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Cowboys de ciudad

🌟🌟🌟


Hay una canción de Javier Krahe que se titula “La Yeti”. Va de un hombre que huye de Mari Pepa, su exnovia, por razones que no se explican en los versos, y “que puesto a poner tierra de por medio, y ya puestos a poner, se enroló en un grupo de alpinistas que iban para el Everest”.

Es justo lo mismo que le pasa a Billy Cristal en “Cowboys de ciudad”, que necesita poner tierra de por medio con Mary Joseph, su mujer. No es que se lleven mal, pero algo no funciona en el matrimonio. Básicamente que Billy acaba de cumplir los cuarenta años y no soporta la rebelión silenciosa de sus vellosidades. Se le caen los pelos de la cabeza, pero le nacen otros nuevos en las orejas, y le salen algunos como escarpias por la espalda. Welcome, Billy...

Y entre eso,  y que el trabajo le aburre, y que los hijos ya pasan de él como de una figura decorativa, la cosa es que la cosa ya no se levanta y eso va abriendo una zanja en el lecho conyugal. Los americanos, para eso, son muy sanotes y muy remirados. Un día sin sexo vale, dos pasa, tres qué le vamos a hacer... Pero no hay matrimonio feliz que resista mucho tiempo tal inactividad.

Así que Billy, para poner fin a la crisis, decide tirar por las bravas del Río Bravo. Para qué dejarse un pastizal -se pregunta- en psiquiatras de Nueva York pudiendo viajar a la esencia del macho americano, del hombre Marlboro, en algún rancho perdido de Nuevo México. Para qué el diván y las asociaciones libres, de resultados siempre tan escurridizos, teniendo a mano el látigo y la cuerda, y un rebaño de cornamentas que bajar del monte a los pastos. Por qué rebajarse a la categoría de Woody Allen pudiendo ser John Wayne en el oeste americano. No puede haber mayor chute de testosterona.

“Cuando todo da lo mismo, por qué no hacer alpinismo”, remataba el personaje de Javier Krahe. O meterse a cowboy. Es igual. En los tiempos del desamor todo vale para el olvido.





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Weekend

🌟🌟🌟🌟

Hay amores de fin de mi vida y de fin de semana, como cantaba Javier Krahe. Y a veces, es curioso, los del fin de semana dejan una huella más profunda que los primeros. El amor no se mide en meses o en años, sino en centímetros cúbicos, que es el escombro que queda cuando se apaga. A veces el rescoldo de los amores eternos cabe en un simple recogedor de andar por casa, mientras que el amor fugaz puede dejar un volcán majestuoso tras su erupción. Donde antes sólo existía la placidez de las aguas y el aburrimiento de los peces nadando, de pronto, del fondo del mar, surge una isla que se queda para siempre en la geografía, y en la biografía.

    Hay amores, como éste que se cuenta en Weekend, que son imborrables aunque uno de los amantes tenga que partir al cabo de dos días. Como en el cuento de Cenicienta, pero sin zapatitos de cristal que concedan una segunda oportunidad. La putada, para Russell y para Glen, es que ellos lo sabían de antemano, y habían decidido, con buen tino, citarse solo para echar unos polvos y sobrellevar otro fin de semana aburrido en la lluviosa Nottingham. Pero tras el primer polvo surge la primera conversación, la primera intimidad, y quizá es en la tercera sonrisa, o en la cuarta complicidad, cuando comprenden que la han cagado de verdad, porque se han enamorado, y su amor nace con una esperanza de vida ridícula.

    Lo juicioso hubiera sido saltar de la cama en ese momento exacto de lucidez, vestirse a toda hostia y despedirse casi a la francesa. Cerrar los ojos y hacer todo lo posible por olvidar el rostro y el cuerpo. Abrir las ventanas de par en par para disipar los olores entremezclados. Que nada se fije en la memoria, que nada perdure. Pero Russell y Glen han nacido con la maldición de los hombres románticos, y en lugar de olvidarse el uno del otro, deciden conocerse mejor. Alargar la conversación, confesar nuevas intimidades, sondear más profundamente los recovecos de la anatomía. Deciden equivocarse.





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Hablar

🌟🌟🌟

España, en agosto, como dice el personaje de Juan Diego Botto en Hablar, echa el cierre. Se paralizan los negocios, las administraciones públicas, y también, durante el día, las bocas parlantes, porque a esas horas hasta las lenguas permanecen quietas, a la sombra del paladar, no sea que el esfuerzo provoque ríos de sudor. Qué va a decir uno, además, cuando el calor sofríe las seseras, y sólo se pueden musitar jaculatorias para que llegue la noche, y ese cabrón amarillo se esconda en el horizonte para decepción de los guiris, y alegría de nosotros, los norteños de Invernalia.

