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Tres mil años esperándote

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La película es bonita y tal, pero se me escapa la moraleja. Ni siquiera sé a qué público va dirigida. Es como el reverso indefinido de aquel anuncio que vendía la Coca-Cola para los altos, para los bajos, para los listos, para los tontos... Para todo quisqui. “Tres mil años esperándote” no es para el público juvenil, que se descojonaría de la risa, ni para el público adulto, que busca emociones más fuertes. ¿Público infantil?: no entenderían un carajo. ¿Señoras mayores?: darían un respingo cada vez que vieran aparecer al negro con capucha.

Quizá la gracia consista en ver a Idris Elba convertido en un genio que te concede tres deseos por la cara. Cualquier cosa que anheles salvo la inmortalidad y algún que otro imposible metafísico. Si hace veinte años Stringer Bell vendía la felicidad en forma de papelinas, ahora la vende en forma de conjuros mágicos. Viene a ser más o menos lo mismo. Al final todos los flipes se desvanecen. Nada perdura en la mente inquieta y antojadiza de los seres humanos. Y mucho menos el amor, ya digo, aunque a veces se resista químicamente, sublimándose de gas a sólido y produciendo relaciones que aguantan en pie la marea y la tormenta.

Es ineludible confesar aquí los tres deseos que yo le pediría a un genio de la botella. Como el amor no se puede pedir -porque tiene que ser voluntario y además yo ya lo tengo- pediría, por este orden, vivir sin trabajar, que mi amor viviera sin trabajar y que mi hijo viviera sin trabajar. Y por vivir -le explicaría bien al genio liberado- se sobreentiende vivir bien, quizá no como Julio Iglesias, pero vamos, con nuestra casita en la costa, y nuestra mesa de snooker, y nuestros viajes de placer. Una cosa desahogada, que se dice. 

Yo lo tengo muy claro: el tiempo es oro y la vida es corta. No me haría tanto el longuis como el personaje de Tilda Swinton, que al principio asegura tenerlo todo y no desear nada, y al final, cuando por fin se decide a pedir algo -la muy intelectual, la muy estirada- va y pide el polvo del siglo. Sumus omnibus hominibus.



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RocknRolla

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“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo: “A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”

Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe- escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la espalda, paseando entre fuentes y frutales.

Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es como una voz en el desierto...

 En mi interior vive una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones, para que la vida me tomara en serio de una vez.




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The Wire. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


Para los que hemos visto The Wire y la tenemos puesta en un altar -o al menos en proceso de beatificación- la muerte de Stringer Bell está a la altura de otras muertes memorables que convirtieron la pantalla en un velatorio virtual, como la muerte de Chanquete, o la decapitación de Ned Stark, con nosotros allí presentes, en el sofá, con la lágrima cayendo, y la respiración suspendida, sobrecogidos por la sorpresa de un desenlace inesperado.

Stringer Bell, como otros muertos muy llorados, no era precisamente un tipo recomendable, pero al menos, en la tercera temporada, intentaba salir del círculo vicioso de las esquinas cuadriculadas. Se le veía una parte de carne, en el corazón de piedra. O quizá nos engañamos, y todo era “only business”. Stringer era un gánster, un asesino vicario, un tipejo con el que era mejor no cruzarse por si sus intereses y los tuyos entraban en conflicto: una mujer, o un porcentaje, o una subvención del ayuntamiento...  Pero de algún modo retorcido, casi simiesco, Stringer nos caía bien. A las mujeres -he hecho una encuesta a mi alrededor, como cantaba Javier Krahe- porque su físico las turuletaba, y su voz las sulibeyaba. Y a los hombres, pues un poco por lo mismo, pero por razones de imitación, de aspiración a su estatus de depredador:  porque le veías desenvolverse en los barrios bajos o en los despachos de los senadores y tu ego machuno deseaba copiarle los andares, y las gravedades, y apuntarse lo antes posible a un gimnasio para adquirir ese cuello-toro y ese pecho-gorila.

