Mostrando entradas con la etiqueta Jean-Pierre Jeunet. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jean-Pierre Jeunet. Mostrar todas las entradas

Amélie

 🌟🌟🌟🌟🌟


Este verano fui a París, entre otras cosas, a seguir el rastro de Amélie Poulain. Visitar su barrio era para mí tan importante como visitar la Torre Eiffel o el Museo del Louvre. Quizá más. Para ver la torre me empujó la obligación, y para ver el museo, la curiosidad. Y para ver París en general, el deber de conocer. Todo fue celebrado como se merecía, haciendo honor a su fama y a la admiración de otros viajeros. Pero para visitar Montmartre -el barrio donde Amélie impartía el bien sobre los justos y el mal sobre los canallas- me llevó en volandas la devoción del cinéfilo, que es el combustible más poderoso y ecológico que me mueve.

Subí a Montmartre caminando desde el hotel, por los bulevares y por las plazas, y al llegar a la altura de la Gare de l’Est, la estación donde Amélie y ese tontaina con suerte jugaban con el fotomatón, sentí que el corazón, como en los relatos cursis, aceleraba sus latidos. Al cruzar un paso de cebra se corrió un velo muy fino y me descubrí  en el Montmartre real después de tanto contemplar el Montmartre hecho de 625 líneas de definición, o de millones de píxeles modernísimos. 

Ante un monumento histórico o un cuadro excepcional puedo experimentar sorpresa y entusiasmo; la emoción cateta del hombre poco viajado que descubre las cosas que siempre vio en los libros o en las pantallas. Pero ante el Café des Deux Moulins quedé completamente desarmado, con cara de idiota enamorado. Un minuto antes, porque está muy cerca, yo contemplaba la famosa estampa del  “Moulin Rouge” sin que ningún pajarillo aleteara en mi estómago. 

– Anda, mira, el “Moulin Rouge”... – me dije, y saqué las fotos a toda prisa porque ya me urgía recorrer los últimos metros que me separaban del café. Allí, ya digo, me paralicé. Hice varias fotos desde la otra acera y ya repuesto crucé la calle para asomar la cabeza por dentro, muerto de curiosidad. Detrás de la barra, una foto de  mi Amélie ilustra  a los despistados. 

Al final no entré porque la clavada que se anunciaba en la carta también era de las que atraviesan el corazón. Como los amores imposibles, y la ensoñación de los fantasmas. 





Leer más...

Largo domingo de noviazgo

🌟🌟🌟

Cuando la opinión general sobre una película es que la fotografía es muy bonita, y que la banda sonora es una delicia, está claro que hay algo que no va bien. Y Largo domingo de noviazgo, a mi pesar, es una película de ésas: tan fascinante como fallida; tan conmovedora como decepcionante. 

    Dos años después de haber rodado Amelie, Jean-Pierre Jeunet adaptó esta novela de amor y guerra ambientada en los tiempos de la I Guerra Mundial. El soldado Manech muere -o tal vez no- en las trincheras del frente occidental, y Mathilde, su desconsolada novia, con la jugaba a perseguirse en lo alto del faro o del campanario, emprende una investigación para dar con sus huesos vivos o muertos. Mathilde se niega a aceptar con el corazón lo que muchos aseguran haber visto con sus ojos: que a Manech lo hirió de muerte un avión alemán mientras vagaba por la tierra de nadie, y que yace enterrado en ese cementerio interminable donde comparten eternidad los soldados franceses.


    Largo domingo de noviazgo nació para ser una película imborrable, llena de ocurrencias, de planos tan estudiados que parecen cuadros primorosos. Pero está mal escrita, mal contada, como si de tanto cuidar las formas se hubieran olvidado de aclarar el contenido. O quizá soy yo, definitivamente, que ya no estoy para estos trotes. Sea como sea, he vuelto a perderme -y ya van tres visionados que yo recuerde- en este embrollo de soldados fortachones y bigotudos que se llaman todos igual: Benoit, o Bastoche, o Bastogne, o Baptiste. Es como una tomadura de pelo. Como una película de chinos franceses indistinguibles unos de otros. Unos mueren, otros resucitan, otros remueren; algunos se cambian el nombre, otros se afeitan el mostacho, otros se intercambian las vestimentas o las botas de combate. O las chapas de identificación, incluso, en el colmo de los colmos. 

    Lo mejor es dejarse llevar y no pensar demasiado en la trama detectivesca. Pasear por la película como quien avanza por los pasillos de un museo, sin comprender del todo algunos cuadros, algunas esculturas, pero admirado igualmente por su belleza.





Leer más...