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No mires arriba

🌟🌟🌟🌟🌟


La mejor película del año llegó en su penúltimo día, casi cuando ya echábamos el cierre y hacíamos el balance. Es un decir metafórico, claro, un plural mayestático. “No mires arriba” ha sido como el amor maravilloso que ya no se espera; como el billete de 50 euros que aparece en el bolsillo cuando cuelgas el abrigo. El último regalo y el último homenaje. La última risa, y la última cara de tonto. Una fiesta cinéfila de pre-Nochevieja, a falta de cotillón y de vestidos escotados. Y de una cogorza memorable.

“No mires arriba” llegó en realidad el último día, porque eran las once de la noche del día 30 cuando la puse, y las 2 de la mañana del día 31 -interrupciones varias, pero insoslayables- cuando la terminé, desvelado perdido. La película de Adam McKay trata sobre el coronavirus, pero como McKay es un tipo muy inteligente que no quiere ser obvio, ni solaparse con la realidad, ha decidido que la desgracia que acojone a la humanidad sea la llegada de un cometa, uno de esos como montañas que arrasan los planetas y exterminan las especies. Un Galactus mineral. También podría haber sido un cataclismo climático, o una amenaza nuclear, ahora ya menos de moda. Da lo mismo. Lo que McKay buscaba era desnudar a los estúpidos, señalar a los medios, denunciar a los lobbies. Llamar al capitalismo fascista por su nombre: capitalismo fascista. Recordarnos -otra vez, sí- que nos dirigen cuatro psicópatas sonrientes y cuatro sociópatas enfermos. Y que la gente les vota con una sonrisa y con una mano en el corazón. La presidenta ficticia de los Estados Unidos es tal cual Isabel Díaz Ayuso teñida de Cayetana.

McKay tira a dar, a matar, a cercenar incluso. Trata a la gente como lo que es: básicamente poco formada, acientífica, acrítica, manipulable. Cuando el cometa Dibiasky ya es una pedrusco insoslayable sobre las cabezas, un 30% de votantes se declara “negacionista del cometa”, y otro 30% opina que de su caída vamos a salir todos mejores. ¿Les suena?

“No mires arriba” es hiriente, afilada, ocurrente, cachonda, despiadada. Profundamente guerrillera. Es una gozada. No escuchen a sus críticos de cabecera. Ellos ya adelantaron la borrachera de Fin de Año.


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La gran estafa americana

🌟🌟🌟🌟

Tengo un amigo con el que coincido en todo lo importante y en casi todo lo accesorio. Quizá por eso es mi amigo, claro. Pero hay un tema en el que no coincidimos jamás, y que a veces abre brechas que amenazan con la ruptura. Visto desde fuera, que al le gusten las mujeres así y a mí me gusten las mujeres asá puede parecer un asunto baladí, una tontería para discutir alrededor de unas cervezas. Pero los dos sabemos que hay disparidades que no se pueden tolerar, porque está en juego el honor de nuestras amadas, su reputación de mujeres sin par, y a veces, enardecidos, y hasta coléricos, heridos en nuestro orgullo, es como si combatiéramos montados a caballo, lanzas en ristre, sin levantar el culo de la terracita donde se está tan ricamente a la sombra.



    Es por eso que cuando mi amigo y yo encontramos una mujer que es Dulcinea compartida, lejos de disputarnos su amor en exclusiva, sonreímos satisfechos, porque ahí comprendemos que la amistad se remacha, y se fortalece, dos hombres anudados al mismo deseo, y casi dan ganas de pedir otra cerveza automáticamente para celebrarlo, aunque la primera todavía esté casi sin probar. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy no es del Toboso, sino de Vicenza, en Italia, porque su padre estaba destinado en la base militar, y ya hubiera sido el colmo que el señor Adams hubiese trabajado en una base americana no situada en Morón, sino en El Toboso, en los adentros de La Mancha, para que Amy, nuestra Amy, ya fuera un deseo inmortal y literario
.

     Hoy he vuelto a ver La gran estafa americana sólo por ella. La peli no está mal, y Amy es una actriz de la hostia, capaz de hacer de ángel o de demonio sólo con frotarse mágicamente la nariz respingona. Pero sobre todo -tengo que confesarlo- he vuelto a ver la película porque su belleza pelirroja me hiela la sangre, y el entendimiento, y siempre recuerdo aquello que decía Fernando Trueba en su Diccionario de cine, que uno iba al cine a enamorarse, y que lo demás -la cinefilia, y la cultura, y todo eso- era secundario.



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Madre!

🌟

Alrededor de una cagada depositada sobre la acera se reúnen varias personas haciendo corrillo. Mientras unas sonríen divertidas y otras gruñen escandalizadas, las hay que aprovechan para sacar punta a su espíritu científico, deductivo, sherlockholmesiano. Analizando la textura, el fraccionamiento, el olor inconfundible, son varios los que aseguran que el mojón es una cagada de perro. La plasta es de tamaño medio, de marrón indefinible, de textura a medio cocer. Los que tienen perro opinan con más didactismo; los que no, tiran de su larga experiencia en la ciudad sorteando cagadas parecidas. Aunque a decir verdad, boñigas tan sugestivas se han visto pocas en los últimos tiempos. La deposición es amorfa y original. Como un manchurrón abstracto que disparara la imaginación interpretativa. Suscita el debate abierto y el intercambio de ideas. Es como una provocación del ayuntamiento, como una ocurrencia genial del intestino. Casi una obra de arte urbano, radical, transgresora, quién sabe si la gamberrada inaugural de un nuevo Banksy que trabajara otros materiales y otras ideas.


    Al otro lado del mojón, sin embargo, para contradecir las versiones de los animalistas, y los desvaríos de los pedantes, varios transeúntes sostienen que los excrementos tienen un origen humano inconfundible, y que allí -porque este barrio es zona de copas por la noche- ha defecado algún gracioso con el esfínter aflojado por el alcohol. Hay quien cree adivinar, incluso, entre los intersticios de la mierda, restos de comida inequívocamente humana, lentejas, o pellejos de garbanzo, o hasta pepitas de sandía, y disertan sobre la última cena del caganet como quien practicara una autopsia en la morgue, o desvelase los secretos alimenticios de la última momia hallada en Egipto. Los animalistas gruñen poco satisfechos con la explicación, y hablan del carácter omnívoro de los perros, y de su costumbre de hociquear entre los restos de basura. Los seguidores de la vía artística insisten en la aparición de un nuevo genio en la ciudad, y en este batiburrillo de discrepancias se van agotando los minutos y los argumentos hasta que finalmente llega el barrendero municipal, recoge la mierda con sus utensilios, y la introduce sin decir una palabra en el cubo de la basura. La mierda, y el debate, terminan de repente. 

    Madre! es una cagada. 


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