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Armageddon Time

🌟🌟🌟


Me sonaba que “Armageddon Time” era un relato de la propia infancia del director. De hecho, James Gray figura como único guionista en los títulos de crédito. Y la historia, puesta en desarrollo, tiene ese aire inconfundible de las historias personales. Sin embargo, al terminar la película, he tenido que confirmar este dato en internet. Su autorretrato me parecía muy raro. Un ejercicio de desnudez sorprendente. Lo normal es disfrazar las trastadas de la infancia con las excusas habituales: que si las malas compañías o que si los padres que dimitían. O la idiocia propia de la edad. Pero este chavaluco llamado Paul Graff es un rapaz que no puede caerle bien a nadie: en casa es un desobediente sin causa; en el colegio, un disperso desesperante; en la calle, un liante de mil pares. No tiene un contexto en el que puedas compadecerlo. Todo en él es malintencionado e hijoputil. Paul Graff es un rubiales angelical de intenciones retorcidas. Un tocacojones de primera.

Termina la película y nunca llega la experiencia catártica que le reconduzca. Paul Graff es un contumaz, un relapso, un tontaina peligroso. Sus padres, en cambio, sí que son unos benditos de Dios... Anne Hathaway porque es Anne Hathaway y aunque desayunara niños crudos seguiríamos adorándola. Y porque además su papel es el de una madre desbordada, bienintencionada pero fallida. Y qué madre, o qué padre, no resulta fallido cuando la naturaleza de su hijo viene a contracorriente.

Y luego está el padre de la criatura, que es un tipo a la vieja usanza: honesto en su trabajo y recto en sus exigencias. Es verdad que a veces se le va la mano, e incluso el cinto, en actos que hoy serían carne de denuncia. Pero este tiempo del Armageddon son los años 80 del siglo pasado, tan salvajes y tan poco pedagógicos, y así nos educaron a casi todos en ambas orillas del Atlántico. Al final las hostias o los cintazos nunca sirvieron para nada. Solo para desfogar la rabia paterna y para que tú te pensaras dos veces eso de reincidir. Al final cada uno es como es y tiene muy poco remedio.





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Ad Astra

🌟🌟🌟

Recuerdo a Carl Sagan, en la serie Cosmos, soñando con la existencia de vida extraterrestre. Se le ponía cara de bobo, de niño entusiasmado, con la posibilidad de establecer contacto con alguna civilización más inteligente que la nuestra, una liberada de las penurias de los instintos que nos marcara el camino del progreso y de las estrellas. Ad astra... Y yo, que era un niño de verdad, que le veía en la tele con las piernas colgando en el sofá, me dejaba llevar por su razonamiento científico -la ecuación de Drake que multiplicaba churras con merinas para dar casi con una certeza absoluta -y me preguntaba si tendría vida suficiente para ver ese acontecimiento algún día en el telediario: “En el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se ha recibido una señal de radio extraterrestre que dice ¡Hola!, buenos días, cómo anda el tiempo por ahí…”



    Han pasado cuarenta años desde entonces. A Carl Sagan se lo llevó un cáncer galopante poco después de alimentar nuestras fantasías, y de los extraterrestres bondadosos que él describió en Contact, la novela, todavía no hemos tenido noticia. De los malos tipo V o La Guerra de los Mundos tampoco, a Dios gracias. Mi salvapantallas de SETI@home aún no ha detectado ninguna señal de radio esperanzadora en su porción de cielo asignada, y los astrobiólogos actuales, que seguramente encontraron su vocación en la fe contagiosa de Carl Sagan, ahora viven resignados a encontrar bacterias miserables en el subsuelo de Marte, o en el recoveco de algún cometa congelado, que son biología, sí, exobiología de la hostia, pero que no satisfacen ningún sueño infantil de encontrarse cara a cara con E.T., o con Chewbacca, repostando el Halcón Milenario en alguna gasolinera de Campsa.

