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Ariane

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El final de “Ariane” es muy bonito: un japi-én al puro estilo de Jolivú. Dos amantes que van a despedirse en la estación de tren, deciden, en el último momento, contra todo pronóstico, emprender juntos la aventura. Y no me digan que soy un revienta-películas porque ustedes ya saben, si vieron "Ariane", o ya lo intuían, si estaban predispuestos a verla. 

Es lo malo que tienen los clásicos en blanco y negro: que salvo contadas excepciones no admiten un final infeliz o atravesado, y eso le quita mucho emoción a la experiencia. No es como en el cine moderno, que será mucho peor a decir de los críticos, pero que al menos nunca sabes qué conejo te sacará de la chistera. En el siglo XXI, un remake de “Ariane” podría terminar con Gary Cooper metido en la cárcel por acoso o con Audrey Hepburn operándose de arriba abajo para convertirse en Adolf  y casarse con Gary en algún país tolerante como España. Quiero decir que la palabra spoiler es muy moderna, de apenas unas décadas para acá, y que todo lo que tiene de molesta lo tiene también de sorpresa y de regalo. 

De todos modos, si lo pienso bien, el final de “Ariane” -ese que nunca veremos tras la cortina del "The End"- es una tragedia morrocotuda. No a corto plazo, desde luego, porque suponemos que en ese coche-cama que sale de París van a suceder cosas muy románticas por indecentes, y viceversa. Ni tampoco a medio plazo, porque el amor de Frank y Ariane viene sustentado, además de por la belleza física, por los muchos millones que maneja ese gran mago de las finanzas. Las próximas semanas o meses serán como aquel derroche de amor que cantaba Ana Belén mientras se cimbreaba. Pero ay, a largo plazo, cuando Frank Flannagan, el macho alfa, el conquistador compulsivo, el galán de las aristócratas europeas, decida que hasta aquí hemos llegado. Porque los ligones experimentados son así: para ellos, conformarse con el nuevo amor de su vida es como claudicar, como traicionarse a uno mismo, aunque ella sea tan dulce y tan bonita como Ariane. 

Pobre Ariane, la impechada violoncelista, que emprendió el vuelo mortal de la luciérnaga.





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Primera plana

🌟🌟🌟🌟

Todas las mañanas, cuando abro el periódico digital y me enfado con algún periodista que redacta las noticias con aires de literato, me acuerdo de Walter Matthau gritándole a Jack Lemmon: "¡Nadie lee el segundo párrafo!". 

Si Walter Matthau se quejaba de que el "Chicago Examiner" no aparecía citado en las primeras líneas del artículo, proclamando tener la exclusiva de la noticia, yo, tan avinagrado como él, me quejo de esos redactores que se guardan lo fundamental para el segundo o el tercer párrafo -el qué, el cómo, el dónde- y utilizan el primero para dar rienda suelta a sus ambiciones: "Ayer lunes, en la fría mañana del Páramo Leonés, en esa hora tenebrosa del amanecer..." Paparruchas. Estos tipos seguramente jamás han visto “Primera plana”, y mucho menos “Lou Grant, que fue una escuela de periodismo para todos los chavales que entonces vivíamos pendientes de aquellos currantes que dirigía la madre de Tony Soprano. Profesionales sin tacha que se recordaban a todas horas mientras redactaban las noticias: "Lo importante va siempre en el primer párrafo...".

En fin, cosas mías. Asociaciones que me vienen a la cabeza mientras veo "Primera plana" y me voy riendo casi en cada diálogo y en cada réplica; en cada ocurrencia y en cada giro argumental.  Porque el guion es de oro, y los actores son de leyenda, y Billy Wilder es un tipo vitriólico que no trata bien a casi nadie. En la película no hay ningún periodista con un mínimo de ética o de dignidad, y en eso “Primera plana” es una película de rabiosa actualidad. Ahora todo es digital e instantáneo, pero las noticias que publicaba el “Chicago Examiner” no se diferencian mucho de las que ahora nos dan los buenos días. En la prensa sigue habiendo más exageraciones que exactitudes, más intereses que moralidades. Los redactores-jefe son todos como este tipejo que interpreta Walter Matthau: paniaguados que también obedecen órdenes, urden en las sombras y sonríen con una jeta de cínicos recalcitrantes.









