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No me gusta conducir

🌟🌟🌟🌟🌟


No tengo carnet de conducir. Nunca lo necesité para sobrevivir. Siempre me las apañé para tener el trabajo a tiro de piedra o a pedal de bicicleta. Supongo que hice de la necesidad virtud y así me fui conformando. Si por algún revés tuviera que sacarme ahora el carnet -¡vade retro!- aún tendría cinco años más que el personaje de Juan Diego Botto, que ya se presenta en la autoescuela con el arroz pasado y hasta casi socarrado. Lo mío no sería hacer el ridículo, sino lo que venga después en la escala Fahrenheit.

Ahora mismo, por ejemplo, en La Pedanía, tengo el colegio a 400 metros, dos supermercados a otros tantos y la farmacia solo un poquito más allá. Suficiente para ir tirando. Ni los bares necesito, aunque aquí los haya a decenas. Para eso pago religiosamente el Movistar +. Luego, si tengo que bajar a Ciudad Capital para ir a los médicos, o para rellenar las burocracias, tengo un autobús cada quince minutos que me deja allí en otros tantos. Y si no, tiro de la bicicleta, jugándome el pellejo en estas tierras bárbaras tan distintas de Ámsterdam o de Copenhague.  

Cuento todo esto a título informativo, nada más. No para presumir de ecológico o de listillo. Que se lo digan, si no, a mis pobres parejas, que todas llegaron con coche y todas hicieron de chófer para este comodón de la pradera. Sin carnet he ganado calidad de vida por un lado pero la he perdido por el otro. Soy muy consciente de ello. Supongo que son las gasolinas que entran por las que salen. 

Solo quería explicar que desde el primer momento me quedé enganchado a esta serie. Mis padecimientos en la autoescuela serían exactamente los mismos que estos de Juan Diego Botto: sus torpezas, sus cabreos, sus comeduras de tarro... Y sobre todo, ese irritante complejo de inferioridad: cómo podemos ser tan listos para unas cosas y luego tan incapaces de llevar un coche como hacen los garrulos de los pueblos y los analfabetos de la ciudad. Es como si ya no pudieras reírte de ellos o mirarles por encima del hombro. Ante el desafío de un volante se tambalearía mi escala de valores. Casi darían ganas de replanteárselo todo. Sería una prueba demasiado exigente.



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Una pistola en cada mano

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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Rapa

🌟🌟🌟

En la escena inicial de “Rapa”, Javier Cámara pasea por unos acantilados de mucho vértigo envueltos en la niebla. Y entre eso, y que los creadores de la serie eran los mismos de “Hierro”, me dio por pensar, absurdamente, que la serie transcurría en Rapa Nui, en mitad del Océano Pacífico, que es otra isla agreste y solitaria. La idea era un poco absurda, ya lo sé, pero cosas más raras se han visto en la televisión. Después de todo, Rapa Nui pertenece a nuestros hermanos chilenos, y Javier Cámara podría estar allí de expedición científica, o de turista divorciado, tratando de olvidar a Mari Pepa.

Pero cuando la niebla se va y aparece la mujer asesinada, en el primer revuelo de personajes ya descubres que todos hablan con un acento gallego nada propio de la Polinesia. No era finalmente Rapa-Nui, sino El Ferrol sin Caudillo, el lugar del crimen y el epicentro de la movida. Pierdes en exotismo, pero ganas en familiaridad.

“Rapa” es una historia de la España Profunda aunque transcurra al borde del mar. Hay envidias malsanas y rencores vecinales. Mucha mala hostia en los rostros cejijuntos. Y sobre todo, una estructura caciquil que resiste el paso del tiempo igual que los moáis: políticos también imperturbables, con una cara dura que se la pisan, mayormente de derechas o de extrema derecha, que hacen y deshacen por encima de constituciones y de órdenes de Bruselas.

La serie no está ni bien ni mal: está. Le sobra una historia que no voy a desvelar. Es la cuota de mercado. Cámara es un camaleón que se come cualquier mosca que le echen. Lo que me extraña es que Movistar + haya autorizado su producción. Desde que el facherío controla su línea ideológica, no se habían visto unos malotes tan claramente del PP, engominados según el manual. Hasta el logotipo del partido ficticio tiene aires blanquiazules. Es, además, cómo hablan, cómo deciden, como tergiversan... Mafia local de pura cepa. A los censores franquistas se les escapaban estas cosas porque ellos estaban a la teta y al baile agarrado. Pero estos fachas de Movistar ya follan como todo quisque, fuera de la Iglesia. No termino de entender su inacción. Pero se agradece.