    Hablar, la película de Joaquín Oristrell, está construida en un sólo plano secuencia que persigue a varios personajes en la noche agosteña de Madrid. En el marco incomparable de la plaza de Lavapiés las gentes se buscan, y se rehúyen, y todas buscan una terraza fresquita para tomarse una caña. En tales afanes hablan por doquier, por los codos, y se dicen todo lo que no hablaron durante el día, con la lengua ya cabalgando a rienda suelta. Oristrell ha querido construir un mosaico social, un zoológico hispano, y las historias entrecruzadas aprovechan la circunstancia para criticar el estado actual de las cosas, y llamar a la concienciación, y a la rebeldía de los votantes. 

    Pero esto es agosto, no lo olvidemos, y en agosto las gentes, aunque protesten, están en realidad a otra cosa, porque la cerveza es barata, y las tapas generosas, y las mujeres van muy guapas con sus vestidos livianos. Los extranjeros se deshacen en elogios por nuestro país, que viva el sol y la sangría, y a los españolitos, entre que se dejan seducir por los piropos. y que tienen el cerebro recocido por el sol, la vida ya no les parece tan injusta, ni tan arrastrada. Por eso, en Hablar, también hay historias de amor, y de desamor, y hasta un bailaor que le dedica una seguidilla, o una soleá -que no tengo ni idea- al cobro de un cheque bancario. Porque no todo va a ser follar, como cantaba el maestro Krahe, pero tampoco va a ser todo protestar, que también hay que vivir, y que ver una película de vez en cuando. 


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Human Nature

🌟🌟🌟🌟

Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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Finales de agosto, principios de septiembre

🌟🌟

De vez en cuando uno se topa con películas que intuye aburridas de antemano, pero que vienen envueltas en un título de resonancias muy personales, y ya no puede refrenar el impulso de asomarse. Finales de agosto, principios de septiembre, era, más que un título, una señal. Justo cuando uno transitaba las mismas fechas del calendario, aparece esta película de Olivier Assayas en las pesquisas por internet, como si los dioses juguetones, o los duendes traviesos, la hubieran dejado ahí para tentarme, y hacer experimentos conmigo.

        Los finales de agosto y los principios de septiembre son los tiempos de iniciar el curso, de volver al fútbol, de colocar la primera manta en la cama. De reencontrarse con las personas que uno aprecia y también con las que uno odia. Tiempos de cambio, de reacomodo, a veces también de crisis, si la cosa viene muy jodida. Yo quería ver, en la película, gentes atrapadas en ese mismo enredo postvacacional, a ver cómo se las apañaban, y extraer, si fuera posible, alguna enseñanza del aprendizaje. El vicario, claro. Personajes que también fueran maestros, como uno mismo, que regresaran a su trabajo con el mismo aire compungido y quejica. Pero no iban por ahí, los tiros. Los protagonistas de Finales de agosto, principios de septiembre son dos urbanitas franceses que se pasan la película entera follando y desfollando, lo mismo en agosto que en septiembre, en enero que en febrero. Dos treintañeros irresolutos que cuando se cansan de una mujer la cambian por otra todavía más guapa, o más joven, o más chic. Nada que ver con la vida de uno, ay, ni en lo geográfico ni en lo sexual. 


    Entre polvo y polvo, nuestros amigos han de vender pisos, alquilar apartamentos, tomar café en las terrazas. Enfrentarse a los primeros achaques del cuerpo. La vida misma, vamos, solo que hablada en francés, y muy aburrida y desesperante, como me temía en un principio. No sé a cuento de qué venía lo de agosto y septiembre. Si la hubieran llamado Finales de marzo, principios de abril, habría sido exactamente la misma película, y yo, desinteresado por el título, me hubiese ahorrado el tiempo invertido.




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El sentido de la vida

🌟🌟🌟🌟🌟

Qué mejor día que el cumpleaños de uno mismo para buscarle un sentido a la vida. Cuando no es 16 de marzo, uno se entretiene con las películas, con el fútbol, con las mujeres amadas en secreto, y esas tonterías metafísicas apenas son el chispazo neuronal que se produce justo antes de dormir, cuando los enchufes se desconectan. Pero llega este día maldito y uno, aunque no quiera, aunque trate de evadirse en las naderías de lo cotidiano, se ve asaltado por la inquietud del futuro, por la nostalgia del pasado. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Gilipolleces de primero de filosofía que flotan por encima de la cabeza, y que yo trato de apartar a manotazos como si fueran moscas de la mierda, o angelitos con  del Señor.