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El apartamento

🌟🌟🌟🌟🌟 


Hace pocos meses, de madrugada, una mujer que conocí en las redes sociales me contaba por teléfono las desgracias de su vida. Mayormente su relación con los hombres, que al parecer había sido caótica, insatisfactoria, llena de trampas y malentendidos. Yo no daba crédito a la fotografía que coronaba su perfil de WhatsApp: una pelirroja guapísima, de cabello corto, de ojos verdes y pizpiretos... Su voz era como el cantar de los nenúfares, si los nenúfares cantaran. Vivía un poco lejos de La Pedanía, pero ella venía hacía mí como el bólido de Fernando Alonso, sin parar en los semáforos. Yo estaba seguro de que esta mujer me estaba confundiendo con otro, porque ella venía de jugar la Champions League de los amores: maromos con pasta, yates amarrados, suites de cinco estrellas, pechos fornidos y bronceados. Ese era, al menos, el paisanaje que ella me desgranaba: yuppies de Madrid, abogados de Barcelona y artistas de Luxemburgo. La Champions, ya digo.

A mí, al principio, me daba que esta mujer estaba piripi como una cuba, o que me tomaba el pelo por una apuesta con las amigas.  Pero no: ella valoraba precisamente que yo fuera un anacoreta de La Pedanía, un bobolón del corazón, un desentendido de la moda...  Tan “diferente” a todos los demás. Tan “molón”, me dijo incluso.

-          Ojalá algún día encontrara a un hombre como tú -me soltó ya pasadas las dos de la madrugada.

Un hombre como yo soy... yo, obviamente, pero no me atreví a decírselo. Para qué. Ella se parecía mucho a la señorita Kubelik de “El apartamento”, en la cara y en los lamentos, y la señorita Kubelik estaba muy perdida en sus laberintos. Las mujeres así nunca encuentran la salida, o la encuentran demasiado tarde. O no quieren encontrarla.

-          ¿Por qué nunca me enamoro de una persona como usted? -se lamenta la señorita Kubelik ante Jack Lemmon, recordando que está fatalmente enamorada de un tipo impresentable, un mierda y un manipulador que es el jefe de la empresa.

-          Ya, bueno... -responde Jack Lemmon con el corazón destrozado-. Así es como son las cosas.







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La vida privada de Sherlock Holmes

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Ni siquiera Sherlock Holmes es inmune a los encantos de una mujer: eso es lo que hemos aprendido viendo La vida privada de Sherlock Holmes. Que el detective de la inteligencia preclara, del espíritu impertérrito, el vulcaniano que se afincara en la Tierra mucho antes de construirse la nave Enterprise, también se cortocircuita como un robot averiado cuando una extraña dama aparece en Baker Street con el vestido mojado que transparenta las formas.

    Holmes, en una escena anterior, le ha dicho a su amigo Watson que ninguna mujer es digna de confianza. Que su dilatada práctica profesional, y su dolorosa experiencia personal, le han convencido de esta verdad incuestionable que guía sus pasos por la vida. Todos pensamos que Holmes es un misógino irredento que ve en las mujeres la encarnación del diablo, de la tentación, de la inferioridad intelectual incluso, pues no hay que olvidar que nos hallamos en el siglo XIX y que estos pensamientos eran muy comunes por la época. Pero luego, con el paso de los minutos, vamos comprendiendo que nuestro amigo Sherlock no es realmente un misógino, sino un sherlóckgino, si así pudiéramos decirlo. Es él mismo quien no se tiene demasiada confianza. Él mismo quien se achanta ante la presencia turbadora de una mujer. Lo descubrimos en su rostro preocupado, y en sus gestos envarados, la primera noche que Gabrielle Valladon hace posada en el 221B. Holmes sucumbe ante ese rostro hermosérrimo que solloza y pide ayuda. Ante ese cuerpo sonrosado que a veces se destapa en el revoltijo de las sábanas prestadas. Quizá no es amor todavía, pero sí su embrión, su semilla, y Holmes ya casi siente que la planta florida trepa por su garganta, ahogándole de gozo. Y lo que es peor: nublando su inteligencia, que hasta entonces no tenía rival en el otro centro neurálgico, allá en el escroto, donde el cerebro irracional dormía el sueño sin mujeres. 