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Sentimental

🌟🌟🌟🌟


No tener sexo es malo para la salud. Nueve de cada diez médicos no pertenecientes al Opus Dei aconsejan su práctica cotidiana. Y con mucha piel al descubierto, siempre que sea posible.

A según qué edades, el no-sexo es nefasto para el rendimiento del corazón: el rendimiento cardíaco, y también el amatorio. El sexo es la certificación notarial de que todo va bien en la pareja. Porque es sano, y gozoso, y mantiene la relación a la temperatura indicada en el envase. El sexo alarga la fecha de caducidad. Ratifica los acuerdos. Firma los armisticios con una fiesta. El sexo nos devuelve la inocencia del mono y la simplicidad de la vida. El sexo es un argumento filosófico de primera categoría. Es la prueba del nueve. El algodón que nunca engaña. La constatación de que aún nos queda cuerda para rato, aunque enfilemos el declive.

De cualquier modo, lo peor de no tener sexo es que en el silencio de la noche, si vives en comunidad, oyes follar a los vecinos y eso multiplica por dos el desamparo. Yo una vez conocí una pareja que follaba sin ganas, sin quererse, sólo por no oír joder a los de al lado. “Que no se diga”, decía él. “Que los vecinos no tengan nada que murmurar”, decía ella.

Quizá no haya parejas más tristes, más conscientes de su fracaso, que aquellas que no follan mientras escuchan el jolgorio al otro lado del tabique. O por encima de sus cabezas. Al otro lado de la felicidad. Y viceversa: quizá no haya parejas más entusiastas, más entregadas al gozo de jadear, que aquellas que follan sabiendo que al otro lado hay una pareja que los envidia. Una que desearía intercambiar los papeles. O que perdida la vergüenza propondría formar un cuarteto de cuerda en la cama redonda y acogedora.

De todo esto, y de alguna cosa más, va “Sentimental”, que es sexo oral, jodienda aplazada y pareja derruida. 






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Venga Juan

🌟🌟🌟🌟🌟


Tomando las cañas del viernes, el amigo me dice que no le gusta la trilogía de Juan Carrasco porque lo ve todo inverosímil y astracanoso. Que sí, que te ríes, y que Javier Cámara borda su papel, pero que él acaba distanciándose porque ningún político puede ser así: tan estúpido, tan inculto, tan metepatas. Mi amigo -que es un soñador y un pedazo de pan- está convencido de que un auténtico berzotas como Carrasco no puede ser elevado sucesivamente a la categoría de alcalde de Logroño, ministro de Agricultura y vicepresidente del Gobierno, para luego encontrar acomodo en una empresa energética de esas que nos roban a manos llenas. Bueno: esto último sí se lo cree. Lo otro no.

Mi amigo es de los que aún piensa que la política es para hombres buenos o malvados, pero siempre competentes y decididos. Mi amigo no termina de creerse que los estúpidos viven infiltrados en cualquier puesto de la administración, o en cualquier puesto de venta de pollos. Que hay tantos imbéciles dando órdenes como recibiéndolas; tantos anormales ganando elecciones como anormales que les votan sonriendo.

Yo le  digo  que la trilogía de Juan Carrasco es una comedia ejemplar precisamente porque no se aleja del retrato diario que aparece en los periódicos. De lo que se lee, y de lo que se sobreentiende: esa risión vergonzosa de gran parte de nuestra clase política. Y he dicho “gran parte”, que conste, y no “toda”, como afirman los ultracentristas que luego votan a la derecha, o los fascistas que tratan de socavar la legitimidad de la democracia.

El amigo y yo estamos enzarzados en una agria polémica -es un decir - cuando llega un tercer amigo para contarnos la tragicómica aventura del diputado del PP que hoy mismo, en votación telemática, por hallarse enfermo en su domicilio, confundió el no con el sí, o el sí con el no, y avaló sin querer la reforma laboral del gobierno social-comunista. Si su peripecia completa -el equívoco, y las carreras, y las excusas, y su cara de panoli- no son puro Juan Carrasco, puro “Venga Juan”, que baje el dios de las telecomedias y lo vea.