La tranca -que también adivinamos portentosa- ya sería cuestión de someterse a cirugía, y eso siembra la duda, y estremece la billetera.

Yo, por mi parte, he vivido tres temporadas enamorado de la ayudante del fiscal, la mujer pelirroja de la que ahora mismo, la verdad, no recuerdo el nombre. Será que cada vez que sale en pantalla la sangre me golpea los tímpanos... Sí sé, en cambio, el nombre de la actriz que la interpreta, Deirdre Lovejoy. Cada vez que lo veo escrito en los títulos de crédito, al inicio de los episodios, me entra como un relax y como una excitación, todo al mismo tiempo, no sé si me explico.



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El escuadrón suicida

🌟🌟🌟


Al final, como me temía, El escuadrón suicida ha resultado ser una tontería. Pero no venía engañado. Mea culpa. Tras leer las críticas entusiastas -o al menos no condenatorias- de parte de la crítica,  asumí el riesgo -también suicida- y fracasé. Mal síntoma, cuando me descubro cada poco con las manos en los testículos, para nada sexualizado, ni siquiera excitado con Margot Robbie vestida de princesa majara, sino guiado por el inconsciente aburrido, que allí encuentra como un refugio ancestral o no sé qué. Les pasa a muchos hombres, y no es para nada vergonzoso. Cuando una película me interesa de verdad, me llevo el puño a la sien, apoyado en el reposabrazos, o desmadejo las manos a lo largo del cuerpo, como anestesiado, inmerso del todo en la alegría o en el sufrimiento de los demás. Me conozco como si me hubiera parido, vamos.

El escuadrón suicida es una película golfa, loca, sin pies ni cabeza, para adolescentes de centro comercial, o adultos que aún rondan por allí.  Dos horas de explosiones, sesos esparcidos y chistacos sobre comeduras de polla al borde del mar. El blockbuster moderno, ya sabemos, postarantiniano, que le ha dado no una, sino trece vueltas de tuerca, a sus planteamientos cojonudos y radicales. Fue él, Tarantino, el que abrió la caja de Pandora en Reservoir Dogs, cuando aquellos sociópatas trajeados de negro -otro escuadrón suicida, después de todo- hablaban sobre el significado de Like a virgin, la canción de Madonna, sin ponerse de acuerdo sobre si era una virgen expectante o si cada vez que follaba recordaba la virginidad perdida. Algún día sabremos...

Para escuadrón suicida -pensaba yo, a mitad de película, ya distraído con mis cosas- mi equipo de chavales de este año, encuadrado en una categoría demasiado ambiciosa, con una plantilla todavía muy verde, y desorganizada,  a merced de los clubs poderosos, de los americanos del lugar, que se presentan en los partidos como verdaderos comandos de la hostia, los hombres de Harrelson lo menos, armados hasta las botas, y con cara de no perdonarte ni un solo gol, ni un solo lamento.





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The Wire. Temporada 2

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La vida está llena de carteles prohibitivos. Algunos son razonables y otros meros caprichos del mandamás. Algunos nos los tomamos en serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al prohibido entrar sin mascarilla, llevamos años recorriendo una exposición apabullante de arte simbólico, de semiótica amenazante. Cruzando la acera, en el otro pabellón, hay una exposición de lenguaje permisivo -permitido esto, y tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.

Uno de los carteles que más me jode la vida es ese de “Prohibido el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la entrada al trasiego de las mercancías, cuando en verano me acerco a los mares. A mí lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus grúas gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes, verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo sería feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruzándome con marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me facilitan la vida vienen de ahí, de un contenedor pintado de azul, o de rojo, que surcó los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ahí vino este ordenador en el que escribo, la tele donde veo las películas, posiblemente el sofá, los pimientos del Perú, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro, el flexo de la mesita, la antena parabólica que capta mi felicidad... Los DVD y los pinchos de memoria.

