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La red social

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Cuando Facebook todavía se llamaba The Facebook y aún no había traspasado los ámbitos universitarios, un amigo le preguntó a Mark Zuckerberg si conocía el estado sentimental de Fulana de Tal para iniciar una maniobra de aproximación.

-No lo sé -le respondió Zuckerberg-. No la conozco lo suficiente. Las chicas no van por ahí con un cartel de "Disponible" o "No disponible".

Y en ese mismo instante, sin llegar a terminar la frase, traspasado por el mismo rayo de lucidez que electrocutó a Arquímedes en su bañera, Zuckerberg comprendió realmente para qué iba a servir Facebook, su niño bonito: no para conectar gustos y experiencias, no para hacer el mundo más grande, no para socializar ni para vender entradas de los conciertos, sino para conocer la predisposición sexual de las personas. Facebook sería una hermosa pradera de color azul donde desplegar la cola de pavo y bichear un poco al personal. La más antigua y poderosa de las intenciones humanas. Todo lo demás es perifollo y disimulo. 

Zuckerberg -que a decir de la película desarrolló Facebook para impresionar a una chica que le abandonó- comprendió que los usuarios iban a usar su herramienta para celebrar la danza de los sexos. Primero serían cien, pero si la cosa tenía éxito, luego ya serían mil millones. Los dólares también.

Hace unos meses, en Instagram, que es la hija bonita de Facebook ahora que la matriz original ya solo la usamos los carcas y los despistados, apareció una nueva red social llamada “Threads”. El algoritmo secreto detectó que yo escribo mucho y mal y me puso en contacto con otros fracasados de la novela: gente que se autoedita, que pena por las editoriales, que se queja de que nadie hace ni puto caso... Y yo me dije: hostia, qué raro, una herramienta cultural, de hermanamiento literario... Realmente una red social y no una red sexual. Pero el engaño apenas duró una semana. Ahora, ya presentados todos, hemos vuelto a lo de siempre: tías buenas que claman por un hombre de verdad y amargados literarios que exhibimos las plumas mustias a ver si alguien se apiada (sexualmente) de nosotros. En realidad, todo es el universo de Tinder expandido.





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A Roma con amor

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La ciudad de Roma no sale mucho en la película. Si esto es “A Roma con amor”, a saber cómo habría sido “A Roma con indiferencia”... Barcelona, por cierto, tampoco salía mucho en “Vicky Cristína Ídem”. La Sagrada Familia y a correr. El resto eran tres bellezones tirándole los tejos a Javier Bardem: Vicky, Cristina y Penélope. El sueño erótico de una spanish noche de verano.

París, sin embargo, sí salía mucho en “Midnight in París”. Es más: tenía un prólogo musical dedicado exclusivamente a su belleza. El otoño de París es imbatible, que diría nuestro presidente. Se nota que Woody Allen encontró allí su refugio tras escapar de la caza de brujas. (Por cierto: ¿qué pinta Greta Gerwig en esta película? En el año 2012 Allen ya había sido juzgado y absuelto por los mismos delitos a los que luego doña Barbie sí otorgo credibilidad. Dijo, muy llorosa, que se arrepentía de haber trabajado con él. Hay que tener mucha jeta... Doña Trampolines... Menos mal que su cara dura no sale mucho en la película).

Roma, por alguna razón que desconozco, siempre sale en plano cerrado y poco generoso. Se ve alguna plazuela, alguna calle del Trastevere, la Plaza de España un poco en escorzo... Poca cosa para todas las maravillas que allí se encierran. Un pequeño chasco. Menos mal que para hacer turismo romano siempre nos quedará Jep Gambardella paseando por  “La Gran Belleza”. 

No parece que Woody Allen se enamorara de Roma precisamente. Pero a saber: quizá le denegaron permisos o las podemitas del Lacio le boicoteron el rodaje. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. La película está bien ma non troppo. Si dividimos las películas de Allen en cinco categorías -obras maestras, cojonudas, revisitables, intrascendentes y truñescas- “A Roma con amor” tiene un pie en el “revisitable” y otro en el “intrascendente”. Menos mal que está la ocurrencia de la ducha. Y que sale Roberto Benigni haciendo el payaso (en el buen sentido). Y Penélope, muy escotada, y resalada. 





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Café Society

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La vida suele ser ansí, como decían en las novelas de Baroja, y no así, como proponían en la películas antiguas, las que superponían el The End sobre el beso ya desencadenado, y algo lascivo, de los amantes. Café Society, para enmendar la plana, para servir de contrapunto, termina justo al revés, con los amantes separados, ensoñándose, pero ya derrotados, sobreponiéndose al final de su ilusión.  Aunque esté ambientada en los rococós de la belle époque, Café Society es la antítesis de las viejas películas. La protesta de un judío bajito y con gafas clavada en la puerta de una iglesia. El manifiesto anti-romántico un hombre que ya lleva muchas pedradas en el zurrón.

Café Society, ya que no es un pedazo de película -pues en la filmografía de Allen está a medio camino entre los grandes títulos y los pasatiempos jolgoriosos- es, al menos, un cacho de vida, porque la vida es ese desencuentro, esas jodiendas, obstáculos, azares... Una carrera de caballos, y los pisos, nuestras cuadras. El amor, para fructificar, para ser un amor como el que triunfaba en el viejo Hollywood, tiene que sortear tantos peligros, superar tantas barreras, surfear tantas olas, aguantar tantos vaivenes y sobrevivir a tantos malentendidos, que al final es como un milagro, como una sospecha de divinidad. Quizá los amantes triunfantes sean justamente eso: semidioses de epopeya. Héroes de futuras ficciones.

Y luego, en la película, está Kristen Stewart, y su belleza chupada, y sus ojazos de cine mudo, y su cintura volátil, y su boca como de tímida tentación, o de volcánico melindre. Lo mío con esta mujer viene de lejos. Es como una fascinación idiota, como un abducción de la meninge. Me quedo clavado en su rostro con la boca en un rictus de pelele. Será alguna reminiscencia, o alguna manía... El casting está bien, hay caras reconocibles, y oficios sin tacha, pero Café Society depende por entero de Kristen para tenerme amorrado a su desventura, a su devaneo, a su andar dubitativo que va fracturando corazones en cada quiebro, como una futbolista bellísima y talentosa.




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