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El olvido que seremos

🌟🌟


Leo en internet que la segunda mitad de “El olvido que seremos” es mucho mejor que la primera. Pero vamos, muchísimo mejor. Nada que ver. Como la noche de Bogotá y el día de Medellín, mismamente. Como una película buena de Fernando Trueba y una película mala de Fernando Trueba, que a veces parecen dos tipos distintos, con el parche cambiado de ojo y todo.

Insisten, en las páginas de la cinefilia, que sólo hay que tener un poco de paciencia para atravesar el desierto insufrible de la primera hora. Para superar este rollo con diálogos de mazapán y músicas del cielo. Esta nostalgia con filtros donde no salen Óscar Ladoire ni Antonio Resines, ni nadie de la vieja troupe fernandiana que al menos nos haga sonreír con una boutade o con un chiste malicioso. Nada, ni las migajas de una comedia.

Todo esto lo leo cuando voy por el minuto 20 de la película y empiezo a temer que he sintonizado el “Cuéntame” de Medellín por una interferencia de las ondas, y que si no fuera porque Javier Cámara no suele estar en esos registros, va a tardar nada y menos en soltar un “Me cagüen la leche, Merche” o como sea que defequen los colombianos iracundos. El comienzo de “El olvido que seremos” es -sí, insisto- un rollo patatero, sensiblero, mainstream que te cagas. Un cursillo sobre el santo Job para aquellos que en realidad habíamos venido a otra cosa: a ver un episodio más de la lucha de clases, con este hombre, Héctor Abad Gómez, convertido en héroe y mártir de nuestra causa. La causa de la justicia social, de la inversión pública, de la recaudación de impuestos, de que se jodan los ricos aunque sólo sea de vez en cuando.

Las páginas que consulto dicen que todo eso llegará en la segunda hora, y que serán saciados de sobra los que mantengan la fe y alimenten el espíritu. Pero son las doce de la noche y el cansancio ya me pesa como hormigón sobre la cabeza. Me digo a mí mismo que veré el resto mañana, o sea hoy, pero sé que no es verdad.

Luego, en la cama, justo ya para coger el sueñito, leeré en internet la triste historia del doctor Abad. La puta que los parió... O el putero que los engendró... Ya no sabe uno ni cómo hablar.





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Truman

🌟🌟🌟🌟

Mientras veo Truman, en el penúltimo frescor de la primavera, lanzo miradas de interrogación a Eddie, mi perrete, que dormita y se estira de vez en cuando en su sofá. ¿A quién se lo encasquetaría yo, si me dijeran que voy a morir dentro de un mes, o de dos, como le dicen a Ricardo Darín en la película? La gran preocupación de su personaje -aparte de la de morirse, claro, y de hacerlo dignamente, y no como yo, que sería un premuerto esperpéntico e insoportable - es a quién dejar a ese perro suyo tan enorme y tan mayor, en el entorno urbano de los pisos angostos, y de las aceras como tallarines de ancho de Madrid.



    Creo, o quiero creer, que mi perrete encontraría rápidamente quien le acogiera, porque es pequeño y afable. Come más bien nada, y saluda con el rabo a todo el que entra por la puerta. Aunque luego, cuando sale a la calle, le hierve no sé qué instinto por las venas y se convierte en el Mad Max de los senderos, y es como un demonio canijo que no deja una viña sin inspeccionar, un camino sin recorrer, un viandante sin olisquear.

    Cuando Ricardo Darín se despide de su perro a uno se le parte el corazón, y se le salta la lágrima traidora, porque recuerda sus propias despedidas de otros perros nada ficticios. Entonces eran ellos los que tenían todas las papeletas para irse, por ley de vida, pero ahora, con Eddie, la lotería se va igualando. A Eddie, con un poco de suerte, le quedan ocho o diez años de vida, y yo, en ese tránsito, ya habré pasado por la inspección de próstata, por la espeleología del culo, por el primer bulto sospechoso en algún lugar de mi geografía. Por el primer dolor en el pecho, al forzar un día el pedaleo… Quién sabe: los cincuenta son una edad muy traicionera, y quizá, ayer, mientras yo atendía al drama de la película, Eddie también me escudriñaba haciéndose el dormido. Quizá, de un modo instintivo, él siempre está pendiente de mi tos, de mi gruñido, de mi quejido postural. y piensa: madre mía, como éste se me vaya, a ver quién me va a dar esta vidorra de perro asilvestrado de la pedanía.