Y también, cómo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas, los coches de lujo, que son el intríngulis de la segunda temporada de “The Wire”. Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien cordeles que jamás se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada de nadie, o casi nada: sólo el oficio de los profesionales, que dan el callo en todo momento: los policías, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.



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The Wire. Temporada 1

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Llevamos tanto tiempo hablando de “The Wire” que ya hemos perdido la perspectiva de los años. Yo por lo menos. “The Wire” lleva en la cartelera catódica veinte años, que son un tercio de vida si tienes mala suerte, o un cuarto, si la fortuna te sonríe. Sea como sea, un buen cacho de existencia. El gol de Iniesta ya empieza a coger el color sepia del gol de Zarra y sin embargo, cuando Camacho gritaba afónico en el televisor, ya hacía dos años que “The Wire” había terminado su andadura en la HBO, las cinco temporadas completas, y se iba posicionando en el top 5 espiritual de todos nosotros. Cuando “The Wire” dejó de ser soporte físico y ascendió a los cielos del wifi, empezó a convertirse en mito y religión. Y desde entonces que no hemos parado de alabarla...

Tenía miedo de ver la primera temporada. A veces la leyenda no resiste una visita. Todos los católicos, por ejemplo, sueñan con viajar en el tiempo a la Palestina de Cristo, como en Caballo de Troya, pero no sé cuántos regresarían al siglo XXI con su fe intacta. La narración de los evangelistas y la realidad de los hechos puede ser tan chocante como demoledora. Algo así me temía yo con “The Wire”: una especie de desacralización, o de mundanidad. En el primer episodio te das cuenta de que los teléfonos móviles son todavía unos cacharros antediluvianos y poco generalizados. Por eso, precisamente, se andan con tanto lío en las escuchas... Hay teles cuadradas, y ordenadores con Windows 95, y los detectives hablan mucho de cómo se ha puesto la cosa con las detenciones en comisaría, al hilo del 11-M. Es, directamente, el mundo del ayer.

Pero la narrativa, ay, permanece intacta. Te entra por los ojos y por los oídos a los quince minutos de parloteo, y ya te relajas del todo y disfrutas como un enano. La serie resiste, vaya que si resiste. Es más: campea victoriosa. Las jetas de todo este casting pluscuamperfecto conforman algo así como una esfinge de Giza que mira al puerto de Baltimore, imperturbable. El viento y la sal todavía no han producido rasguños detectables.

Hay nariz para muchos años.




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Molly's Game

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Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras. 

    Ésa es la primera discapacidad que hoy vengo a confesar: que yo presumo de ser un seguidor incondicional, pero si tengo que decir la verdad, de todo lo que dicen sus personajes no me entero de la misa la media. Les pillo algunas ocurrencias, algunas gracias, porque tampoco soy un estúpido integral, y con esas pequeñas perlas voy construyendo el mito de nuestra estrecha relación: él escribiendo cosas para inteligentes y yo aspirando a la inteligencia de comprenderlas. Pero es falso. Sólo me tiro el rollo para que los cinéfilos fetén, los seriéfilos con pedigrí, caigan de vez en cuando por estas páginas.

    Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.

      Molly’s Game, además, se me atraganta porque en ella concurren, como en un chiste sobre el colmo de los colmos, otras dos discapacidades que han lastrado gran parte de mi vida, y gran parte, también, de mi cinefilia. La primera es que no entiendo los juegos de cartas. Sólo me quedo con los muy idiotas, o con los muy simples, los que se enseñan a los niños para que vayan metiéndose en el vicio.  La otra discapacidad es en realidad el compendio de unas cuantas: la sordera, la mudez, la estulticia, el no dar pie con bola cada vez que Jessica Chastain aparece en una pantalla. Y más si lo hace pintada para la guerra, con la mirada agresiva, y los pechos altivos y apretados. Y esa voz que derrite montañas, y evapora mis océanos…





