Mostrando entradas con la etiqueta Hannah Arendt. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Hannah Arendt. Mostrar todas las entradas

Hannah Arendt

🌟🌟🌟

En 1961, la escritora y filósofa Hannah Arendt viajó a Jerusalén para seguir el juicio contra Adolf Eichmann. Hannah, judía de nacimiento, sionista militante, ex-cautiva ella misma de un campo de prisioneros, escribe sus crónicas para la revista New Yorker, en las que describe a un Adolf Eichmann que no lleva cuernos, ni rabo, ni tridente. Donde el resto de periodistas ve la encarnación misma del Mal, ella sólo atisba un funcionario miserable, mediocre, incapaz de decidir por sí mismo. Un tipo que se limitaba a obedecer órdenes de sus superiores, y a encomendarse al juramento de fidelidad. Eichmann no es exactamente un asesino, ni un psicokiller de folletín. Es uno de los altos responsables del Holocausto, eso es indiscutible, pero su labor burocrática era un engranaje más en la gran maquinaria del exterminio: una pieza sustituible, recambiable, sujeta a juicio sumarísimo en caso de rebeldía. En el juicio, Eichmann no se arrepiente de sus crímenes porque asegura no haber cometido ninguno. En su defensa alega que su trabajo sólo consistía en enviar trenes a los destinos que le ordenaban, y que los asesinos, lo mismo en Berlín que en las cámaras de gas, eran otros tipos de colmillo más retorcido.



             Los lectores judíos del New Yorker le piden a Hannah Arendt que dé caña. Su sed de venganza demanda carnaza, sensacionalismo, adjetivos encendidos. Pero Eichmann, enclaustrado en su jaula de vidrio, es un tipo que da muy poco juego para escribir crónicas coléricas, a no ser que uno se las invente. Con su calva, con sus gafas de concha, con su expresión alelada y deprimida, ni siquiera parece un nazi de verdad. No es rubio ni apuesto. No exhibe una sonrisa desafiante de medio lado. No denuncia la conspiración judía internacional. Sólo es un burócrata eficiente, oscuro, un ser amoral que dice conocer el destino final de los trenes, pero no el de la carga humana que transportaban. Hannah, a su pesar, queda fascinada por el personaje enigmático de Eichmann. Mientras otros periodistas se limitan a insultarlo y a pedir con vehemencia su ejecución, ella trata de entender las razones del funcionario. No de disculparlo, por supuesto, pero sí de adentrarse en sus razones. Como buena filósofa, le puede tanto la curiosidad como el afán de revancha.


            Pero los lectores de New Yorker no saben apreciar el esfuerzo analítico de Hannah Arendt. Decepcionados con su aparente síndrome de Estocolmo, reaccionarán furibundamente contra la escritora. La insultarán, la escupirán, la amenazarán con la expulsión inmediata de los Estados Unidos. Hannah perderá amigos de toda la vida en su empeño por comprender lo que ella llamó "la banalidad del mal". Pero no dará un paso atrás en sus afirmaciones. El tiempo, finalmente, le dará la razón. Sólo dos años después, en la universidad de Yale, un psicólogo llamado Stanley Milgram, también fascinado por la figura patética de Adolf Eichmann, expondrá al mundo las conclusiones de un experimento científico titulado "Estudio del comportamiento de la obediencia"...



Leer más...