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Arrested Development. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Tenía miedo de regresar a “Arrested Development” porque la tenía, en el recuerdo, como una serie que con la excusa de la comedia tonta blanqueaba* a esos hijos de puta que practican el laissez faire. Es decir: monto una empresa, exploto a mis trabajadores, defraudo al fisco, engaño -si puedo- a los clientes o a los consumidores, me lleno los bolsillos, caigo en bancarrota, y una vez enchironado le echo la culpa al Estado pero pido ayuda a los fondos públicos para reflotar. Pura Escuela de Chicago.

En “Arrested Development”, los burgueses que merecerían vivir en una taiga de Siberia pertenecen todos a la familia Bluth, compuesta por papá estafador, mamá sociópata, hijo nº 1 sin moral, hijo nº 2 sin cerebro e hija buenorra en el top 3 de las pijas internacionales, codo a codo con Georgina Ronaldo y Shakira Defraudadora. Sólo Michael, el hijo pequeño, que se hará cargo del emporio familiar cuando su padre sea encarcelado, conserva algún resto de moral y tratará de reflotar el negocio por la vía de la legalidad, intentando, de paso, que el resto de la familia no se gaste los desfalcos en Ferraris o en vestidos para la fiesta.

Pero al final, para mi bien, no había ningún afán blanqueador en la comedia modélica de Mitchell Hurwvitz. Yo creo que el mismísimo camarada Lenin se hubiera descojonado con la serie y habría dado su autorización para emitirla en Tele Moscú. No hay nada entrañable en esta pandilla de impresentables: sólo corrosión, maldad, imbecilidad, desconexión absoluta con la masa de asalariados... La vida de los ricos muy ricos, que sabe a jarabe asqueroso, pero disimulada con la miel de mis carcajadas.


 (*Blanquear, según yo tenía entendido, hace referencia metafórica al encalamiento de las paredes, que así quedan como nuevas. Pero una mañana, en la cadena SER, una luchadora infatigable contra el heteropatriarcado dijo que no le gustaba nada la expresión porque hacía de menos a sus amigos “racializados”. Nadie en aquella tertulia osó, por supuesto, a descojonarse de la risa, o a explicarle que no hay ningún racismo escondido en tal uso metafórico. No están los tiempos como para meterse con la Morada Inquisición).







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Air

🌟🌟🌟🌟 


Como tenía mucho sueño no llegué a ver el final de los títulos de crédito. Pero quiero creer, porque Matt Damon y Ben Affleck son chicos muy majos, que ningún niño del Sureste Asiático fue maltratado en el rodaje de esta película. Es un consuelo que la película esté en sus manos y no en el ex CEO de Nike al que aquí tanto glorifican. Porque si de él hubiera dependido, habría puesto a los chavales a pulir lentes o a pintar publicidades a cambio de cuatro centavos y una palmadita en la espalda. Lo mismo que les paga por la manufactura de las Air Jordan, quiero decir. Menudo es, el tal Phil Knight, cuando se trata de obtener beneficios. 

Aquí, en cambio, nos lo ponen de filántropo achuchable porque habrá puesto muchas pelas para financiar el proyecto. “Air” es una película, pero también es un blanqueamiento de su ojete ya octogenario. Una master class para dermatólogos y esteticistas.  Leo en internet que tales blanqueamientos se hacen empleado cremas y rayos láser de las galaxias, pero aquí lo hacen a puro lengüetazo, al método tradicional, como corresponde a unos vasallos que sirven bien a su señor. 

“Air” cuenta la historia de cómo Nike convenció a la madre de Michael Jordan para que su hijo firmara por ellos y no por Adidas, que ya tenía al jugador casi atado cuando salió elegido en el draft. “Air” es entretenida, molona, puro vintage para los cincuentones que vivimos todo aquello mientras jugábamos al baloncesto en el colegio. A mí, la verdad, las Air Jordan me daban exactamente igual, pero para otros se convirtieron en un objeto de adoración al que atribuían propiedades mágicas de suspensión en el aire. Al final daba igual llevarlas que no: el que era bueno era bueno y el que no seguía lanzando unos tiros lamentables. Pero eso sí: las niñas se pirraban por unos pinreles bien envueltos en el producto. 

Yo nunca las quise. El comisario político de León nos lo tenía prohibido a los niños comunistas. Pero es que además mis padres nunca me las hubieran comprado: costaban un cojón de mico y medio huevo de pato. Yo siempre llevé las "Paredes Street", que era como llamábamos a las Paredes baratas en la clase turista de nuestros vuelos.




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El regalo

🌟🌟🌟

Esta película, El regalo, yo ya la había visto. Transcurría en París, se titulaba Caché, y la dirigía un filósofo metido a cineasta -y a tocapelotas- llamado Michael Haneke. En ella había otra pareja de burgueses encantados de conocerse hasta que un psicópata empezaba a acosarles, a entregarles paquetes, a filmarles clandestinamente en la intimidad... Todavía siento escalofríos al recordarla. Caché era puñetera y malsana, inquietante y perversa, como todo el cine perpetrado por Haneke. El austríaco es un cabronazo que te mete la mano por la garganta, o por el trasero, y hace operaciones muy dolorosas en los territorios del miedo o de la culpabilidad. De sus películas siempre sale uno tocado, como si una nube negra se instalara sobre la cabeza y te quitara los rayos del sol, y la alegría de vivir.


    El regalo, como Caché, es una película sobre fantasmas de las navidades pasadas que de pronto se hacen carne molesta y peligrosa. Tipos a los que no veíamos desde la infancia, y a los que habíamos olvidado por completo, que sin embargo se acordaban muy bien de nosotros. Que -más aún- nos llevaban grabados a fuego en su rencor. Niños a los que un día, por hacernos los chulos, o por vengar la injusticia de unos cromos escamoteados, acusamos de algo que no era verdad, o que no era verdad del todo. Un agravio que fue creciendo sin control, tomando forma, creando malentendidos, hasta que acabó con la reputación y el buen nombre del chaval. Una vida tal vez arruinada, tal vez irrecuperable, que tuvo su origen en una maledicencia de patio de colegio, o de intercambio de clases. 

    Sobre mí, en aquellos tiempos, mis archienemigos del balón o del sobresaliente vertieron más de una injuria que por fortuna nunca llegó a nada. La desgracia en la vida me la he ido labrando yo solito. Yo, en venganza, o en pura maldad, también solté varias andanadas al aire, a ver si colaban... Nunca supe si acertaron de lleno o se perdieron en el mar. Tal vez algún día, en la cola de un supermercado, o en la terraza de una cafetería, me encuentre a un tipo de rostro vagamente familiar que me enseñe la herida, y me devuelva el proyectil en una bolsa.  


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