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Cliente muerto no paga

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Aburrirse es el pecado capital; el encefalograma plano del espíritu. Está prohibido y además es imposible. Siempre hay una película que ver, un libro por descubrir. Un nuevo partido de la Premier o el enésimo funambulismo del Madrid. El paisaje de La Pedanía es el mismo pero cambia con las estaciones, y yo mismo soy distinto cada día en función de los placeres o los dolores. Se puede estar triste, decaído, depresivo incluso, pero aburrido... jamás. 

En ese encadenamiento de días festivos que unió la Constitución trasnochada con el follisqueo no folliscante de la Virgen, no pude salir de puente porque a) estaba malito, b) preferí ahorrar jayeres para los días luminosos y c) tuve que hacerme cargo de Noa, la perrita que hace años dejaron unos extraterrestres en La Coruña. Fueron 120 horas de encierro que dieron para hacer algunos experimentos con el tiempo. Descontados los entretenimientos antes citados, los paseos obligados con los perretes y un torneo de snooker televisado en Eurosport, aún quedaban horas para embarcarme en uno de esos ciclos cinéfilos y muy tontos que yo mismo me autoimpongo. Consiste en recordar a alguien semiolvidado -un actor, una actriz, un director viejuno del TCM- y decirle a la mula que me descargue sus tres o cuatro películas más significativas: algunas ya vistas, pero borradas del recuerdo, y otras de riguroso estreno en mi salón porque en su tiempo las deseché, o las infravaloré, o escuché a Carlos Pumares decir que eran subproductos o mierdas pinchadas en un palo. 

La primera película del ciclo dedicado Steve Martin ha sido “Cliente muerto no paga”. Nunca la había visto y la verdad es que no entiendo por qué. Pumares -ahora lo voy comprendiendo- me hizo mucho daño de chaval... No es una obra maestra, pero te deshuevas, y además contiene ese bonito homenaje a los clásicos de Hollywood, por los que Steve Martin va entrometiéndose con el desparpajo propio de un Pepe Carvalho muy tonto y divertido de Los Ángeles.





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Tener y no tener

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Es difícil de entender que Lauren Bacall, con 20 años, con esa belleza absoluta que nunca conocerá el paso de las modas, se enamorara de un hombre veinticinco años mayor que ella y casi veinticinco centímetros más bajo. Y lo peor de todo: entregado en sus ratos libres, cuando no rodaba películas, a empinar el codo hasta dejar el hígado para el arrastre. 

Una mente del siglo XXI, ya descreída del amor puro, podría pensar que Lauren Bacall solo iba tras el dinero de nuestro Humphrey. Pero qué dinero, ni que ocho cuartos, en esos ambientes exclusivos de Hollywood, donde cualquiera se gasta un palacete y una piscina en el jardín. Lauren Bacall pudo haber tenido a cualquier hombre con solo chascar los dedos, pero prefirió a Humphrey Bogart y juntos forjaron una leyenda eterna para el romanticismo. Tuvieron dos hijos, se negaron a declarar ante McCarthy y solo la muerte en forma de cáncer pudo separarlos. No pegaban ni con cola -al menos en el físico, insisto- pero a fuerza de verlos en las películas y en las fotografías uno ya está hecho a su intrigante conjunción y les admira complacido. Y yo, por lo menos, también un poco envidioso de ese tunante afortunado. 

La gracia de “Tener y no tener” -aparte de que es un clásico que aguanta sin hundirse los embates de las olas -es que podemos asistir a un enamoramiento real, en vivo y en directo. Bogart y Bacall no fingían que se enamoraban, sino que se estaban enamorando de verdad. Y eso se nota en las miradas: siempre tardan una décima de segundo de más en desviarlas. Se sonríen no como profesionales, sino como auténticos colegiales sorprendidos por las cámaras. Yo creo que no deberían haber cobrado ni un dólar por hacer esta película -ella en su primer papel y él en la cúspide de su fama- porque no estaban trabajando de verdad. Solo se dejaron llevar. No voy a decir que Bogart tiene hasta erecciones involuntarias porque lleva todo el rato unos pantalones muy holgados y es imposible verificarlo. Pero morcillona, vamos, seguro que sí. 




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El sueño eterno

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Una vez le preguntaron a Howard Hawks sobre “El sueño eterno” y dijo que él tampoco se había enterado de nada. Que por las mañanas le pasaban el guion y él se limitaba a rodar las escenas como un profesional. Perdido en la trama, él intentaba que Bogart soltara sus frases y que Lauren Bacall quedara la hostia de guapa -y para eso tampoco había que esforzarse mucho. Y con eso, el bueno de Howard ya se iba a dormir tranquilo y satisfecho. Lo demás era accesorio y puro blablablá.

Bogart y Bacall -que se habían conocido dos años antes en “Tener y no tener”- eran la pareja de moda en Hollywood y la Warner Bros. decidió juntarlos de nuevo para arrasar en la taquilla. “El sueño eterno” contó con cuatro guionistas para adaptar la novela -ya de por sí enrevesada, casi ilegible- de Raymond Chandler. Pero al parecer apenas se coordinaban entre ellos. Uno de ellos era el mismísimo William Faulkner, contratado para darle al guion más profundidad existencial y más empaque literario. Pero después de leer “Los días perfectos” de Jacobo Bergareche ya no nos extraña que Faulkner escribiera disparates o pasara de cogerles el teléfono a sus colegas, tan ocupado como estaba en beber hasta las trancas y acostarse con su amante de California. Los días perfectos...