    Por las mañanas, pocos minutos antes de que suene el despertador, Eddie siempre viene a darme un par de lametazos en la mano descolgada. Pero tal vez no es un gesto de cariño, sino una comprobación de que no estoy muerto. O no del todo...



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Vamos Juan

🌟🌟🌟🌟

Lo primero que haría Juan Carrasco como ministro de Sanidad sería preguntar si esto del coronavirus no puede tratarse con un antibiótico, que mira que hay muchos, e incluso de amplio espectro, en los stocks de las farmacias, y que mientras llega la vacuna, pues bueno, vamos matando al bicho con amoxicilina, o con lo que sea, para no ir creando hábito o dependencia, que algo de eso ha leído en un suplemento dominical…. Juan Carrasco, además, se haría la pregunta en voz alta, con micrófonos delante, sin haber consultado primero con un asesor, o haberse documentado antes en internet, o en el Libro Gordo de Petete, porque Juan es así, impulsivo, echao p’alante, un hombre del pueblo que no teme hacerse las preguntas del pueblo.



    Juan Carrasco es un merluzo que podría desempeñar su cargo sin saber distinguir un virus de una bacteria, porque lo suyo no es el conocimiento, o la investigación, sino el trapicheo político que quita y otorga los cargos. Un populista sin formación, sin ideología, que tiene una carrera como la tenemos muchos otros, sepultada en el olvido, intrascendente para desarrollar el sentido común con el paso de los años. Y además, todo el mundo sabe que el verdadero trabajo ministerial lo hacen los subsecretarios, y los funcionarios de tropa, y que a un político como él, limitadito y campechano, le basta con seguirle el rollo al presidente, rodearse de asesores que le recojan justo antes de estrellarse, y, por encima de todo, lo primordial, darle muchos palos a la oposición, a poder ser irónicos y refinados, que eso siempre divierte mucho al votante infatigable.

    Por fortuna, Juan Carrasco es un político de ciencia-ficción, y todas sus trapisondas como ministro, o como aspirante a fundar un nuevo partido, se quedan dentro de la tele, en una tragicomedia que es de reírse mucho por las noches. Luego, al despertar, el dinosaurio del virus sigue ahí, y en la vida real comparece en rueda de prensa un ministro que al menos mide las palabras, es educado en las respuestas, y se ve que ha estudiado lo que le preparan sus asesores. El fantasma de Juan Carrasco se difumina por las mañanas con el primer café, pero no se va del todo, porque la membrana que separa a los políticos reales de los ficticios es muy permeable, y a veces se producen unas ósmosis terroríficas que dejan la televisión hecha un colador. Como cuando se infiltraron los fantasmas traviesos de Poltergeist



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Vota Juan

🌟🌟🌟🌟🌟

No me molesta que Vota Juan sea un refrito de Veep cocinado a la española. Bienvenido sea el homenaje ibérico, la traducción al vernáculo. ¿Por qué no? La genialidad de Armando Ianucci puede ser cultivada en cualquier clima donde crezcan políticos de medio pelo, asesores merluzos, estrategas gilipollas, periodistas paniguados y, por supuesto, votantes sin criterio. O lo que es lo mismo: casi en cualquier lugar del mundo.



    Vota Juan retoma la idea genial del político tontolaba que va superando escollos contra todo pronóstico, le pone un sofrito de ajo y cebolla, unos choricitos picantes, un plato de buen jamón extremeño para acompañar, y por supuesto, para beber, un buen vino de Rioja, que es la patria natal de Juan Carrasco, el Juan del título, un político que ya no es de medio pelo, sino de pelo ninguno. Ni de listo ni de tonto. Un animal político, que se dice, de esos que nunca sabes si es que no llegan o es que se pasan. Un CI imposible de calcular, que lo mismo le pones un test y te sale un deficiente profundo que un genio incomprendido. Sólo tenemos que encender el ordenador o poner el telediario cada día -y más ahora, en estos tiempos tan excepcionales- para encontrarnos con varios Juan Carrasco que en realidad sólo saben de aparatos internos, de trapicheos de partido, de estrategias caciquiles, y que carecen de la inteligencia necesaria para conjugar el bien propio con el bien común. O eso, o que son más inteligentes de lo que pensamos…