            La película del día tenía que ser, obligatoriamente, El sentido de la vida, porque los Monty Python hablan en ella de cualquier cosa menos del sentido de la vida. Ellos sabían -porque habían leído mucho, y eran tipos muy inteligentes- que la vida no tiene sentido. Que sólo es un accidente biológico, un capricho de la química. Una espiral de ADN que para copiarse a sí misma ha construido nuestros cuerpos y nuestras mentes, meros vehículos de custodia y transmisión. Ya lo cantaba Javier Krahe en El cromosoma:

Lo más confío en que seré algo eterno
gracias al cromosoma.


            Los Monty Python sabían que nuestra única misión es transmitir los genes. O hacer que los transmitimos, en el gozo de los cuerpos. Lo demás es literatura, religión, perifollo... Ganas de no entender. Los Monty dedican noventa minutos de su película -o lo que sea- a reírse de lo humano y lo divino, con números antológicos que en otros blogs están descritos con más gracia. Búsquenlos... Yo sólo quería contar que hoy era muy cumpleaños, y que sigo sin verme el sentido. Ni el sinsentido. Nada.

            "Llegamos al final de la película. Ahora, el sentido de la vida. Nada del otro mundo: ser amable con la gente, no comer grasas, leer un buen libro de vez en cuando, pasear, intentar convivir en paz y armonía con gente de todos los credos y naciones. Para terminar, hemos incluido imágenes de penes para molestar a los censores. En fin, ya está. Pasemos a la música final."  





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Esta no es la vida privada de Javier Krahe

🌟🌟🌟🌟

Todos tuvimos un disco predilecto que en la adolescencia escuchamos cientos de veces hasta dejarlo rayado. En mi caso no fue un disco -que nunca hubo tocadiscos en casa- sino una cinta de casete, el doble álbum de Joaquín Sabina y Viceversa. Con sus ritmos rockeros, Sabina cantaba cosas muy ciertas sobre el amor y sobre la vida, o cosas que yo, al menos, con mis catorce años provincianos y merluzos, pensaban que eran muy ciertas. Y que luego lo fueron, ciertamente.

            Sin embargo, la canción que más me gustaba del disco, la primera que aprendí de cabo a rabo para recitarla, no la cantaba Sabina, sino un amigo suyo al que presentaba muy efusivamente sobre el escenario. Un tipo de apellido extraño, Krahe, jamás oído por estos lares, con esa hache intercalada que parecía como de apellido centroeuropeo, o judío, o  tal vez las dos cosas a la vez. La canción se titulaba, y se sigue titulando, para nuestro alborozo melancólico, Cuervo Ingenuo, y en ella Javier Krahe, acompañado de su cazú y de la guitarra de Sabina, ajustaba cuentas con Felipe González por habernos engañado con el asunto de la OTAN.

Hombre blanco hablar con lengua de serpiente,
hombre blanco hablar con lengua de serpiente,
Cuervo Ingenuo no fumar,
la pipa de la paz con tú,
por Manitú, por Manitú




            Corría el año 1986, y Felipe González ya se había quitado la máscara de defensor de la clase obrera. Los que íbamos para rebeldes celebrábamos la canción de Javier Krahe casi como un himno de nuestro auténtico izquierdismo, de nuestro auténtico compromiso.

Tú, mucho partido, pero,
¿es socialista, es obrero?
¿O es español solamente?
Pues tampoco cien por cien,
si americano, también.
Gringo ser muy absorbente.
Hombre blanco hablar con lengua de serpiente...

            Por culpa de esta canción, Javier Krahe vivió un calvario personal y profesional. Los sociatas dieron orden de que no se le contratara en ningún municipio, en ninguna fiesta del pueblo, en ningún concierto de la Casa de Cultura, y Javier, con su banda escueta de músicos muy fieles, tuvo que refugiarse en los garitos clandestinos, en los cafés nocturnos, en las catacumbas de la música de cantautor. Pero sobrevivió, y se hizo un nombre, y siguió publicando discos que yo compraba en mis escapadas a Madrid, porque en León, en el extrarradio provinciano, los cantautores con haches intercaladas no tenían sitio en los expositores.


            Lo vi en directo hace un par de meses, en Ponferrada, en un concierto para cien o ciento cincuenta incondicionales de la Invernalia del Noroeste. Krahe ya va para mayor, y a veces confunde las letras, y se mueve con torpeza sobre el escenario. Pero sigue siendo un descojone, y un goce para el alma, y un  privilegio para el espectador, estar allí celebrando la eucaristía de las birras y los whiskies, mientras el predica su santa palabra, su veterana sabiduría. Javier Krahe canta para disimular que en realidad es un poeta, el más eminente de la generación del 44, que nunca se estudió en los libros de texto porque los enterados confunden a los poetas con los pedantes y los plastas.