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Prometheus

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Cuando en la tele de mi salón me ponen una nave espacial y unos alienígenas que prometen hostias como panes y misterios como embrujos, entro en un estado mental que podríamos llamar de "racionalidad suspendida". Del mismo modo que los argonautas de la nave Prometheus pasaron meses hibernados a la espera de llegar a su destino, mi mente inquisitiva, en las dos horas que dura la película, se queda como dormida, como pasmada, y de pronto es como si me sustituyera el niño que una vez fui, con las piernas colgando en el sofá, incapaz de ponerle un pero a estas aventuras de seres humanos que buscan el origen de nuestra especie en un planeta muy lejano. Como Darwin a bordo del Beagle, hace dos siglos, pero a mucha más velocidad, y con ordenadores sofisticados en lugar de cuadernos de notas. 

    Mientras la nave Prometheus surca el vacío interestelar y la película Prometheus discurre en el silencio de la noche, yo, infantilizado, me dejo llevar por las olas del mar, y por el balanceo de la trama, y casi termino chupándome el dedo de nocilla y pidiéndole a mamá que abra un poco la ventana para que entre el fresco del anochecer.

    Cuando termina la película, ya recompuesto de nuevo en un señor mayor con barba entrecana, y ojeras por los pesares, vengo a los foros dispuesto a cantar loas y alabanzas. Pero descubro, perplejo, y bastante avergonzado, que soy el único gilí de la galaxia que no ha caído en las incongruencias varias del guion. En los comportamientos inexplicables de los personajes. En las filosofías trascendentales que se quedan huecas, desatadas, como jirones de sabiduría que vuelan sin propósito ni resolución. Leo, entre divertido y acomplejado, los comentarios de quienes no se dejaron engañar, de quienes analizaron la película mientras la vieron y disfrutaron. Y me ruborizo de vergüenza... ¿Soy aquel espectador medio del que hablaba David Simon en sus diatribas contra las audiencias? ¿Un tipo más bien menguado, más bien lento de reflejos, que se traga las historias sin espíritu crítico, abandonado a la molicie mental, al consumo indiscriminado? ¿Un espectador que se da cuenta de los errores de guion -porque tan gilipollas no soy- y los pasa por alto pensando que los guionistas sabrán, y que qué va uno a opinar desde el sofá? ¿O tengo, acaso, la inmensa fortuna de disfrutar como un niño donde otros toman apuntes como maestros adustos y perfeccionistas?




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Beasts of No Nation

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Los había visto muchas veces en los telediarios, y en los documentales aterradores de La 2: niños que abultan menos que sus propios kalashnikovs y que vagan por las selvas africanas combatiendo en la facción desharrapada de cualquier guerra civil. Hoy los he vuelto a ver en Beasts of No Nation, que es una película sin aliños, sin cocciones, cruda hasta espantar a los espectadores más escrupulosos. 

    Niños como Agu, el protagonista a su pesar, que un día se levantan para ir al colegio y en el visto y no visto de un tiroteo se quedan sin maestros, sin padres, sin aldea en la que refugiarse, y son reclutados por una guerrilla que pasaba por allí a cambio de un cobijo y de un mendrugo de mandril. Les ponen un kalashnikov en bandolera, les sirven cocaína en polvo para el postre, luego les gritan que los tipos de la otra selva son unos antipatriotas y unos chorizos, unos violadores y unos asesinos, y los envían a la guerra para servir a un señor muy distinguido que vive muy lejos, en la gran ciudad, más antipatriota y chorizo que nadie. Y entre tiro y tiro, para hacerlos hombres de provecho y combatientes de pedernal, los obligan a violar mujeres y a ejecutar prisioneros en los descansos educativos de las refriegas.