    Supongo que en los países serios -los nórdicos, los canadienses, y poco más- , una serie como Vota Juan no puede hacer mucha gracia porque no conciben que un tipo como éste pueda gestionar los asuntos del bien común, y que nosotros, además, le dejemos hacerlo con nuestro voto. Y donde ellos, los rubios del Norte, sólo verían a un inútil que va causando vergüenza ajena, nosotros, los que padecemos esta lacra social, nos descojonamos de lo lindo en el sofá, porque estos impresentables de la serie son tan veraces, tan palpables, que casi dan miedo, y nuestra carcajada sirve para sublimar la inquietud profunda que nos provocan.



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The New Pope

🌟🌟🌟🌟🌟

El dinero y el sexo mueven el mundo. Todo lo demás es un matarratos, un viaje por carreteras secundarias.  Una paja mental de los filósofos. Literatura para consolar a los que no tiene pasta, o a los que no tienen el amor que desean. “Dame un atractivo irresistible o una cuenta millonaria y moveré el mundo”, dicen que dijo Arquímedes después de afirmar lo de la palanca y la Tierra. Pero ningún historiador, al parecer, registró aquellas palabras tan sabias, que Arquímedes tal vez solo musitó por temor al ostracismo, que en la Grecia Antigua era una cosa muy seria. Dos mil años más tarde, en el Berlín del protofascismo, Liza Minnelli cantaba “Money makes the world go round” en el cabaret, mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua.  Bob Fosse, como el Arquímedes de mi imaginación calenturienta, no era ningún tonto cuando se ponía a hacer películas, tan didácticas, y tan poco complacientes…



    En el Vaticano puede que haya gente muy poco recomendable: consentidores de la pederastia, nostálgicos del fascismo, manipuladores del Espíritu Santo, pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que llegue ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los que no entienden de qué va la vaina se quedan en los primeras vallas, a predicar entre los pobres y entre las ancianas: la renuncia a las riquezas y el valor de la castidad. Mientras los curas de tropa -los Stormtroopers del Imperio Papal- cuentan estas martingalas a los creyentes más crédulos, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Coruscant de la Galaxia Católica, los cardenales imaginados por Paolo Sorrentino en The New Pope -que a buen seguro no son muy diferentes de los verdaderos- viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y angustiados por la idea de que el Gobierno italiano, finalmente, les haga pagar impuestos y les cobre el IBI, y termine con sus días de vino consagrado y de rosas en el jardín.

     Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres, y en las mujeres, tan resabiados ya, y tan cínicos.Tan espirituales como se creían, cuando escucharon la voz de Dios, y en realidad tan atados al instinto, y a la imperfección de la carne.



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Fe de etarras

🌟🌟🌟

El trabajo más duro para cualquier terrorista profesional, de esos que hacen carrera en el empeño y luego suben puestos en el escalafón, no es apretar el gatillo, ni detonar la bomba, que para eso ya vienen con la psicopatía de serie, y la sociopatía incorporada en el chasis. Lo más jodido de su labor asesina es esperar: pasar un día tras otro de calculada inactividad, esperando instrucciones, repasando el plan, cargándose de razones... Después de cada crimen cometido, con su subidón de adrenalina y su inflamación de las creencias, vienen largos meses de sigilo en el piso franco. Ratos interminables de jugar al trivial o al parchís mientras los telediarios pasan por delante y la vida transcurre. 

    En el fondo, ser terrorista es un auténtico coñazo, sobre todo si vives tras las líneas enemigas, porque estás muy lejos de los tuyos, a mil kilómetros de tu bar preferido, con la novia -o el novio- siempre en trance de olvidarte o de mandarte a la mierda. Sólo los matarifes más fanáticos, o los que no tienen vida propia que disfrutar, aguantan esa tensión de los días vacíos. Ese cobrar un sueldo y una manutención por no hacer nada. Hay que ser un funcionario muy honrado para resistir la tentación de la actividad...


