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La casa Gucci

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El imperio de la moda está construido sobre la plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.

Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.

Y luego está la película de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real, pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.





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Inseparables

🌟🌟🌟🌟


Cuando decimos -con más o menos sinceridad- que elegimos a nuestras parejas por su belleza interior, hablamos, por supuesto, de la inteligencia, de la cultura, del sentido del humor, y no de la hermosura del intestino, o a la delicadeza del bazo. Del dibujo armonioso del estómago, cruzado sobre el vientre.

    Y es una pena, porque yo, que nunca fui guapo por fuera, y jamás alumbré las virtudes teologales, ni tampoco las cardinales, siempre fantaseé con ser muy bello por dentro, orgánicamente hablando. En la adolescencia, como eran recónditas y nadie las conocía, yo presumía de tener unas entrañas modélicas, de portada de revista: el tío más guapo del barrio si la piel fuera reversible, como el forro de los abrigos. Irresistible, si las mujeres me mirasen con la profundidad de los rayos X. Mientras otros más chulos fantaseaban con ligarse a las top models del futuro, yo hacía planes con la doctora que un día quedara prendada de mis adentros. Una que me recibiera en la consulta con la frialdad destinada a los transparentes, pero que poco después, tras conocer la belleza de mis cuevas, me pidiera el número de teléfono para tratar mi caso en la mayor de las intimidades, ya fuera del hospital.

    Hasta que una vez, en un arrechucho, un internista me dijo que tenía un páncreas más bien contrahecho, y un hígado más bien retorcido, y se terminó la fantasía de mis entretelas.

    Cuento todo esto porque en la película Inseparables este pensamiento gilipollas se hace realidad en el personaje de Beverly Mantle, que en su consulta ginecológica se enamora de sus pacientes no por su aspecto exterior, al que concede un valor relativo, sino por la formación singular de sus entrañas. Lo que le vuelve loco de las mujeres no son las piernas esbeltas, ni los pechos airosos, ni los ojos gatunos, sino la arquitectura de sus órganos reproductivos, que son el receptáculo de la vida.. Un romanticismo histológico que parece de tarado, o de depravado, pero que en realidad tiene su razón de ser, y hasta su cosa de enamorado. Es la otra belleza interior.



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Inland Empire

🌟


Recuerdo que en 2º de BUP, cuando yo tenía quince años, nos hicieron un test de inteligencia en el instituto. Una mañana, sin previo aviso, aparecieron unos psicólogos que jamás habíamos visto por los Maristas, nos pusieron un cuadernillo en el pupitre junto a un lápiz bien afilado y una goma de borrar, y nos dieron, no sé, una hora, o un par de horas, para resolver aquella miscelánea de pruebas verbales, rotaciones espaciales, seguimiento de series..., todo tipo de enredos lógicos y matemáticos. Cuando la respuesta era obvia, yo ponía otra distinta, temeroso de estar cayendo en una trampa; y cuando la respuesta era dudosa, yo recordaba que teníamos un examen a la vuelta del recreo y que si terminaba deprisa y corriendo quizá me quedara un rato para repasar.

A los pocos días llegó a casa un sobre con mi nombre, y al abrirlo, expectante, descubrí que padecía una discapacidad cognitiva leve: un CI de 64, resaltado en negrita, que ni siquiera llegaba a atisbar la frontera lejana con la normalidad. Mis padres se quedaron de piedra, y dijeron que tenía que haber un error: que no era lógico que un chaval que sacaba sobresalientes en todo salvo en gimnasia tuviera un “coeficiente” como de niño que no, que no estaba bien, que debería estar escolarizado en un centro muy distinto al que ellos sufragaban religiosamente cada mes.

Yo no dije nada, me encogí de hombros, y asumí lo que en realidad siempre había sospechado: que las buenas notas sólo enmascaraban una estulticia que se hacía evidente en otros terrenos de la vida. Los loros -me decía yo, resignado- también eran capaces de recitar poemas, y de agrupar formas geométricas, y sin embargo, en un test de inteligencia, andarían por los niveles más bajos del percentil.

A veces, en las euforias de la vida, pienso que quizá aquel test se equivocó en muchas yardas con el disparo. Que seguramente fui yo, que no tenía ganas de hacerlo, y me puse a enredar con las respuestas. Pero luego, cuando veo películas como Inland Empire y no entiendo absolutamente nada mientras los inteligentes de verdad – los críticos y los foreros- le encuentran a todo un sentido y una intención, vuelvo a asumir la realidad de mi condición, y regreso a la apertura de aquel sobre que determinó en gran parte mi destino.



