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El aviador

🌟🌟🌟🌟

La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.

A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes. 

Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo. 

La locura, como la muerte, nos iguala a todos.






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Los hermanos Sisters

🌟🌟🌟🌟🌟

El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia. 
   Los westerns -ya viejunos- los veíamos en casa los sábados por la tarde, en aquel espacio que se llamaba Primera Sesión y que rescataba películas para la chavalería que se cobijaba del frío polar, o del calor insufrible. Nosotros no sabíamos si eran obras maestras o películas de relleno porque siempre las veíamos medio somnolientos, o medio distraídos, añorando los estrenos en pantalla grande que forjaban nuestros sueños.

    Los americanos dejaron de rodar westerns porque ya nadie se quedaba con la boca abierta cuando los tipos desenfundaban las pistolas en el O. K. Corral, o el Séptimo de Caballería irrumpía cabalgando a golpe de corneta. El western clásico, en esencia, era el manspreading de unos tipos carentes de moral -o de moral dudosa- que lo mismo robaban la tierra del indio que abofeteaban a la prostituta o se cargaban a un fulano por un quítame allá esas pajas. O esas zarzaparrillas. Violencia gratuita, infumable, de tipos Marlboro que llenaban la pantalla con sus físicos imponentes y sus voces acojonantes.

    El western que nos devolvió al género lo parió Clint Eastwood y se llamaba Sin Perdón: fue al mismo tiempo una obra maestra y un acto de contrición. De aquella piedra fundacional han bebido muchas películas que ya son parte de nuestra tertulia. De nuestro rollo patatero. De nuestro monólogo inagotable cuando algún incauto -o alguna incauta- nos pregunta que qué tal, que a ver si les recomendamos una película que hayamos visto últimamente…
 
    Sobre mi próxima víctima caerá la vanagloria, la alabanza, la crítica entusiasta y detallada de Los hermanos Sisters, que es un juego de palabras, sí, pero también un western simperdoniano de matones con conciencia que sólo quieren volver a casa con su mamá. Un clásico instantáneo.



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Magnolia

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro del átomo, los electrones giran alrededor del núcleo en una órbita estable que podríamos llamar estado de felicidad. Allí podrían pasar eones y eones si no fuera porque a veces son golpeados por una partícula energética que se cruza en el tiovivo: un ángel flamígero que viajando a la velocidad de la luz los expulsa de ese paraíso previsible y circular.

Las electrones desafortunados pasan a vagabundear territorios inhóspitos que no les corresponden, errando en espirales que les ponen nerviosos y cariacontecidos a la espera de que otro choque -esta vez afortunado- les devuelva a la zona de confort. Hay mucho de ciencia en todo esto, pero también mucho de azar, que es ese espacio indeterminado que la ciencia todavía no puede explicar. Son las casualidades inauditas, y las regiones de incertidumbre, que también se producen en el mundo macroscópico de los seres humanos.

    Todos los personajes de “Magnolia” -por ejemplo- también viven fuera de su órbita placentera. En algún momento de su pasado se sintieron congraciados con la vida dando vueltas alrededor de una persona amada, o de un trabajo edificante. Pero ellos, como los electrones malhadados, también sufrieron el choque con alguien que los descentró, que los expulsó de su pequeño paraíso. Una pura mala suerte, o un destino trágico que buscaban con ahínco. Ahora caminan por la vida con el ánimo por los suelos, y con la desazón instalada en el espíritu. Mientras esperan que el efecto mariposa les cruce con esa persona que les devuelva la alegría, los personajes de “Magnolia” pasan el tiempo presentándose a concursos, drogándose hasta las cejas, dando conferencias sobre la supremacía de las pollas... Son distintas formas de matar ese tiempo de las dudas. Unos dudan al cuadrado y otros se inventan certezas para no sufrir más.

Cuando esa persona especial golpee sus vidas, ellos por fin despertarán de su letargo, de su atonía, de su falsa vida de muertos vivientes, y en la alegría del retorno emitirán una sonrisa, o un llanto muy liberador. Es la física de la felicidad.





