de memorizar todo eso bajo presión, temeroso de perder la vida en una confusión tonta ante el miembro barbudo de la Guardia Revolucionaria. Uno no está hecho para la vida aventurera, jamesbondiana, como la que llevaban estos tipos en la embajada de Teherán, cuando el ayatolá empezó a tocar la pirola de los americanos, que cantaban los de Siniestro Total.


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The Artist

🌟🌟🌟🌟

A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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Barton Fink

🌟🌟🌟🌟🌟

Los detractores de Barton Fink -que son legión en los foros de internet- alegan que la película es críptica, indescifrable, sobre todo en su tramo final de flamígeros pasillos y cajas misteriosas. Aseguran -estos heréticos- que los hermanos Coen aprovecharon que el Pisuerga pasaba por California para hablar de pelusas muy íntimas de su ombligo, y que nos colaron sus neuras profesionales en forma de película respetable, casi de arte y ensayo. Pero no hay nada que entender, realmente, en Barton Fink, o que no entender. La película es el relato de una pesadilla, y como tal ha de contarse y de entenderse. El bueno de Barton vive un sueño terrible desde que llega a Hollywood con su máquina de escribir, sus gafitas de intelectual, y su abrigo improcedente para tan altas temperaturas, como un soldado de Napoleón o de la Wehrmacht invadiendo Rusia pero al revés.


    En el mismo instante en que Barton Fink se hospeda en el tétrico hotel regido por Chet, la película abandona cualquier pretensión de ser lógica, verosímil, porque el mundo al que llega Barton tampoco es lógico ni verosímil. Al menos para él, que viene de la otra costa del país y no entiende qué pretende de él la parte contratante de California. Qué narices hace allí -se pregunta- escribiendo basura para una película de serie B, él que es Barton Fink, y que viene aclamado por la crítica teatral de Broadway.

     Además hace demasiado calor, y en su habitación del hotel, enfrentado a la máquina de escribir, los mosquitos le sobrevuelan a sus anchas, y los vecinos de pared no paran de molestar con sus jadeos sexuales por una lado, y con sus tejemanejes secretos por el otro. Enfrentado al folio en blanco que es el anuncio de su fracaso, Barton es incapaz de conciliar un sueño reparador, y se desenfoca, y enloquece, y ya no puede distinguir lo que imagina de lo que ve. Su única salvación, su único remanso de paz, es el cuadro de la chica en la playa, abandonada al placer del rayo de sol. Ella es la única salida de ese manicomio de escritores alcoholizados, huéspedes asesinos y jefazos que viven al capricho de su humor.



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El gran Lebowski

🌟🌟🌟🌟🌟

Dos mil años después de que Jesús predicara en el lago Tiberíades, nació, en la otra punta del mundo, otro profeta que también predicaba la paz fraterna y el amor universal. La concordia entre los pueblos. El hombre se llamaba Jeff Lebowski y fue apodado el Nota. En sus tiempos de juventud, en la Universidad, mientras otros se aislaban en sus estudios y se preocupaban por el futuro, él salía de manifestación con una pancarta en la mano y con un porrete en la otra, para protestar contra la guerra de Vietnam. El Nota dio su ejemplo, tuvo sus discípulos, predicó entre las gentes, pero su mensaje se diluyó entre tantos profetas similares. California, en los años setenta, era como la Judea del siglo I: una tierra propicia para el sermón y para la revuelta. 
Será por eso que el Nota, incomprendido, se refugió varios años en el desierto.

    Al regresar, el Nota vino con otro mensaje, y con otras pintas. Inspirado en el Jesús de los evangelios -que también retornó transfigurado de sus tentaciones- el Nota se dejó el pelo largo, y la perillita, y se vistió con ropas holgadas a modo de túnica. Y se puso unas chanclas de piscina como sandalias de la antigüedad, que solo se quitaba para enfundarse los zapatos de la bolera. El Nota predicaba una paz diferente, interior. La paz del espíritu. Una cosa como budista, oriental, aunque los vodkas fueran de Rusia y los petas de Jamaica. 