“El sueño eterno” tiene una legión de seguidores que disimulan haber perdido el hilo de la trama. Unos se creen demasiado listos y otros se consideran demasiado cinéfilos. Es la solera de los clásicos, que los envuelve como en un aura de santidad. En las mentes de los simples siempre hay una justificación o una ceguera para no reparar en los defectos evidentes. La gente es así... 

No pasa nada por reconocer que “El sueño eterno” es un puro disparate de gángsters y maleantes. Da igual. La queremos lo mismo. Cada vez que Lauren Bacall aparece en pantalla todo cobra sentido de nuevo. No es que entiendas lo que está pasando, pero ella ilumina la escena y justifica las largas esperas. “El sueño eterno” es una metáfora de la vida misma: pasamos por ella sin enterarnos de nada, solo a la espera de que un nuevo amor justifique este rato tan aburrido y embrollado. Yo estoy de nuevo a la expectativa.





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Sabrina

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El tiempo, gracias a los dioses del cine, ha hecho poca mella en “Sabrina”. Solo en alguna esquina del guion hay indicios de herrumbre, de futuro resto arqueológico. La estructura de la película permanece incólume, lo que se dice clásica, desafiando a las décadas y a los vientos. Tan desafiante como esa torre Eiffel que da testimonio de que Sabrina estudia alta cocina en París para olvidar a David Larrabee, el playboy de los ricachones. El follador compulsivo de las burguesas neoyorquinas. El guapo -y atolondrado, y encantador, y manirroto- David Larrabee por el que Sabrina Fairchild, la hija del chófer, la cenicienta de los motores, siente un amor tan irresistible como imposible. 

Sabrina y David viven en la misma finca, separados apenas por unos metros, pero entre la mansión de los acaudalados y la vivienda sobre el garaje hay un muro tan insalvable como el que separaba los Siete Reinos de las Tierras Salvajes. Y como es un muro que sólo los muertos pueden escalar sin miedo a descalabrarse, Sabrina, desengañada, decide pasarse al otro lado aspirando el humo de los coches arrancados. Luego vendrá a rescatarla un caballero más bien ajado y fuera de lugar llamado Bogart Lancelot...

“Sabrina” es una película muy estimable, ya digo, pero su personaje central, la propia Sabrina, aunque tenga la belleza principesca de Audrey Hepburn, es una mujer sospechosa y antipática. Encandilada desde niña con las fiestas de alto copete que contempla desde su árbol, Sabrina ha decidido que su objetivo en la vida es casarse con un millonario -como en el título de aquella otra película- y lo mismo le da un hermano Larrabee que otro con tal de llevar la vida soñada de piscinas y cruceros. Para el espectador con un mínimo de sensibilidad, los hermanos Larrabee son dos fulanos muy poco recomendables: el mayor un tiburón de las finanzas y el menor un chulo de mierda. Uno que explota a sus trabajadores y otro que explota a su familia. Dos hijos de puta, en realidad, cada uno en su estilo. Que Sabrina tenga una fijación enfermiza por estos dos impresentables dice muy poco a su favor.



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El tesoro de Sierra Madre

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En los primeros minutos del making off nos cuentan que el autor de El tesoro de Sierra Madre, la novela, es un tal B. Traven, cuya identidad aún es una incógnita para los historiadores del cine. Una gilipollez, obviamente, un recurso dramático a lo Iker Jiménez para montar una película de suspense tras la película de aventuras.

    Basta con venirse a la Wikipedia para encontrar al asesino que asestaba los teclazos contra el folio. B. Traven era el pseudónimo del escritor alemán Otto Feige, un hombre cuya vida, desnovelada y cruda, también daría para hacer una película cojonuda. Otto Feige soñaba con la instauración del Soviet de Baviera en los tiempos de Rosa Luxemburgo, pero fusilada la intentona -en lo metafórico y en lo sanguinario-, puso un océano de por medio y encontró refugio en México, donde había otra revolución socialista en marcha. Pero la revolución de México era mucho más confusa y polvorienta, con bandoleros que jamás habían leído a Marx ni a Engels porque muchos, entre otras cosas, no sabían ni leer.



    El tesoro de Sierra Madre es una historia ejemplar sobre los peligros de la avaricia. Porque la avaricia rompe el saco, y también los saquitos de oro donde los protagonistas de la película llevan su fortuna a lomo de los mulos. La película es socialismo pedagógico, la antítesis moral de lo que enseñaba Gordon Gekko en Wall Street, y sorprende que en 1948 los censores inflamados de anticomunismo dejaran pasar la película por el radar, quizá más pendientes de detectar una teta, o de que no se viera caer a los muertos en las balaceras.

    El tesoro de Sierra Madre es un canto  a la felicidad por encima de los bienes materiales, porque éstos, cuando garantizan el techo y el sustento, se vuelven superfluos y corrompen el alma. La película sólo yerra cuando afirma que el dinero cambia a las personas,  porque el dinero, en realidad, sólo las descubre. Les quita la pose, el disfraz, la vaciedad de las palabras que no cuesta nada pronunciar, y nos las muestra como Dios las trajo al mundo: desnudas de sencillez, o ávidas de oro.


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