La primera vez que lo vi fue en León, en el año 90, en la discoteca Tropicana, "la Tropi", donde también iban a divertirse los Quijano en su juventud . Yo formaba parte de una pandilla universitaria recién creada, con algunas chicas de muy buen ver que yo deseaba en la intimidad del pensamiento. Pero nada más, porque eran incalcanzables, y ya estaban adjudicadas de nacimiento... Además, yo esa noche sólo tenía ojos para Javier, y oídos para Krahe, aunque el sonido de la sala fuera espantoso, y sus letras nos llegaran distorsionadas, ininteligibles, de tal modo que sólo los discípulos más avezados éramos capaces de corearlas. Así me pasé la velada, canturreando, sonriendo, ajeno a mis compañeras universitarias, hasta que un momento dado me descubrí completamente sólo, abandonado a mi suerte de las canciones. Los demás estaban en las butacas de la zona en penumbra, ya emparejados y enredados en los arrumacos, ajenos por completo al hombre de la barba blanca y los ojos azules. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi pandilla, ex-pandilla ya, era un grupo impar, y de que allì sobraba un hombre en la cacería sexual. El menos atractivo, el más despistado, el que estaba a otras cosas menos trascendentes de la vida. Volví la vista hacia el escenario, fijé mi mirada en la de Javier Krahe y le dije por lo bajini: "A partir de ahora vas a tener que alegrarme muchos días, que consolarme muchas noches..." Y ha cumplido, con creces, el maestro.


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Las ventajas de ser un marginado

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Tendría que haber desconfiado de una película que lleva por título Las ventajas de ser un marginado. Porque ser un marginado, obviamente, no acarrea ninguna ventaja. Lo que pasa es que me habían hablado muy bien de esta película, y me enredaron, y me dejé llevar... Otro retrato generacional de los que fuimos adolescentes en los años ochenta y grabábamos canciones en casetes que eran testimonios musicales de nuestra personalidad. Todos los chavales juntábamos churras con merinas en las cintas TDK y luego nos intercambiábamos los experimentos para que los amigos, o las chavalas, pudieran atisbar el fondo de nuestras almas, que en el trato personal siempre quedaban ocultas tras el acné y la timidez. A mí, indeciso en lo musical como en todo lo demás -salvo en mi amor por las mujeres pelirrojas y por el Real Madrid de Butragueño-, me salían unas cintas que en realidad no me definían, porque yo allí ponía de todo, desde rock duro hasta reggae, desde Mecano hasta Bruce Springsteen, y los conocidos, cuando descubrían el cacao musical que se agitaba en mi cabeza, no lograban ubicarme en ningún grupo, ni en ninguna tribu, y no me marginaban, pero se partían de la risa a mi costa. 


          Los deslenguados me vendieron muy bien la película del marginado, con el rollo ése de que el protagonista es un chaval de dieciséis años que quiere ser escritor y busca novia desesperadamente en el instituto. Y quién de entre nosotros, ay, no quería ser escritor a esa edad, y no buscaba desesperado su primer beso, con la cara de tontaina y el trauma en la cabeza. El problema de Las ventajas de ser un marginado es que este chico, aunque vaya de sufridor por la vida, acaba calzándose a dos chavalas de mucho tronío, y eso no tiene cabida en una película que supuestamente hablaba de la soledad y la congoja. Uno buscaba la identificación con el protagonista y recibió la bofetada del macho triunfante. Al final resultó ser un título irónico, lo del marginado, pues el gachó pasa de ser oruga a mariposa y sobrevuela como un fucker orgulloso los guateques del viernes por la noche. A él si que le funcionó lo de ir de mosquita muerta, con la mirada caída, y la espalda encorvada.... Marginación fue lo nuestro, no te jode, en el instituto de los curas, que nos pasábamos la vida estudiando y escribiendo poesías de mala calidad, soñando con chavalas que siempre vivieron por encima de nuestras posibilidades.



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Tres monos

 🌟🌟

Los cinéfilos interesados en Nuri Bilge Ceylan ya cuentan con otros blogs mejor escritos, mejor diseñados, donde el encargado escribe con mucha enjundia sobre el cine del mar Negro y le saca zumo a cada plano y a cada giro de la cámara. En esas páginas los blogueros hablan de cine muy seriamente, porque allí se congregan los cineastas de verdad, y los estudiosos del séptimo arte,  y yo aquí, aunque a veces lo parezca, no hablo de cine, sino de la vida misma, y de mí mismo mientras veo las películas. Y a quién le iban a interesar estas introspecciones en mi ombligo, de donde sólo saco pelusillas, y alguna migaja que se coló del bocadillo.
  