    Con solo dos discípulos llamados Walter y Donny -un excombatiente de Vietnam y un exinteligente de la vida- el Nota fundó una religión que ha llegado hasta nuestros día: el dudeísmo, tan válida como cualquier otra que sermonea nuestros males. El dudeísmo predica el no predicar, y el practicar lo menos posible. Simplificar la vida, llevarlo tranqui, pensárselo dos veces. Y a la primera inquietud, un porrete, y unas pajillas, y un ruso blanco de postre, para serenar el ánimo alterado. Vive y deja vivir, tío. Hakuna matata. Take it easy. Respira hondo. Deja que fluya. Porque al final todo se reduce a eso: a estar a gusto con uno mismo. A que llegue la hora de dormir y los perros del estómago no se pongan a ladrar. Llegar a la almohada sin remordimientos ni malos pensamientos. Cerrar los ojos y dejarse ir con una sonrisa de niño. Bobalicona. La felicidad no es más que eso, tan sencilla como un pirulí, tan inalcanzable como las estrellas. Eso predica el Nota. Y yo digo amén a su Palabra, y la extiendo por el mundo. 




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Red State

🌟🌟🌟
Desde que aquellos yihadistas entraron a sangre y fuego en las oficinas de Charlie Hebdo, aquí, en España, por las mañanas, en las radios de derechas, los tertulianos hablan de la superioridad moral de la civilización cristiana en contraste con esa otra de los musulmanes que vive anclada en su particular Edad Media, y que produce terroristas casi como una consecuencia lógica de sus doctrinas. Es, por supuesto, un razonamiento interesado, vomitivo, de un elitismo moral que me recuerda al cura que nos daba religión en el Bachillerato, el padre Ángel, cuando nos aseguraba que todos los no-católicos del mundo irían derechitos al infierno por conocer la palabra de Dios y no haberla incorporado a sus creencias.

      La película Red State nos viene al pelo para recordar que ninguna religión está libre de sus fanáticos violentos. Que en todos los credos cuecen habas, y que siempre hay un trastornado que no tiene reparos en morir empuñando un arma, pues en el Cielo le aguardan mujeres desnudas, o asientos VIP situados a la derecha de Dios Padre. Según lo estipulado en el contrato. Estos cristianos fundamentalistas que retrata Kevin Smith en la película son tipos que hemos visto muchas veces en los telediarios, en los documentales, sectas dirigidas por un mesías que se atrincheran en una granja y terminan liándola parda con sus armas semiautomáticas. Uno pensaba que esta iglesia ficticia de Red State era una cosa muy exagerada, un poco traída por los pelos, pero resulta, para mi asombro de navegante, que esta gente existe de verdad, y que el mismo Jordi Évole, en un programa de Salvados, entrevistó a la familia de este predicador de carne y hueso llamado Fred Phelps. Se autotitulan la Iglesia Bautista de Westboro, y practican su apostolado veterotestamentario  allá en las llanuras agrícolas de Kansas. God hates fags -Dios odia a los maricones- es el slogan que lucen en sus pancartas cuando se presentan en los funerales para insultar al homosexual fallecido, y recordarle que el infierno es su destino ineludible.
Hosti, nen.





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Treme. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Por la noche, en el sábado atípico  sin partidos de fútbol, veo los dos primeros episodios de la serie Treme. David Simon ha trasladado su máquina de sacar trapos sucios a Nueva Orleans ,devastada por el huracán Katrina. Nos coloca en el epicentro del drama tres meses después de la tragedia, cuando los que se quedaron tratan de rehacer sus negocios, y los que huyeron intentan salvar sus hogares del derrumbe. Si en el Baltimore de The Wire los desheredados usaban la droga para escapar de la realidad, aquí, en el barrio de Treme, los damnificados buscan la música como vía de escape a su frustración. El jazz  como centro de reunión social, como ritmo consustancial de la vida. Como música que a veces exalta el espíritu y a veces lo sume en la melancolía. Las trompetas y los trombones son la banda sonora de Treme, la banda sonora de la ciudad, lo mismo en los clubs que en los pasacalles o en los funerales.

Pero no todo es música en Treme. Otros habitantes de Nueva Orleans se dedican a denunciar el estado de las cosas. Es ahí, en el papel de un entrañable cascarrabias que podría ser el primo de Michael Moore en Luisiana, donde se produce mi feliz reencuentro con John Goodman, uno de esos mal llamados secundarios de lujo que siempre son principalísimos en sus películas, aunque sólo salgan cinco minutos. John Goodman es el inolvidable vendedor de Barton Fink, el  pirado veterano de guerra de El gran Lebowski. Uno de mis tipos preferidos. El actor con cara de noblote del que se sirve David Simon para soltar las verdades del barquero. Ésas que hablan tan mal del gobierno americano, despreocupado de sus ciudadanos más desamparados. De esa basura mugrienta y seguramente comunista...




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