    Si Carl Sagan se levantara de su tumba para ver cómo anda el tema del contacto, se volvería a ella con un bostezo y nos dejaría el recado de resucitarle cuando tuviéramos noticias contrastadas. Pobre Carl Sagan… Y pobre de mí. La cosa no pinta nada bien. ¿Cuántos años me quedan para escuchar una señal de radio alienígena abriendo el telediario del mediodía: 20, 30…? Y encima viene James Gray, el plasta que dirige Ad Astra, a decirnos que el sueño verdadero es que no haya vida inteligente más allá de la Tierra, porque así los humanos nos concienciamos de que somos únicos y especiales, y afianzamos nuestros lazos, y hermanamos nuestro aliento, y demás paparruchas almibaradas. Si la única vida inteligente del universo -¡del Universo Entero y Verdadero!- es la nuestra, la del homo sapiens que va a comprar a la tienda de la esquina con su vehículo todoterreno, prefiero declararme apátrida, aplanétida, extrasolar… Irme con don Carl, de cañas galácticas, donde quiera que esté.



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Two Lovers

🌟🌟🌟🌟

Si el acto de amar nos convierte en mejores personas, ser amados, por contra, nos hace caer en la vanidad. Cuando alguien, en el mercado del amor, se interesa por nuestras carnes o por nuestras meninges, nos sentimos especiales, reafirmados, como si el amor nos elevara unos centímetros por encima del suelo. Como si nos distinguiera de los demás. Meritorios y cojonudos. Orgullosos de haber aprobado una especie de oposición. Pero esto es una arrogancia muy propia de los tiempos modernos, inusual en otras épocas. Los antiguos, más modestos, representaban a Cupido como un niño travieso que disparaba sus flechas con los ojos vendados, al tuntún, para señalar que el amor era un encuentro que tiene una parte de afán y de seducción,  pero también mucho de casualidad y de segundo plato.

    El personaje que menos sale en Two Lovers -el de la chica que finalmente se queda con el amor de Joaquin Phoenix- es, en esto, paradigmático. Se casará con su hombre, tendrá hijos, vivirá las alegrías y las tristezas propias del amor... Pero nunca sabrá  que fue elegida en segunda opción, como un premio de consolación. Como en un draft a ciegas de la NBA. Que había otra mujer, en paralelo, que era la preferida de verdad, la destinataria del anillo que finalmente terminó rodeando su dedo. 

    Cómo contarle, ay, que su amor está construido sobre la renuncia de otra mujer. Que aun siendo ella guapa e inteligente, su amor llegó a buen termino por el azar de una carambola improbable. Como todos los amores, en realidad: un dedo que se desliza sin querer en la pantalla de Tinder; un minuto de retraso para llegar al Metro; la mirada perdida en una cafetería; el amigo de un amigo que nos presenta... El amor es el choque entre partículas humanas que se mueven aleatoriamente. Nuestro único acto voluntario, quizá, es pedir el número de teléfono. Hay una película demoledora titulada 45 años que podría ser la segunda parte de Two Lovers, y que es el descubrimiento, tardío, por parte de una mujer enamorada de su marido, de que esa tontería de la media naranja que inventara Platón es justamente eso: una tontería.



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Z. La ciudad perdida.

🌟🌟🌟

Cuando a principios del siglo XX el coronel Fawcett regresó de su expedición geográfica al Amazonas -donde había ido a trazar la frontera que separaba Bolivia de Brasil y sacar alguna tajada territorial para el Imperio Británico-, se presentó ante la Royal Geographical Society afirmando que había encontrado las ruinas de una ciudad perdida: una de cultura extrañamente avanzada, impropia de la selva que sólo poblaban los indios atrasados. La llamó Z porque según él la ciudad amazónica era la última pieza que completaba el puzle de las civilizaciones humanas.


