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El secreto de vivir

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En la última escena de Las sandalias del pescador, Anthony Quinn anunciaba desde el balcón engalanado del Vaticano que la Iglesia empeñaría todos sus bienes para ayudar a los millones de chinos que sufrían una hambruna sin igual, e impedir, así, una escalada de tensión internacional que desembocara en la III Guerra Mundial. La película acababa con el papa sollozando, las masas vitoreando su iniciativa, y los líderes comunistas del mundo -que seguían el anuncio por televisión- esbozando una sonrisa de gratitud como si en verdad acabaran de conocer a Jesucristo que regresaba a la Tierra tras su triunfal gira interestelar.

    No tengo constancia de que Morris West escribiera unas nuevas andanzas de tan hidalgo pontífice, así que nos quedamos sin una novela -y sin una película- que por fuerza tenía que ser altamente interesante: ¿cómo se las arreglarían los cardenales, la CIA y el Fondo Monetario Internacional para cargarse a este fulano? ¿Utilizarían a la consabida monjita que sirve el café envenenado con una sonrisa? ¿Contratarían a un asesino para que se lo cargara de un disparo certero desde la azotea? ¿O simplemente lanzarían una campaña de difamación que lo tildara machaconamente de comunista, de bolivariano, de filo-terrorista etarra, para que su mandato divino fuera terrenalmente revocado?


    En El secreto de vivir, Gary Cooper es un pueblerino lejanamente emparentado con un ricachón de Nueva York que acaba de morir. La suma que heredará será de veinte millones de dólares, que si ahora es dinero, lo era mucho más en el año 1936, y en plena Gran Depresión además. Cooper es un simplón que vivía tan feliz tocando la tuba y regando hortensias. Haciendo el bien entre los demás. Pero ahora la lluvia de millones lo atosiga, lo llena de responsabilidades, y varias veces en la película siente la tentación de renunciar a su fortuna y regresar a la aldeana frugalidad. Pero en su corazón ha brotado el amor -y el amor por Jean Arthur, además, nos ha jodido- así que permanecerá en Nueva York y aprovechará sus muchos caudales para cortejar a tan bella y seductora damisela.




    Alejado de su aldea, Cooper conocerá la realidad hambrienta, desesperada, de gran parte del proletariado americano, y en un arranque papal de generosidad decidirá gastar su fortuna en comprar tierras, dividirlas en parcelas y entregárselas a los trabajadores más necesitados. Su anuncio, como el del papa en la otra película, provocará un estallido de júbilo entre las masas, pero las fuerzas vivas del capital rápidamente maniobrarán para amordazarlo. 

    Como esto, después de todo, es una película de Frank Capra, y los malos siempre son un poco de opereta y un poco merluzos, en vez de cargárselo con un atropello, o con el disparo de un gángster, decidirán, simplemente, denunciar ante los tribunales que Cooper está loco, loco de remate, por ser tan desprendido y tan poco responsable con el dinero. Una estratagema bastante tontaina que sin embargo pondrá al millonario contra las cuerdas, y nos regalará ese juicio del final que no tiene ni pies ni cabeza, inverosímil, infantil, pero que sin embargo logra arrancarnos la sonrisa tonta, la lágrima bonachona.




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Caballero sin espada

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Desde Cicerón de Roma a Rita de Valencia, la institución del Senado lleva siglos cumpliendo fielmente su función: defender los intereses de las clases acaudaladas. Durante casi dos milenios, los senadores no tuvieron que disimular su cometido: ellos representaban a otros señores -banqueros y mercaderes, inversores y fabricantes- que no tenían tiempo ni ganas de comparecer ante los medios. 

Pero luego, hará poco más de un siglo, llegó la revolución de los obreros que pronosticara Carlos Marx, y las gentes empezaron a mirar mal a quienes chanchullaban en los grandes edificios con frontispicios y columnas. Las leyes que beneficiaban a unos pocos y perjudicaban a unos muchos ya no podían aprobarse sin que estallara la protesta o la revolución. Para no ceder los privilegios, los padres de la patria probaron con el fascismo, con las dictaduras, con las guerras patrióticas, pero desbordados por las consecuencias tuvieron que inventarse la democracia de la urna, con la que siguen haciendo lo que les viene en gana, pero ahora con una obra teatral de por medio. Es el gran avance de nuestro sistema: ver a estos señores haciendo el ridículo cada cuatro años, haciendo gracietas y malabarismos, cucamonas y juegos verbales. Luego tienen cuatro años para desquitarse...