    Fe de etarras transcurre en 2010, en plena decadencia de ETA, y también en pleno Mundial de Sudáfrica, con la retórica españolista en las radios y las banderas rojigualdas en los balcones. Ante tal panorama, el único personaje que mantiene su fe es el personaje de Javier Cámara, un riojano de Euskalherría que se considera a sí mismo el último gudari, el último mohicano de una lucha patriótica que viene de siglos, de milenios incluso, enraizada en las disputas que mantuvieron los protovascos que cazaban el mamut con los protoespañoles que preferían el venado. Sin embargo, a los otros comandos que le acompañan, se les va cayendo la fe de los bolsillos, y la arrastran por el suelo como condenados con su bola de hierro. Decía Francisco Umbral que siempre era un espectáculo contemplar a los hombres trabajando en lo suyo, y Fe de etarras, básicamente, es una ventana abierta -finamente cómica, pulcramente medida- a esas jornadas maratonianas de los terroristas dedicados a su trabajo revolucionario de contemplar las musarañas.




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The Young Pope

🌟🌟🌟🌟

The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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Ficción

🌟🌟🌟

Álex es un guionista en crisis que decide tomarse unos días de respiro en el Pirineo catalán, a ver si allí resulta más reconocible para las musas de la escritura, que al parecer, con tanto tráfico, y tanta polución, y tanto artista creativo como pulula por Barcelona, no acaban de encontrarlo para descender sobre su cabeza. 

    En el Pirineo vive su amigo Santi, un veterinario de vacas y ovejas que se ha construido una choza por la que muchos mataríamos, y robaríamos, y nos dejaríamos hacer ciertas cosas, allá en los límites de la civilización donde sólo llegaba el Mistubishi Montero que un día encontró al abuelo de Majaelrayo.

 Álex no es sólo un guionista sin ideas. U Barton Fink enfrentado al folio en blanco. También es un marido en crisis, un cuarentón que pierde pelo, que descubre canas, que sonríe con desgana. Alex acaba de tener un hijo para remendar una red que encajaba goles con demasiada frecuencia. Quizá también huye de Barcelona para no caer en la tentación de la infidelidad, con tanta mujer guapa nacida en el terruño catalán, y tanta extranjera rubia que desembarca de los cruceros. En Barcelona, puede que lanzarse a las calles para conculcar el matrimonio te lleve a una aventura parecida a la de Tom Cruise en Eyes Wide Shut, y hay que andarse con mucho ojito. Pero allí, en Casadiós, en el hogar de su amigo Santi, no hay peligro alguno de fornicio. La única amiga disponible es Judith, que vive en el pueblo y además gusta de acostarse con mujeres. Así que Álex lo tiene todo para concentrarse en su escritura, y encontrar la paz del pene, y el silencio de los corderos.


    Pero los dioses son caprichosos, y juguetones, y cuando se aburren de sus propios asuntos, ponen su mirada en algún mortal atribulado. En Ficción, para reírse un poco del pobre Álex, le hacen coincidir en su monacato provisional con Mónica, que es una mujer preciosa -y una violinista precisa- que ha sido invitada a pasar unos días en casa de Judith. A los dos les basta una mirada para enamorarse, y una sola conversación para saber que su amor será imposible. Mónica está casada y permanece fiel bajo cualquier circunstancia. Hace unos años sí se hubiera llevado a Alex al huerto ecológico, pero ahora es una mujer madura y responsable. Y Álex, que a veces nota la duda en su mirada, que podría insistir para forzar un poco la situación, recuerda en cada beso denegado, que tiene un hijo de meses que ha nacido allá abajo, en Barcelona, para redimirlo de sus faltas. 




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La vida inesperada

🌟🌟🌟

Uno pensaba que La vida inesperada -porque la anunciaban como una película de españoles perdidos en Nueva York- iba a ser la versión moderna de La ciudad no es para mí, aquella de Paco Martínez Soria en la que el pueblerino desembarcaba en Madrid y se enredaba con los semáforos y con los pasos de cebra. Uno esperaba a tipos perdiéndose en el metro, chapurreando inglés ligando torpemente con las americanas del pelo rubísimo. Uno esperaba, para entendernos,  una segunda parte de La línea del cielo, aquella película de Antonio Resines buscándose la vida en Nueva York confundiendo a las churras con las churris. 