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Stan & Ollie (El Gordo y el Flaco)

🌟🌟🌟🌟

El amor provoca erecciones, y las erecciones generan hijos, y sobre ese poderío mecánico y fecundo del amor se han hecho grandes películas que a veces me conmueven y me hacen llorar. Pasiones de leyenda, y padres sacrificados, y madres que se dejan la piel para sacar a sus retoños del atolladero. Da igual, en verdad, que el amor sea un sentimiento nacido del alma o caído del cielo. Una farsa bioquímica que sólo persigue la replicación de nuestro genoma. Sólo cuando me preguntan, o cuando vengo a este blog a desbarrar, me pongo a citar a Richard Dawkins y me sale el asqueroso materialista que llevo dentro. En la vida civil yo también soy un tipo que  se enamora y que se conmueve con el amor de los demás. Pero sí: sospecho que hay algo involuntario, como de marioneta manipulada por el ventrílocuo. Algo nos empuja que no procede de nuestra voluntad serena, ¡del libre albedrío!, si tal cosa pudiera existir. Los genes son unos umpalumpas muy listos, veteranos de mil procreaciones, de mil noches de bodas con sus mil proles consiguientes, y saben cómo convencernos de que el amor por la pareja o por los hijos brota directamente de nuestro corazón…

    La amistad -que es a lo que yo venía- es un sentimiento superior y más puro que el amor. Lo dijo una vez Friedrich Nietzsche en las alturas de Sils Maria, y si no lo dijo da igual: le queda como anillo al filósofo. Porque los genes pueden fingir el amor, pero no pueden fingir la amistad. O sí, quién sabe, por caminos más tortuosos todavía: al fin y al cabo, el amigo nos ayuda, nos sostiene, nos permite seguir vivos o cuerdos, y eso también favorece la supervivencia de nuestros genes. Pero tal teoría ya es, quizá, demasiado rebuscada, y de tener que creérmela prefiero no hacerlo. Prefiero pensar que la amistad ente Stan Laurel y Oliver Hardy no procedía de oscuros cálculos que los genes hacen en las hojas de Excel del núcleo celular. Prefiero pensar que lo suyo es una historia conmovedora que sobrevivió al tiempo, a las avaricias, a los desencuentros contractuales. Y que muerto el uno, el otro se quedó como muerto en vida.
(Qué grandes son estos dos tipos, Steve Coogan y John C. Reilly)




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La delgada línea roja

🌟🌟🌟🌟

Cuando rugen las ametralladoras, La delgada línea roja no escatima sangres ni intestinos para hacernos entender la brutalidad de una guerra. Pero luego, cuando el silencio se apodera de la isla de Guadalcanal, la cámara pasea por la naturaleza exuberante para lamentar tanta herida abierta y tanto salvajismo de los humanos. Así resumida, la película parece una obra comprometida, antibélica, de claro mensaje pacifista. Pero no lo es. Es una película fascinante en lo formal, pero muy tramposa en su denuncia. El soldado Witt, que es la voz en off que aprovecha los remansos del combate para reflexionar , se hace mil preguntas del tipo: "¿qué oscura ceguera se ha apoderado de los hombres?", o "¿cuánta crueldad somos capaces de asimilar?" "¿En qué momento nos desviamos del recto camino de la fraternidad?," y cosas así, solemnidades que no conducen a nada, sólo a la filosofía barata, y a la ocultación torticera de los hechos.


    Al soldado Witt habría que explicarle que la guerra nunca es producto de una insania, de una locura transitoria. Aunque su desarrollo sea caótico y brutal, la guerra siempre obedece al interés concreto de unos fulanos muy avariciosos que jamás luchan en ella. Y que jamás, tampoco, envían a sus hijos al frente. Mercaderes que cuando ven peligrar sus beneficios presionan a los gobiernos para abrir rutas, expandir mercados, acceder a materias primas. Desde las Guerras Púnicas a la invasión de Irak pasando por la II Guerra Mundial... El soldado Witt -y con él Terrence Malick, que es como el ventrílocuo que mueve el muñeco- prefieren hacerse los suecos ante estas evidencias de lo bélico, y se lanzan a la poesía sobre la podredumbre humana, y sobre el Mal que habita en nuestro interior... Bah. Gilipolleces. De nuevo el pecado original, como predican los curas en su falacia de cada domingo. Yo entiendo que La delgada línea roja no aproveche el silencio de los cañones para darnos una lección sobre la geopolítica de los años cuarenta en el Océano Pacífico. Para eso ya están los documentales, y los libros de historia. Pero que tampoco nos tomen por tontos, con su literatura espiritual, y su antropología de catecismo.


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Un dios salvaje

🌟🌟🌟🌟🌟

Lo dice un personaje de la película, y yo firmo al pie de su declaración: todos somos unos hijos de puta con muy mal genio. Es verdad que él lo dice después de pegarse dos lingotazos de buen whisky, uno de  malta, por cierto, añejado 18 años, un lujo que no está al alcance de cualquiera porque esto va de cuatro burgueses que discuten sobre qué hijo pegó primero al hijo de los otros y viceversa. Ya se sabe que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad, y a falta de una máquina del tiempo que nos devuelva a la niñez, nos agarrarnos al alcohol -unos a diario, otros más de vez en cuando- para confesar obviedades que en estado sobrio preferimos disimular.


