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Lolita

🌟🌟🌟🌟🌟


En la novela de Nabokov, Lolita tenía 12 años. En la película, para amortiguar el escándalo, le pusieron 14. Y para que todo fuera menos tenebroso y retorcido, eligieron a una actriz de 16 años para el papel. Una actriz que además, cuando miraba por encima de las gafas de sol, parecía tener los mismos años que el mundo desde que es mundo. No sé cuántos, pero desde luego muchos más.

    Hoy en día todo esto es inadmisible. Nadie se atrevería a volver sobre los pasos de la nínfula de Nabokov. No hay manera. Es material explosivo, radioactivo, condenatorio. Lolita es una novela que ya no puede llevarse a los sitios públicos. Siempre habría alguien que te insultaría al pasar, que te llamaría pederasta, o amigo de los pederastas, o banalizador de la pederastia. La camarera, o el camarero, te escupiría en el café antes de servírtelo. Habría conocidos que se harían los suecos al pasar y no te saludarían. La última vez que la leí la novela -y juro que no miento- yo la llevaba en la mochila con las cubiertas cambiadas, de otra novela de la misma colección, como un terrorista que fuera por ahí con las matrículas del coche cambiadas.

    La película, por supuesto, ya sólo puede verse en la intimidad. No creo que nadie tenga el valor de volver a programarla en un cineclub, en una retrospectiva, en una sesión clandestina de la tele. Al responsable le montarían un escrache, le sabotearían la proyección, le llamarían delincuente, criminal, pornógrafo de lo infantil. De todo menos bonito. A él y a todos los espectadores que sólo estaban allí para ver una película de Stanley Kubrick. Lolita sigue siendo una obra maestra, pero ya es una película muerta. De hecho, yo no debería ni hablar de ella. No, al menos, en este foro público. Sólo entre amigos, en bares ruidosos, sin nadie alrededor. Nunca sabes quién puede estar malinterpretando, sobreanalizando, wasapeando a una amiga para decirle que acaba de desarticular una banda de abusadores. Con Lolita ya sólo se puede hacer esto: mencionarla. Constatar que los tiempos han cambiado. Y que las grandes películas permanecen. Ni siquiera me he atrevido a ilustrar la entrada con una foto de Lolita. Sólo salen sus pies. Ya estoy mostrando demasiado. Escribiendo demasiado.



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Veredicto final

🌟🌟🌟🌟

Como era un hombre muy guapo y tenía ojos azules de quitar el hipo, Paul Newman, siempre vivió bajo la sospecha de vivir sólo del cuento, de lucir sólo el palmito. Le tuvieron que salir pelos en las orejas, y bolsas bajo los ojos, y una expresión de hombre muy vivido en la mirada, para que los tuertos empezaran a verle como un actor de la hostia, todoterreno, lo mismo en la comedia que en el drama, No sé si un actor del método o un talento de la naturaleza, pero un actor como la copa de un pino. Un señor respetable, cincuentón largo, de canas lustrosas, ya de vuelta de los premios que nunca le concedían, al que Sidney Lumet ofreció el papel principal en Veredicto final. El actor idóneo para dotar de dignidad a un personaje que al principio de la película no la tenía, pero que la buscaba afanosamente para redimir su pasado de abogado chanchullero. De leguleyo que siempre prefirió el acuerdo entre bambalinas a la esgrima ante el jurado. De picapleitos que siempre eligió la comisión a la justicia, el dinero fácil a la satisfacción plena. 


    Frank Galvin vive el crepúsculo muy poco glorioso de su carrera, ya más borracho que lúcido, ya más ausente que presente, hasta que un caso de los que nadie en su sano juicio aceptaría -porque la demanda es contra un hospital de la Iglesia, y unos abogados no quieren arder en el infierno, y otros no se atreven  a ser aplastados por la milenaria institución- le concede una última oportunidad de recuperar el orgullo y la decencia. Galvin seguramente morírá alcoholizado, o depresivo, o llevado por un mal cáncer de la tristeza, en un fallo multisistémico por la mugre que se acumula. Pero quiere morirse con el título de licenciado limpio de polvo y manchurrones. Ante la pobre chica que yace medio muerta en el hospital, víctima de una negligencia médica, Galvin, como en una revelación religiosa, como en el despertar de una pesadilla etílica, se caerá del caballo negro que lo llevaba camino de Damasco y se subirá a un corcel alado que lo llevará en volandas hacia la búsqueda de la Verdad.

    Mientras Paul Newman cambia de caballo, y clava su papel de abogado redimido, la inquietante Charlotte Rampling clava su turbia mirada en sus espaldas...




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Operación Cicerón

🌟🌟🌟🌟

Este blog tiene muy poco color en blanco y negro porque me da miedo revisar el cine clásico. A veces, en los canales de pago, descubro una película canónica que vi en la juventud y a los quince minutos me siento incómodo, como pillado en una impostura. Los clásicos tienen mucho de aforamiento, de respeto debido a los mayores. Muchos han sufrido la erosión evidente del tiempo: tienen grietas, muescas, fallos estructurales incluso. Son como ancianos que caminan muy bien vestidos, y conservan un aire aristocrático y distinguido. Pero en cuanto se ponen a gesticular, a bailar, a contar un chascarrillo, se descubren fuera de época, y fuera de tono. 

    Para un cinéfilo que se precie, el cine clásico es una asignatura obligatoria, pero no una obligación del entusiasmo. Se lo leí una vez a un internauta muy inteligente. Muchas películas están en los cielos por lo que significaron en su momento, pero no porque sigan manteniendo la vigencia o la frescura.

    Hay dos películas de Joseph L. Mankiewicz que no han sufrido esta maldición de la decadencia. Que podrían rodarse otra vez mañana mismo, plano por plano, diálogo por diálogo. Mecanismos asombrosos que han sido preservados de la herrumbre y la humedad. Una es Eva al desnudo, tan recordada; y la otra, Operación Cicerón, tan olvidada. En la neutral Turquía de 1944, los espías del Eje reciben la inesperada visita de un Santa Claus veraniego apodado Cicerón: un tipo que les trae jugosos secretos del otro lado de las trincheras. Cicerón sabe que los nazis están desesperados por desentrañar la Operación Overlord, y les cobra sumas considerables por ir desvelándoles poco a poco los misterios. A Cicerón le importa una mierda quien gane la II Guerra Mundial, porque él es albanés, y eso es como ser de Mozambique en los tiempos de las Guerras Púnicas. Y le importa una mierda, además, el dinero, porque él todo lo hace por el amor de una mujer. Una muy guapa, aristócrata, inalcanzable para su estirpe de plebeyo. 

    Operación Cicerón (y esto es un spoiler, querido amigo, o amiga) inspiró los celebérrimos versos de la canción:


Por el amor de una mujer
jugué con fuego sin saber
que era yo quien me quemaba.




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