    Pero las cosas, finalmente, no han seguido esos derroteros de la comedia. Los españoles que ahora hacen las Américas ya no son como los de hace treinta años. Están mucho más allá del jauaryú y del aidón anderstán. El más tonto tiene un máster en empresas o una labia andaluza que te cagas. Ya no lucen los mostachos celtibéricos de Antonio Resines, ni ponen caras de panolis cuando se enfrentan al amor gélido de las anglosajonas. En La vida inesperada todo es muy serio y muy maduro: treintañeros y cuarentones que renuncian a sus sueños, que piensan en el matrimonio, que descubren las primeras canas y se plantean la seguridad financiera del futuro. Los españolitos de La vida inesperada son tipos que hablan un inglés perfecto, que conocen las costumbres locales, que se desenvuelven por la Quinta Avenida como me desenvuelvo yo por la plaza de mi pueblo. La comedia de equívocos y chascos apenas dura cinco minutos, lo que tarda el personaje de Raúl Arévalo en comprender cuatro idiosincrasias de manual. A partir de ahí ya da lo mismo que la película transcurra en Nueva York o en Vladivostok. Hombres y mujeres se buscan durante el día para follar por la noche y luego mentirse al despertar. Todo transcurre en el interior de los apartamentos o de las cafeterías. Los rascacielos de Nueva York podría haber sido londineses, o ucranianos.  Es una película de Woody Allen sin demasiada gracia ni mordacidad.


 





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

🌟🌟🌟

Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.


  Vivir es fácil con los ojos cerrados cuenta la de uno de estos antihéroes, de uno de estos silentes cabreados, que ve en la rebeldía juvenil de Los Beatles una oportunidad para el desahogo, para la apertura de conciencias. Para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar. Seguramente no es la intención de David Trueba, pero uno ve un paralelismo entre aquellos resistentes al nacional-catolicismo y los que ahora resistimos los embates antisociales de nuestro gobierno, conformado, no lo olvidemos, por los hijos y nietos de aquellos mismos tipejos, carne de la misma carne insolidaria, sangre de la misma sangre sociopática. Hueso del mismo hueso terrateniente y sacramental. 


El mito de la Transición nos ha contado que a la muerte de Franco España bullía de gentes díscolas y disconformes, odiantes anónimos del régimen. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara Franco o cualquier otro, mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sabadete. Lo que pasa es que los ancianos de ahora se ven obligados a decir que ellos, por supuesto, también fueron antifranquistas en la juventud, para quedar bien en las entrevistas y que nadie les mire mal en la familia. Todos cuentan las mismas trolas de que corrieron delante de los grises, de que acudieron a manifestaciones no permitidas, de que corearon himnos prohibidos en los campos de fútbol o en los círculo de la Uni. Mienten, pero es comprensible que mientan. La verdad pura y dura -que en el fondo la dictadura les daba lo mismo- sería ultrajante para ellos mismos.

 Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.




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Los amantes pasajeros

🌟

Llevado más por la curiosidad que por el convencimiento, asiento mis reales en el sofá para ver Los amantes pasajeros. Meses de críticas negativas me habían preparado para asistir a la peor película de Pedro Almodóvar. Pero nunca, ni en el más pesimista de los augurios, para este disparate...

No le tengo ninguna manía al director manchego. Es más: le tengo por un hombre cercano a mi propio sentir, más allá de los gustos sexuales, o de la diferencia de edad que nos separa. Cuando habla en sus entrevistas, o escribe en sus guiones, siento que es un tipo de vehementes pasiones, de amores que alcanzan la locura y desencantos que hieren hasta el alma. Un hombre que arriesga en sus sentimientos, que goza o que sufre, pero que nunca se queda en la indiferencia, en el medio camino. Luego, sus películas, son harina de otro costal: algunas ya forman parte de mi educación sentimental, como La ley del deseo, o Hable con ella, y otras, por alocadas, por excesivas, por profundamente personales, quedan muy lejos de mi gusto, del terreno común que pudiéramos compartir entre ambas Castillas. Pero en todas sus películas, incluso en las más fallidas, he encontrado siempre un poso de hermandad, un fugaz encuentro en el laberinto de los sentimientos.  Hoy no. Hoy he pasado por Los amantes pasajeros sin detenerme en ningún chiste, en ningún romance, en ninguna exaltación de la libertad sexual. Ningún pájaro de los que viven en mi cable ha levantado el vuelo. Se han quedado quietecitos, adormilados, mirando el paisaje. Extrañados con la tontería supina mientras piaban por lo bajo.




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