            Si estas páginas fueran realmente lo que prometen -un club virtual para que se congreguen  los cinéfilos de pro, muertos o vivos- uno tendría que hablar de Tres monos como lo haría un crítico renombrado en un festival de cine europeo, alabando la fotografía, desmenuzando los ritmos, estableciendo relaciones con el contexto socio-económico de la Turquía actual. Y a uno, sinceramente, estas cosas no le salen. De Tres monos me interesa la desventura de sus personajes, y por eso se la recomiendo aquí las amistades,  porque esta familia de proletarios jodida la vida es un tema de rabiosa actualidad, aquí y en Turquía. Una historia muy socialista en el fondo. Y aunque pego varias cabezadas en el sofá, y veo la película dividida en tres actos, porque Bilge Ceylan se pone muy plasta con los planos sostenidos y las composiciones pictóricas, llego hasta el final intrigado por el destino que les aguarda a estos turcos atrapados en su destino. Son turcos como usted y como yo, currantes que viviían al borde del abismo y un mal día tropezaron con algo o con alguien para hacerlos casi caer. Cuecen habas en ambos extremos del Mediterráneo. En Turquía los hombres llevan mostacho, y las mujeres rubias parecen prohibidas por la autoridad. Hay mezquitas en lugar de iglesias, y los equipos de fútbol son más ruidosos y de peor calidad. El resto es todo lo mismo. "En las antípodas todo es idéntico/idéntico a lo autóctono", cantaba Javier Krahe.




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Offside

🌟🌟🌟

El quinto y último asalto en este combate que me enfrenta a Jafar Panahi es el más entretenido de todos. Offside no es su mejor película, pues Panahi, mejor, no tiene ninguna, pero sí es, desde luego,  la única con la que no he bostezado cada poco rato, maldiciendo mi suerte de cinéfilo aventurado.

Offside cuenta las desventuras de un grupo de chicas que, disfrazadas de chicos, pretenden acceder al Azadi Stadium para ver un partido de fútbol entre Irán y Bahrein. Cacheadas y detenidas en las puertas de acceso por los soldados, son conducidas a un redil improvisado en los exteriores, donde se escuchan los gritos de la grada entregada al espectáculo. Allí, en el redil, transcurre la mayor parte de la película, con enjundiosos diálogos entre las detenidas y sus guardianes que vienen a denunciar lo ridículo de la situación, y lo ridículo de la marginación femenina en general. Los soldados confraternizan con ellas, les narran el desarrollo del partido, les ayudan en sus necesidades fisiológicas. Se ve que en el fondo simpatizan con ellas, aunque no tengan el poder de dejarlas marchar. Panahi viene a decirnos, una vez más, que no es la convicción, sino el miedo a los ayatolás, lo que obliga a los hombres a mantener este apartheid vergonzoso.

Lo que no se entiende muy bien es que estas chicas, cuando la selección de Irán alcanza finalmente la victoria, ellas salten como locas de contentas, y entonen encendidos cánticos a la patria. Que es, no lo olvidemos, la misma patria que no les deja acceder a los partidos, y que las encierra entre cuatro vallas como al ganado perdido de algún terrateninete. La misma patria que les niega el derecho a viajar solas en los transportes públicos, que las ningunea y las margina como a portadoras de una enfermedad infecciosa. ¿Qué cariño le pueden tener estas mujeres a su país? ¿Por qué celebran una gesta deportiva que el mismo régimen convertirá en instrumento de propaganda, en justificante indirecto de su legislación medieval? No se entiende muy bien, la verdad. 

O sí, para, porque ahora recuerdo la exaltación patriótica que nos invadió a los españoles cuando ganamos el Mundial del 2010, gritando en las plazas de pueblos y ciudades que este país de ladrones electos, de estúpidos jaleados, de evasores consentidos, de curas hostiles, de periodistas vendidos, de golfos apandadores, era el mejor país del mundo. 

Ya lo cantaba, una vez más, Javier Krahe en Antípodas, letra a la que recurro constantemente porque soy un vago, y también porque ilustra mejor que nadie lo que voy contando sobre este Irán antipódico y próximamente enemigo:

Pero es fantástico, martes y miércoles,
jueves y sábados, lunes y vísperas,
dan espectáculo con el esférico,
y allí, al unísono, arman escándalo
y es como un bálsamo para sus ánimas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.




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