    Nadie le creyó. La primera explicación plausible -que venía avalada, supuestamente, por los diarios de unos exploradores portugueses del siglo XVIII, a medio camino de la narración y la fantasía- es que tal ciudad, de existir, sería el vestigio de la civilización atlante que desapareció en las brumas de la historia. Tal vez El Dorado, que tan afanosamente buscaron los españoles y los portugueses en una fijación infructuosa que terminó convirtiéndose en un lugar común de la lengua. La segunda explicación es que los propios indios -tal vez una tribu especialmente dotada- fueron capaces de trascender su atraso secular al menos una vez en la historia, y crear una cultura que estuvo a la altura de otras que florecieron en lejanas latitudes y longitudes.


    Pero los miembros de la Royal Geographical Society no estaban dispuestos a admitir ninguna de las dos conjeturas. La primera opción era descabellada, mal documentada, prácticamente indemostrable. Y la segunda posibilidad era, sencillamente, imposible. A comienzos del siglo XX el racismo no era la palabra cargada de connotaciones que es ahora. Racista era, prácticamente, todo el mundo, y no sólo los antisemitas que ya en Alemania caldeaban el ambiente. Ni siquiera los círculos intelectuales se salvaban del prejuicio racista, que entonces no era considerado como tal, sino un científico saber, y un consenso racional. 

    Los indios, los negros, los melanesios.., todos esos humanos que habitaban zonas tropicales con mucho calor y muchos mosquitos eran genéticamente inferiores, y sólo había que comparar una ametralladora con una lanza para cargarse de razones. Para las mentes más avanzadas de la época, eso no justificaba la esclavitud, la explotación laboral, la esquilmación de los bienes y los territorios. Pero pretender, como pretendía el coronel Fawcett, que los indios fueran capaces de construir por sí solos una ciudad prodigiosa en el interior del Amazonas era casi como plantear una broma entre colegas de profesión.





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El sueño de Ellis

🌟🌟🌟

En El sueño de Ellis, una inmigrante polaca que posee los rasgos bellísimos de Marion Cotillard llega a los Estados Unidos acompañada de su hermana tísica. Son los años veinte, y en la isla de Ellis, antesala de Nueva York, los aduaneros hacen selección de los que cruzarán la última barrera. Los enfermos y los criptocomunistas habrán de quedarse en la isla antes de ser deportados a sus países de origen, para no contagiar el tejido social de la América decente. El personaje de Marion Cotillard no tose sangre en un pañuelo escondido, ni desembarca en el muelle cantando la Internacional, pero es denunciada por un pasajero como una mujer de moral laxa, pues al parecer, en el barco, aprovechando el trepidante oleaje del Océano Atlántico, se acostó con varios europeos que anclaron en su carne para no caerse por la borda. Es así como ambas hermanas, la casquivana y la tuberculosa, a pesar de rezar cien Ave Marías de rodillas, pues son católicas de la Polonia más estricta y devota, serán colocadas en los barracones de los que nunca habrán de pisar la Tierra Prometida. 





            Es entonces cuando aparece en escena Bruno Weiss, el proxeneta neoyorquino que busca muchachas desvalidas para relanzar su negocio. A cambio de una pequeña mordida, los aduaneros harán como que han perdido los papeles, como que les falta una mujer en el recuento, y Marion Cotillard, con su cara de ángel, gozará asñi de una oportunidad laboral en el Nuevo Mundo. Una oportunidad humillante, deshumanizada, de diez polvos por noche, que ella acepta resignada. Muy mal tenía que pasarlo en Polonia si esta vida es preferible a la que llevaba allí, cuestión que uno, en su ignorancia, siempre se plantea cuando ve películas de inmigrantes que llegan a América. Pues una exigua minoría, eso es verdad, terminó haciendo fortuna y comprándose una mansión, pero una gran mayoría acabó pelando patatas en los restaurantes, pidiendo limosnas en las calles, enrolándose en los ejércitos para comer un chusco de pan a cambio de recibir gentilmente un disparo en la cabeza. Cuántos, me pregunto, viajaron acuciados por la supervivencia, y cuántos lo hicieron engañados por la publicidad.


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