    Sí, todos somos unos hijos de puta con mal genio, y sólo tienen que encontrarnos el resorte para que la mala hostia salga de la caja impulsada por un muelle. Cada uno tiene su punto débil, susceptible, a veces en el talón de Aquiles y a veces en un lunar de la espalda. Lo tocas y se viene abajo el disfraz de la cortesía, para quedarnos desnudos con nuestros exabruptos de simio cabreado. Bienaventurados los mansos, dijo Jesús en aquel sermón de la montaña que los Monty Python no lograban escuchar con claridad. Bienaventurados porque heredarán la tierra, decía él, pero supongo que se refería al ideal de concordia que reinará sobre el mundo cuando la transición del mono al hombre se haya completado. Dentro de mucho tiempo, presumo, al paso que va la burra evolutiva…

    Hasta entonces, seguimos en guardia, sonrientes pero tensos, educados pero recelosos, porque un dios salvaje habita dentro de nosotros. Uno que menos mal que suele estar bastante dormido, o despistado con el fútbol, hasta que le tocan los cojones con algún asunto muy particular. Entonces nos sucede lo mismo que a estos dos matrimonios de la película: que pierden la compostura, que se aflojan la corbata, que se sueltan la blusa, que desenrollan la lengua y dejan que el sol salga por Antequera. O por Nueva York. 

    Y nuestros hijos, ay, son el resorte casi universal. El que nos hace saltar a la mínima, si los acusan de algo, o si los extraños les ponen en cuestión. Es un reflejo biológico que tiene muy mala rienda, por muy racionales que nos pongamos.




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Tenemos que hablar de Kevin

🌟🌟🌟

“¡Tenemos que hablar de Kevin!, grita Guillermo Giménez en las retransmisiones de la NBA cada vez que Kevin Durant encesta un triple distante o una canasta inverosímil. Y yo, mientras tanto, llevaba años preguntándome quién coño es ese Kevin, el de la película, el del chascarrillo repetido. 

    Ahora ya lo sé. Kevin es un auténtico bastardo, el hijo del demonio, la pesadilla de la maternidad. El niño que nació atravesando la carne y no apartándola. En la terminología antigua, heteropatriarcal, un auténtico hijo de puta. Uno al que no creo que las bofetadas soltadas a tiempo hubiesen reformado. Y eso que las está pidiendo durante toda la película, a gritos, como panes, Cimo aquellas que arreaba Bud Spencer con toda la palma y parte del antebrazo. Lo de Kevin es el desafío permanente. La maldad gratuita. La psicopatía en potencia, y luego en acto, que diría Aristóteles. 

    Quién es este demonio que me trajo la cigüeña de París, piensa, abrumada, la señora Khatchadourian. Pero ella es cachazuda, moderna, de las que prefiere el diálogo y el razonamiento, el tenemos que hablar y el dime cómo te sientes. Nada que ver con la señora Zapatilla, la madre de Zipi y Zape, que a las primeras de cambio ya aparecía en la viñeta con el rodillo de amasar, o con el sacudidor de las alfombras, persiguiendo a sus retoños. Cómo hemos cambiado…

    La señora Khatchadourian se cree su papel dialogante, buenrollista, de pedagoga del método correcto. Pero es que además se siente culpable de la situación. Ha leído en alguna página de internet, o en algún artículo de la revista, que las madres frías, distantes, de depresión postparto, pueden causar daños irreparables en la crianza del niño. Son, por supuesto, majaderías superadas, culpabilizaciones absurdas. Chorradas de la psicología antigua, y del oscurantismo doctrinal. Kevin no es fruto de nada. Simplemente es así, nació así. Un puro azar de las bases nitrogenadas. Y para estos chavales de la hélice dañada, del cable pelado, del cortocircuito neuronal, no existe solución homologada. A quien Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. No vale la terapia de los vendedores de crecepelo, ni aporrear el televisor a ver si la imagen se estabiliza. Eso, en realidad, nunca ha servido para cambiar a nadie.





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Sidney

🌟🌟🌟

Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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Boogie Nights

🌟🌟🌟🌟

Se ha puesto de moda, en las revistas de cine, preguntar al entrevistado por el alias que habría elegido en caso de haber trabajado en una película porno. Algunos improvisan cualquier chorrada para salir del paso, y disparan nombres sin gracia ni salero. Otros, en cambio, que tal vez han leído el cuestionario con anterioridad, y saben a lo que vienen, traen a la entrevista respuestas muy cachondas y muy bien pensadas. Yo también le dedico unos cuantos segundos a la pregunta, cada vez que me la topo, como si fuera el entrevistado molón haciendo promoción de mi película, pero nunca se me ha ocurrido una gracieta que dejara sonrientes a los lectores y seducidas a las lectoras. 