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Watchmen

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Ahora, en los telediarios, y en las series de ficción como “Watchmen”, a esos tipos del cucurucho blanco los llaman “supremacistas blancos”. Pero en realidad son los racistas de toda la vida. Lo que no sé es por qué ahora usamos dos palabras para designar lo que antes quedaba claro con una sola. La inflación del lenguaje siempre es algo sospechoso. De sobrevolar sin atacar. En otro sentido completamente distinto, escribir este blog también es, por supuesto, una inflación del lenguaje. Una cosa gimnástica y superflua. Una obcecación mental. Una escritura muy sospechosa. Otro sobrevolar para no decir gran cosa.

De hecho, cada vez que escribo la palabra supremacismo, el corrector del Word me la subraya en rojo, muy atento siempre a las palabras mal escritas, pero también a las innecesarias, y a las redundantes. Pongo racista, o hijo de puta, o hijo de putero, que ahora es más políticamente correcto, y puedo seguir escribiendo sin contratiempos.  Pero bueno, da igual... No voy a hacer más inflación con las palabras. Y mucho menos, inflación con la filología, que es el tema más aburrido del mundo. Yo quería contar que Watchmen es en esencia una secuela de Raíces, o de Doce años de esclavitud. Y me temo, ay, que será una precuela de las muchas ficciones que están por venir. Porque el racismo es un tema tan viejo como la evolución de las especies. Tanto como la diferenciación de la melanina, y la idiotez de los homínidos.

Los temas se acabaron hace mucho tiempo. Lo que cambia es la manera de contarlos. Los enfoques originales. Y Watchmen, de originalidad, va más que sobrada. Para empezar, es una serie que ni siquiera empieza. Quiero decir que se pasa por el forro la secuencia clásica y pone el nudo antes que el planteamiento, de tal modo que te pasas tres episodios rascándote la cabeza, insistiendo por pura fe, porque el amigo que te la recomendó te ha aconsejado paciencia. Al final -decía él, en tono evangélico- todo se anudará, quedarás maravillado, y serás recompensado setenta veces siete cuando lleguen los episodios finales. Y tenía razón.





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Pintores y reyes del Prado

🌟🌟🌟 


El título original de esta película/documental es, traducido al vernáculo, “El Museo del Prado: una colección de maravillas”. Pero los distribuidores españoles, tan monárquicos como ahorradores, lo han dejado en “Pintores y reyes del Prado”. Y en efecto: cuando Jeremy Irons -sí, don Jeremy, contratado para la ocasión- empieza a desgranar su texto, paseando boquiabierto por las galerías, uno empieza a comprender que esto es una encerrona monárquica. Un contubernio borbónico-pictórico, como aquel otro judeo-masónico.

    Los reyes de España -bueno, de la preEspaña, porque esta nación sólo tomó autoconciencia alrededor de Curro Jiménez y de los curas que combatían la Ilustración- impulsaron la creación del Museo del Prado, eso es innegable. Tampoco había muchos más personajes con los jayeres necesarios, en su época absolutista. Así que en fin: hay que citarlos, a los Austrias y a los Borbones, porque además están por doquier, en las galerías, montados a caballo, vestidos de cazadores, rodeados de familiares con prognatismo. El Imperio y la Decadencia. El sol que no se ponía y los pintores que se reían de sus retratados... Pero de ahí, a que en el documental glorifiquen las figuras de estos monarcas, como si fueran tipos preocupados por el pueblo, hay como tres repúblicas de distancia. Los reyes adquirían pinturas y contrataban pintores para regalarse la vista a sí mismos, y a sus cortesanos, y a los embajadores de los otros reinos, a ver si los apabullaban con tanta belleza. Hay algún panegírico que da un poco de vergüenza ajena, como el que sueltan sobre Fernando VII. Casi dan ganas de gritar “’¡Vivan las cadenas!”, como aquellos pobres imbéciles.

    Pero qué sabrá de nuestra historia, el bueno de Jeremy Irons. Él sólo recita el texto que le ponen, y de puta madre además, con inflexiones shakesperianas y todo. La de reyes que habrá interpretado este tío a lo largo de su carrera...




