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Ghost Dog, el camino del samurái


🌟🌟🌟

Hasta 1999, los únicos mafiosos que conocíamos por las películas eran los gángsters de Chicago armados con la ametralladora Thompson, o los italianos de Nueva York que rendían pleitesía al padrino Corleone. Sólo Scorsese nos había presentado a otros italianos que medraban en los bajos fondos de la ciudad, o que habían emigrado a Nevada para hacer fortuna dirigiendo casinos y prostíbulos. 

    Nadie se había ocupado de los mafiosos que chanchullaban en New Jersey, que al parecer son multitud, hasta que un domingo por la noche, después del fútbol en Canal +, vimos a un tipo que conducía por las autopistas que dejaban atrás la Gran Manzana y se adentraban en los suburbios industriales del estado vecino. El tipo estaba gordo, se fumaba un puro como un señor en el fútbol, y llevaba una sintonía en el radiocasete que se nos ha quedado grabada para siempre. Tony Soprano nos introdujo a los gángsters con menos glamour de la historia televisiva: italianos fofos, decadentes, que sólo se alimentaban de espaguetis y de bocadillos de pastrami. Que subían una cuesta y se sofocaban; que echaban un polvo y desfallecían; que mantenían un pequeño imperio sólo porque eran unos psicópatas sin escrúpulos que no dudaban un segundo en disparar.

    1999 debió de ser el Año Internacional del Mafioso de New Jersey, porque Jim Jarmusch, en Ghost Dog, también eligió a estos tipos morcillones para convertirlos en los enemigos de un samurái de raza negra tan pasado de kilos como ellos. Una lucha justa, de igual a igual, de grasa a grasa. Forest Whitaker es un asesino a sueldo bastante hábil, ducho con las pistolas, certero con el rifle; pero allá en su ático, rodeado de cagadas de palomas mensajeras, la única gimnasia que practica es el taichí oriental que da los buenos días al sol naciente. Poca cosa, para un tipo que debería estar en plena forma, huyendo de los peligros cotidianos. 

    Supongo que en los códigos del samurái deben constar recomendaciones sobre la mens sana in corpore sano. Algo relacionado con la salud, con el vigor, con la flexibilidad de los músculos... El samurái que tan fielmente ha de servir a su señor no puede abandonarse así, a la molicie del sofá, a la gula del tragaldabas. No se entiende muy bien, la verdad. Ghost Dog, la película, no es que esté rodada con ritmo cansino y reflexivo: es que sus matarifes no pueden moverse a mayor velocidad cuando persiguen y asesinan.


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Paterson

🌟🌟🌟🌟

En Paterson, New Jersey, muy cerca de donde Tony Soprano gestionaba su negocio de residuos urbanos, vive Paterson, el conductor de autobús que cada mañana se despierta al lado de Laura, musa de sus poemas, e inspiración de su bolígrafo. Paterson, en los descansos de su trabajo, mientras come los cupcakes que Laura le prepara, escribe poesía en un libro de páginas en blanco. Poemas urbanos que hablan del amor que vive en las casas humildes, bajo los postes de la luz, y muy cerca de las autopistas. Amores de asfalto y ladrillo, de polución y pub nocturno, tan lejos de los palacios de Verona y de las mariposas en primavera. Son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y además, Paterson, la ciudad, no parece precisamente la ciudad del amor, la París trasplantada a este lado del océano. Sin embargo, Paterson, el poeta, es capaz de extraer su belleza oculta cuando suelta el volante y abre su libro de poemas. Su oficio le obliga a ir con la mirada atenta, con el oído estirado, y quizá por eso está muy entrenado para ver más allá del paisaje y de las apariencias.


    Y luego está Laura, la mujer que lo espera todas las tardes en casa, como un seguro de vida, como un remanso de agua que nunca se seca. Como una certeza que sostiene los días sombríos y los humores sin equilibrio. Laura es la mujer que otros hombres no soportarían ni dos días seguidos, tan infantil, tan diletante en sus locos proyectos, pero a la que Paterson profesa una admiración infinita, y una fe incondicional. El poeta vive felizmente resignado a su suerte. La del amor, la del trabajo, la de sus amigos cada noche en el pub. Con una cerveza por delante ellos le ponen al día de esa otra ciudad que no recorre su autobús, ni su imaginación. Paterson es un poeta que escribe reconciliado con la vida, en paz con sus semejantes. Risueño con su destino. Hay otra literatura que surge de la inconformidad, de la tristeza, de la rebeldía. Del desamor. Una que sabe a pólvora, a gritos, a cañonazos. A rebeldía. Éste no es el caso.



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Broken flowers

🌟🌟🌟🌟

En Broken flowers, Bill Murray es un macho alfa de edad otoñal que está dando sus últimos coletazos con las mujeres. Forrado de dólares gracias a sus negocios, vive un ocio permanente de música y televisión, paseos por el barrio y conversaciones con los vecinos. Aunque le descubrimos abandonado por su última conquista -una Julie Delpy tan guapa y resalada como siempre- Bill no parece muy afectado por la soledad. A los machos como él les basta con chascar los dedos para materializar otra mujer al instante, más guapa si cabe aún que la anterior. Antes de que la sustituta de Julie ocupe su lugar, Bill pone cara de mustio, coge postura fetal en el sofá y se dispone a sufrir dos o tres días de melancolía, como quien pasa una gripe, o una molesta migraña.

        Pero esta vez su tristeza va a ser más profunda. En una carta anónima enviada por una examante, Bill recibe la noticia de que es padre ignorante de un muchacho de veinte años, fruto de la antigua pasión. Y de que el retoño, emancipado y resoluto, piensa presentarse en casa para conocerle. A Bill, de repente, le caen los años como losas. Encanece en una mañana lo que no encaneció en dos décadas de fogosas aventuras. Había algo de autoengaño en esa paternidad nunca estrenada, como si  la juventud se preservara por sí sola a fuerza de no germinar  En fin, las cosas de Bill; las cosas de los machos triunfantes.

    Los que hemos vivido aventuras sexuales más bien lamentables, o no hemos vivido ninguna en absoluto, no vivimos preocupados por los hijos desconocidos que turbarán nuestra paz monacal. Nos descojonaríamos de la risa, si una despistada, o una picapleitos, apareciera en nuestra vida para acusarnos de una preñez, en una fiesta loca del trabajo, o en una madrugada confusa de los amigotes. Al contrario que Bill en Broken flowers, nosotros, los desheredados del folleteo, recordamos cada polvo y cada no-polvo con una memoria fidedigna. Por escasos, y por históricos. Vivimos muy tranquilos, en ese aspecto. Alguna ventaja habría que sacar de este celibato no consentido.



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