     En Caballero sin espada, gracias a los recovecos de la Constitución, y al guión bastante tramposo de los muchachos de Frank Capra, un tontalán con el rostro de James Stewart es elegido senador interino en Washington, en los tiempos de la Gran Depresión. Convencido de la bondad inherente del sistema, de la honestidad laboriosa de sus compañeros, el senador Jimmy se pegará una hostia de campeonato cuando descubra que allí todo el mundo obedece a tipos oscuros que permanecen en la sombra, inalcanzables para el electorado. Cualquier otro hubiera gritado un "¡Váyanse a la mierda!" tan rotundo y sincero como aquél que grito nuestro gran Labordeta cuando se reían de él los engominados con la corbata azul, y hubiera vuelto a su tierra natal para denunciar el estado de la Unión y continuar con sus labores. Pero el afortunado Jimmy, cuando está a punto de arrojar la toalla y gritar un fuck you! inconcebible para la época, descubre el amor en la bellísima y rubísima Jean Arthur, y aupado ya más por el deseo sexual que por el ardor democrático, reta al mismísimo Senado de los Estados Unidos para enmendar doscientos años de trampeos, en lo particular, y otros dos mil, en lo universal. 

    La ciencia-ficción, como se ve, no es asunto exclusivo de naves espaciales y científicos locos. Frank Capra, con sus buenas intenciones subvencionadas por el New Deal, rayó a la altura de los grandes maestros del género.  




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Vive como quieras

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En Estados Unidos hubo un tiempo en que a los ricachones se les miraba mal en las películas. Incluso en aquellas que recibían premios y contaban con el beneplácito de los espectadores, y de los gobernantes. Películas donde el tipo malo era un banquero con puro, o un industrial con chistera, y la platea proletaria se ponía en pie para abuchear sus intervenciones. Fue mucho antes, por supuesto, de que Gordon Gekko declarara en Wall Street que la avaricia era buena, y que el cine americano empezara su cruzada contra los pobres y los vagos, los rojos y los insatisfechos.

    Ese tiempo feliz en el que un personaje adinerado era tomado al instante por un villano fue la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, al que nosotros, en clase de historia, con un respeto reverencial por el único socialdemócrata que gobernó aquellos destinos, llamábamos señor Delculo. Roosevelt sabía -como los nazis o los soviéticos de la época- que el cine era un arma de convicción masiva, y que deslizando su mensaje gubernamental en las películas se ahorraba un pico en discursos, y un presupuesto en viajes de propaganda. Delculo no tuvo mejor colaborador en sus afanes que Frank Capra, el director que encontró en el New Deal un telón de fondo económico y moral donde proyectar sus comedias de vodevil, y sus dramones de esperanza. Capra, que rodó sus grandes películas en la resaca de la Gran Depresión, se metía con los ricos por insolidarios y avariciosos, pero por si acaso, por si no terminaba de convencerlos, animaba a los pobres a ser felices a pesar de las apreturas, alejándolos de las tentaciones del dinero y del bienestar.

    En Vive como quieras, el malo de la película es el orondo señor Kirby, un industrial del armamento que ha olido los vientos de guerra en Europa y prepara un monopolio balístico que lo hará millonario hasta quedar enterrado en oro, como el tío Gilito. Sin embargo, por esas cosas de los guiones, todo su emporio vive pendiente de que una familia de trastornados le venda la casa donde viven: un chamizo con sótano donde los Sycamore, sustentados al parecer por los ángeles, o por una tía rica de Missouri, se pasan el día entero haciendo el indio. No trabajan en nada productivo, no pagan impuestos, invitan a comer a todo el que pasa por allí... Son unos anarquistas bonachones e irresponsables que tienen la inmensa fortuna, o la tremenda desgracia, de tener una moza guapísima en edad casadera, Jean Arthur, que será pretendida por el mismísimo hijo del señor Kirby, heredero in pectore del fortunón por venir. 

Y así, con el amor imposible pero férreo entre dos alejados sociales, casi dos extraterrestres en la misma ciudad, comienzan las risas y las reflexiones, los encontronazos y las puyas. Vive como quieras, tan alocada y tan anacrónica, sigue estando, de un modo difícil de explicar, tan fresca y cachonda como el primer día. Y esa es, que yo sepa, la definición reglamentaria de un clásico. 


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