    Y por debajo de ellos, en el subsuelo, moviendo los hilos y las codicias, el oro y el diamante, que son como la kriptonita que convierte a los seres humanos en bestias. O mejor dicho: que los devuelve a su estado natural de bestias. Sólo hay que rascar un poco la superficie para que Mad Max cabalgue de nuevo por los desiertos, o por las sabanas tropicales. Los occidentales hemos tenido la inmensa suerte de nacer sobre un subsuelo que nunca produjo gran cosa de valor: carbón, en las montañas lejanas, y petróleo, en los páramos tejanos o siberianos. Y poco más. Siempre que nosotros, o nuestros antepasados, necesitaron el metal precioso o el mineral indispensable, fuimos a robarlo a tierras muy lejanas donde además suele hacer mucho calor, y todo es como la pesadilla selvática de Apocalypse Now, o como las alucinaciones arenosas de Lawrence en Arabia. Habría que vernos a nosotros, los hombres del bienestar, viviendo sobre una montaña de riqueza que otra nación más poderosa quisiera arrebatarnos. 





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Prometheus

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Veo, por la noche, en celebración particular y solitaria de este primer miércoles del año, la esperadísima Prometheus de Ridley Scott, que trata de explicar los enigmas desplegados en Alien y sus secuelas.

Me acuesto con la sensación de haber visto una gran película, casi una obra maestra, si no hubiesen quedado sueltos por ahi un par de cabos. Peccata minuta, en todo caso. Apago la luz y me encomiendo al sueño como un niño satisfecho y feliz, imaginando mundos extraterrestres, aventuras astronáuticas, hallazgos trascendentales que iluminan el origen de la humanidad. Luego, por supuesto, el sueño caprichoso toma sus propios derroteros, y lejos de transportarme a los espacios siderales, me devuelve a la realidad de mis asuntos laborales, de mis deseos sexuales, de mis conflictos nunca resueltos con el bendito balompié. 

A la mañana siguiente, en la cafetería que me proporciona la conexión, entro en los foros dispuesto a compartir mi éxtasis infantil. Mi sorpresa, al leer los primeros comentarios sobre Prometheus, irónicos y denigrantes, es mayúscula. No es posible, pienso. Están hablando de otra película... Leo la primera crítica con el escepticismo plantado en mi cara, y las garras de la respuesta bien afiladas, dispuestas a teclear una réplica implacable. No voy a creerme nada de lo que me diga este fulano, por muy valorado que figure en el escalafón. Pero la voy a leer, detenidamente, por educación, por ecumenismo cinéfilo. Para ir rebatiendo uno por uno sus argumentos, seguramente flojísimos, y antojadizos, porque este pecador de la pradera debió de ver Prometheus sin gafas, o con una novia sobándole el paquete, en inatención gozosa y muy perdonable.

Sin embargo, termino de leer su crítica y soy yo quien rinde las armas, y retrae las garras, y echa de menos haber visto Prometheus con el sexo dulcemente acariciado, cosa que, al parecer, lejos de reducir la concentración, la multiplica por dos o incluso por tres. Me doy cuenta de que ayer, en inusual comportamiento, no vi Prometheus como siempre veo todas las películas, sobándome los testículos, como hacemos todos los hombres abandonados a la soledad frente a la pantalla. Ayer, no sé por qué, yo tenía las manos castamente reposadas, una en el regazo y otra en el mando a distancia, y no vi los cabos sueltos que este internauta, perspicaz y cachondo, denuncia con gran sentido del humor. No dos cabos agitándose al viento en venial descuido, como yo recordaba, sino decenas de ellos, ridículos, risibles, evidentes hasta para el más corto de los espectadores.

Cómo pude pasar por alto estos dislates... Cómo pude tragarme el absurdo de los giros, el vacío de las explicaciones, el vagar inexplicable de los personajes... Cómo, por los dioses, cómo... Cómo me dejé llevar por las ansias, por la expectación, por la magia presentida. Está visto que me ponen una nave espacial y un planeta que encierra misterios, y ya me vuelvo tarumba, y se me nublala razón.






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