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El misterio von Büllow

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Cuentan por internet que Jeremy Irons, para encarnar a Claus von Bülow y mantener el misterio de su culpabilidad, interpretaba algunas escenas con cara de asesino y otras con cara de inocente. Ayer, que volví a ver la película, me fijé en el truco, y el efecto es realmente escalofriante. Nadie en estos últimos treinta años de cinematografía ha vuelto a fumar los cigarrillos como Jeremy Irons en El misterio von Büllow. A veces parece un nazi de las películas bélicas; otras, un aristócrata decadente de Visconti; y otras, en los momentos de mayor fragilidad, solo un pobre hombre azotado por el reverso de la fortuna. Esa manera de sostener el cigarro entre los dedos y de sopesar entre el humo a su interlocutor, merecía el Oscar de sobra. Aristocráticamente de sobra…



    ¿Claus von Büllow intentó realmente asesinar a su esposa? En el primer juicio, un tribunal le declaró culpable: poco después, refutadas ciertas pruebas, otro tribunal le declaró inocente. O, al menos, dictaminó que existían muchas dudas. Supongo que todos los que hemos visto la película nos moriremos con el interrogante. Sunny von Büllow nunca despertó del coma, y murió hace años en la habitación privadísima de un hospital. Claus, su marido infiel, dejó este mundo justo el año pasado, antes de estas movidas coronavíricas. Las únicas dos personas que saben lo que ocurrió de verdad en aquella madrugada ya no pueden hablar.

    De todos modos, El misterio von Büllow tiene una trama más interesante que la meramente detectivesca: la historia del abogado defensor de Claus, el archifamoso Alan Dershowitz. Un abogado progresista, liberal, al que los ricachones de yate y mansión le caen básicamente como el culo. Claus es rico, es un jeta, tiene aires de superioridad, y además es muy probable que se merezca los treinta años de cárcel que le impuso el primer tribunal. No es, ni de lejos, un “caso Dershowitz”, de esos que sientan jurisprudencia para defender al ciudadano humilde. Y sin embargo,  Dershowitz lo acepta.

    Su personaje, en la película, dice que un abogado fetén tiene que aceptar desafíos que vayan contra su naturaleza. Seguramente, la verdad sea mucho más pedestre: Dershowitz, a von Büllow, le cobró lo que no estaba en los escritos para redistribuir un poco mejor la riqueza de los americanos.



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La misión


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En la capa de lectura más superficial, la gente recuerda “La misión” como una película muy bonita: la música de Morricone, que subraya las escenas, y los paisajes de la selva amazónica, con las cascadas, y la vegetación de ensueño, que aún no conocía la tala intensiva ni los bulldozers de Bolsonaro.

    Luego, de lo que allí se dirimía, sólo nos acordamos con detalle los rojos y los ateos. Los creyentes recuerdan una trama confusa de indios oprimidos y esclavistas sin corazón, y tienden a olvidar que quien finalmente se carga las misiones es un orondo enviado del Vaticano. Un buen hombre, en el fondo, que había desembarcado en América con la idea de lidiar con cuatro indios desharrapados y cuatro jesuitas desdeñables, y de pronto se encuentra con el paraíso comunista en la Tierra. Con el sueño hecho vergel de las primeras comunidades cristianas. Hay un momento, en la película, en que el pobre hombre duda, se le hace el ojo lágrima y el corazón pulpa, pero sabe que si dicta la supervivencia de la obra jesuítica quizá no salga ni vivo del continente. Embarcados en una guerra comercial que no admite concesiones, los españoles y los portugueses del siglo XVIII -como los chinos y los americanos del siglo XXI- no estaban para la broma de permitir un koljós eficiente de guaraníes en la selva.



    En la tercera capa de lectura de “La misión”, uno se acuerda de lo que ha leído hace pocos meses en los libros, donde varios antropólogos de prestigio afirman que el Neolítico fue una desgracia histórica para la humanidad, en contra de lo que siempre nos enseñaron en la escuela. Antes de la invención de la agricultura y de las ciudades, los cazadores-recolectores vivían más y mejor porque variaban su dieta, hacían ejercicio y follaban alegremente en las espesuras. No se reproducían como conejos, como los sedentarios, pero en lo cualitativo de vivir les daban sopas con hondas.

     “Me pregunto si estos indios no hubieran preferido que el mar y el viento no nos hubiera traído hasta ellos”, dice el enviado del Vaticano en una escena de la película, mirando con pena infinita a los mismos cazadores-recolectores que va a condenar a la masacre, y al desamparo... Un personaje trágico, definitivamente. Venía a amputar un miembro gangrenado y se encontró con el ala de un ángel, en la mesa de operaciones.