    La vida privada de Sherlock Holmes es también la lucha privada de Sherlock Holmes: la que habrán de sostener la frialdad profesional y la calentura que ya le entibia los pantalones. El hombre supra-evolucionado frente al antropoide que nunca se había ido del todo.




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Avanti!

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La idea original de Avanti! era que el señor Wendell Armbruster  estuviera liado con el botones del hotel Excelsior, y que el escándalo mayúsculo de dos amantes adúlteros fuera todavía mayor. Pero corría el año 1972 y los ejecutivos del estudio disuadieron a Billy Wilder de rodar tal atrevimiento. El amor truncado que luego habrían de enterrar la señorita Piggott y el heredero Armbruster fue, finalmente, un romance de exquisita heterosexualidad, con cenas a la luz de las velas, rondalla de músicos italianos y playas accidentadas donde siempre hay un roquedo oculto en el que desnudarse.

    Curiosamente, los desnudos de Jack Lemmon y Juliet Mills -dos culos y dos pechos blanquecinos y mortales tostándose al sol- sí pasaron el filtro puritano de los mandamases en Hollywood, que tal vez lo consideraron un mal menor frente a la idea primera de colocar dos pollas contemplando las aguas del mar Tirreno, como dos periscopios en el ardor de la pasión, o dos polluelos de gaviota en el remanso de la satisfacción. La censura española -of course- no se dejó engañar por esta celebración del amor estival y retozón, por muy heterosexual que fuera. Y pporque, además, suponía el adulterio flagrante del heredero Armbruster, y el adulterio es un pecado muy gordo en cualquier orilla de los océanos.

    Donde no sé si existió otra censura mayor, radical, casi patriótica, de Avanti!, fue en la católica y soleada Italia, lugar idílico donde los nativos de la película se desviven para que los americanos con posibles dejen los dineros y las sonrisas. La imagen que se da de los italianos -y más concretamente de los italianos del sur- es un sainete casi tercermundista, con mafiosos desdentados, lugareños extravagantes, camareros chantajistas, burócratas ineficaces y mujeres tan cejijuntas y bigotudas que obligan a sus maridos a emigrar a Estados Unidos en busca del sueño de la Rubia Anglosajona. Y pasarse así, de polizones, a otra película muy famosa del año 1972 que ya no iba de americanos enterrando familiares en Italia, sino de italianos enterrando fiambres en los Estados Unidos. 



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Bésame, tonto

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Bésame, tonto es una película protagonizada por un marido celoso, una esposa amantísima, una prostituta de carretera y un ligón irresistible que hacía fortuna cantando en Las Vegas. Medio siglo después, Bésame, tonto, sin que nadie le haya quitado ni añadido nada -sólo una escena que en su día cortó la censura española- se ha transmutado en una película protagonizada por un marido maltratador, una esposa subyugada, una esclava del machismo y un acosador insufrible que no sabe refrenar sus instintos. Cuánto hemos cambiado... 

    Hoy nadie se atrevería a rodar una película como ésta. Ni siquiera en clave de comedia. El horno de los tiempos modernos no está para bollos, y miles de plumas afiladas -y quien dice plumas afiladas dice teclas como martillos- esperan el desliz o la sobrada para lanzarse a la yugular masculina del responsable. Muchas veces con razón, y otras -para mantener prietas las filas y las llamas en combustión- rizando los rizos inexistentes. Se ha declarado la guerra, y todos los hombres son sospechosos de patriarcado hasta que se demuestre lo contrario.

    En una línea de guión de Bésame, tonto se llega a decir que la mujer, sin un hombre que la lleve por la vida, es como un remolque sin vehículo. Un proyecto varado, sin motor propio. En fin: una barbaridad que en los tiempos modernos ya casi mueve más a la risa que a la indignación, como dicha por un borracho en plena melopea. 

    Wilder y Diamond eran dos tipos muy inteligentes, incisivos y puñeteros, pero también eran dos hijos de su época, y a veces se dejaban llevar por estos clichés de la mujer en la cocina y del hombre en la cacería. De la mujer que se realiza en el marido y del marido que se realiza en el trabajo. Luego llegó el feminismo, la mujer también quiso realizarse en el trabajo, y los empresarios, siempre tan avispados, aprovecharon para divir los trabajos en dos sueldos y los sueldos en cuatro migajas. Cuánto hemos cambiado también en eso.  Esta vez para peor.




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