    Aunque Max -que es el antropoide que vive dentro de mí- desearía que yo me hubiese dedicado al noble oficio del bombeo seminal, uno, que es el homúnculo encargado de poner cordura en este gallinero de mis instintos, nunca se vio en semejante papel. Nunca hubo oportunidad, ni intención, ni centímetros suficientes en caso de haberse presentado al cásting en Madrid, que me imagino, que son allí. He de confesar, para los que leen mis escritos y piensan que soy un réprobo al estilo del Marqués de Sade, encerrado en este manicomio autoimpuesto de mi habitación, que ni siquiera he protagonizado uno de esos vídeos amateur que pueblan las páginas gratuitas en internet, una de esas cutreces con polvos llenos de pelos y lorzas disimuladas por las sombras. Para qué, digo yo, si no hay cuerpo que enseñar, ni gimnasias de las que presumir, ni técnicas novedosas que legar a las próximas generaciones de pornógrafos. 




Con estas consideraciones he ido rellenando las escasas distracciones que permite el ritmo endiablado de Boogie Nights, la película de Paul Thomas Anderson. Es imposible no verla sin que uno se pierda en estos enredos mentales, porque las neuronas espejo no descansan mientras la película está en marcha, y contemplar las tribulaciones de un actor porno e imaginarse uno de la misma guisa, puesto en acción, forman parte de la misma experiencia, de la misma conciencia, como sales indisolubles en el magma del pensamiento. Si Eddie Adams, el chico de los treinta centímetros de Boogie Nights, encontró su apodo sonoro en "Dirk Diggler", yo sigo sin encontrar el alias que hubiese hecho justicia a mis artes amatorias. Algo de un oso en invierno, quizá, por las grasas y por los pelos, pero no acabo de acertar con la sonoridad.
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Gangs of New York

🌟🌟🌟🌟

Mientras los burgueses de La edad de la inocencia se ponían gotosos de tanto comer viandas y viajaban por Europa para curarse el estrés cuando bajaban las acciones, unos pocos barrios más abajo, en el mismo Manhattan, los inmigrantes irlandeses y los desclasados nativos se disputaban la comida de los basureros a mamporro limpio. Aunque ellos mismos revestían sus peleas de odio religioso -católicos los primeros, protestantes los segundos- en realidad, como en todas las guerras de religión, lo que allí se dirimía era el exterminio mutuo de la clase trabajadora, para ahorrarle balas al ejército de los ricos y remordimientos de conciencia a quien tuviera que dar la orden de disparar. 

    El lumpen que se proclamaba originario de América no volcaba su odio contra los políticos que los mantenían en la miseria, sino contra los irlandeses que bajaban de los barcos huyendo de la hambruna, y les disputaban los mismos chuscos de pan. O contra los negros, que venían huyendo del trabajo esclavo y se encontraron con un Norte soñado donde ni siquiera existía el trabajo, o uno tan mal pagado que no daba para garantizar las dos comidas diarias que siempre tuvieron en el Sur.


            Hubo, sin embargo, en aquellas revueltas del Nueva York decimonónico, un momento mágico en el que los pobres dejaron de matarse  unos a otros para mirarse a los ojos y reconocerse ratones en un mismo laberinto. Moscas en un mismo montón de mierda. Cuando Abraham Lincoln proclamó el alistamiento forzoso en los ejércitos de la Unión, los desheredados, que habían de pagar 300 dólares de la época para librarse de la muerte en las trincheras, dijeron hasta aquí hemos llegado. Los barrios bajos de Nueva York ardieron en julio de 1863, y la marea violenta se extendió a los barrios ricos para hacer, por fin, un poco de justicia. Mientras nativos e irlandeses se clavaban los cuchillos en el mísero barrio de Five Points, el ejército yanqui cargaba contra todo bicho viviente que caminara sucio, fuera mal vestido o tuviera pinta de famélico. Mientras los fusileros avanzaban por las calles y los barcos bombardeaban desde el puerto,  los ricachones huían de la ciudad en sus carruajes de varios caballos de potencia. 

    Es justo en ese momento, en la refriega total de todos contra todos, cuando Gangs of New York, que hasta entonces sólo era otra película de mafiosos, adquiere un tono poético y comprometido. Antes de lanzarse las cuchilladas decisivas, El Carnicero, líder de los nativos, y Amsterdam Vallon, líder de los irlandeses, se miran a la cara y sonríen casi imperceptiblemente: se han reconocido víctimas de la misma opresión. Fueron segundos decisivos, quizá, en la historia de Estados Unidos. El germen fallido de una confabulación proletaria que hubiera convertido al joven país en el líder del socialismo mundial. Quién sabe. Pero El Carnicero y Amsterdam Vallon, tan primitivos, tan pasionales, enzarzados además por los favores sexuales de Cameron Díaz, prefirieron seguir apuñalándose en mitad de la calle. Una lástima.




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