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Inseparables (II)

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Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



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El mercader de Venecia

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Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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El reino de los cielos

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Hace unos años, en los cines-restaurantes de nuestra geografía, se estrenó una versión de El reino de los cielos que duraba dos horas y pocos minutos. Incluso los más fanáticos defensores de Ridley Scott salimos decepcionados de aquella proyección. Esperábamos algo épico, grandioso, la gran película que nos aclarase el supremo pifostio de las Cruzadas y sus divertidas consecuencias. Sin embargo, el gran pifostio parecía ser el guión de la película, un enredo de personajes que entraban y salían de la pantalla sin dar muchas explicaciones al espectador. Un enorme lío de reyes, de barones, de guerreros, que lo mismo se batían en duelo que se estampaban sonoros besos de respeto.  Una trama que avanzaba a trompicones, como olvidándose cosas por el camino, como regresando a casa después de una gran resaca en las bodas de Canaán.

     Interpretando a Sibila de Jerusalén salía Eva Green, en la cúspide de su hermosura felina, y eso nos ponía mucho a los románticos enamorados de su estampa, pero su personaje era un dislate tal de emociones y comportamientos que nuestra excitación se marchitaba ante la confusión insufrible de las meninges. "Se le fue la pinza al bueno de Ridley", tuvimos que asumir los forofos.


         Hoy he descubierto, en este Blu Ray que compré hace poco en las rebajas, a un precio desorbitado que sólo pagan los fanáticos y los imbéciles como yo, que El reino de los cielos, en su versión primera y fetén, duraba algo más de tres horas, y que fueron los pérfidos productores y distribuidores, una vez más, los que convencieron a Ridley Scott a punta de pistola, y a fajos de mil dólares, para que cercenara su propia obra y nos la diera de comer regurgitada. Vista ahora, en su versión extendida – o mejor dicho, en su versión no disminuida-, uno entiende lo que entonces no entendió. Se hizo la luz sobre la Tierra Santa gracias a este rayo de color azul que trabaja en silencio dentro del aparato. Ahora, en el Nuevo Testamento, los personajes de El reino de los cielos ya no parecen poseídos por la imbecilidad o por la locura, sino que, pérfidos o caballeros, villanos o bienhechores, dan a entender sus razones y actúan en consecuencia. 

       Eva Green compone un personaje que ahora nos resulta juicioso, valiente, nada frívolo, y eso hace que nuestros amores cavernosos se aneguen de amor y de respeto.





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Margin Call

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Veo, en dos tandas de cuarenta y cinco minutos cada una, porque el sueño de la siesta es poderoso y tiránico, y no conoce aplazamientos ni concesiones, Margin Call, esta película que aborda las horas previas al hundimiento de un banco inversor que recuerda mucho, pero mucho, joder qué casualidad, a la estética y a la moral de Lehman Brothers.

        A Margin Call se le agradece que no trate de explicarnos, a los espectadores que no leemos las páginas salmón de los periódicos, cuáles son los mecanismos financieros que dieron al traste con el negocio de las hipotecas y los castillos en el aire. Uno ya escarmentó en su día con Inside Job, que era un documental que prometía explicarlo todo y nos dejó igual que estábamos, porque no conocemos la germanía, ni entendemos las matemáticas, ni nos aclaramos con los conceptos. Y porque sospechamos, además, que nadie nos contará jamás la verdad última del asunto, la arquitectura oculta del desaguisado, por muy didácticos y radicales que se pongan los documentalistas y los cineastas. Pues la cruda verdad, la simple y siniestra, es la que financia sus proyectos profesionales, y paga sus hipotecas, y al final siempre hay un alto ejecutivo en el despacho que grita: "¡Hasta aquí hemos llegado!"




        Se le agradece también, a Margin Call que ponga frente a frente, en duelos diálecticos de primera categoría, con mucha filosofía del egoísmo y mucha reflexión sobre la avaricia, a dos tipos como Jeremy Irons y Kevin Spacey, que en los amplios salones que dominan Manhattan se visten para la esgrima con trajes de ejecutivos sin alma, y toman sus floretes muy afilados para brindarnos una lucha épica de estocadas finísimas, de fintas elegantes, de una agresividad animal enmascarada con formas exquisitas. Qué fulanos. Impagables. En Margin Call, y en todas las demás.


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