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Cría cuervos

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“¿Por qué te vas?”, cantada por Jeanette, siempre me pareció la canción más triste del mundo. "Todas las promesas de mi amor se irán contigo...". Que levante la mano quien no haya tenido alguna vez el corazón triste, contemplando la ciudad, y la tonadilla en la cabeza. Un mérito incuestionable del señor Perales, del que tanto nos reíamos cuando escuchábamos a los cantautores malotes, aquellos de la farra nocturna y las titis a gogó. 

Puede que sea el contraste entre la letra -desgarradora- y la música –infantil o de feria. La voz de Jeanette -a la que yo siempre imaginé francesa por su acento y resulta que es nacida en el Reino Unido- ayuda mucho a darle ese tono depresivo. De tarde de domingo sin amor. A mí me gustaba mucho Jeanette en mis primeras mocedades: físicamente, digo, y cantarinamente. Salía mucho en nuestra tele en blanco y negro, amenizando las veladas. “Soy rebelde porque el mundo me hizo así/porque nadie me ha tratado con amor”. Jo: qué maravillosa justificación para ir haciendo lo que nos pete. Para que los psiquiatras y los psicólogos se forren escarbando en los traumas que según ellos explican nuestras desviaciones. 

Volver a “Cría cuervos” es volver una y otra vez a la canción de Jeanette. La niña Ana, la de los ojos que inspiran miedo y ternura al mismo tiempo, la pone todo el rato en su tocadiscos. Pero ella, por supuesto, no echa de menos al hombre que la dejó por otra, sino a su madre, que al morirse la dejó desamparada, en manos de su padre militarote y picaflor. “¿Por qué te vas...?” 

En su tarareo de niña sin mundo, la canción ya no es el lamento del desamor, sino la incomprensión sobre la muerte. Por qué tiene que morirse la gente, se pregunta Ana. Pero nadie se muere del todo -es un consuelo muy pobre- mientras haya alguien que nos recuerde. Y el fantasma de su madre se pasea por las habitaciones para reconfortar a Ana y ayudarla a entender. Geraldine Chaplin lleva siempre el mismo pijama de dos piezas, que suponemos mortuorio, como Bruce Willis llevaba siempre la misma gabardina en “El sexto sentido”. 




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¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

🌟🌟🌟


Hace algún tiempo, cuando la nueva logopeda se presentó en mi clase a saludar, “Hola, encantada, soy Mengana, y vengo a sustituir a Zutana”, yo, boquiabierto, ojiplático, pero profesional, muy profesional, como el entrañable Pazos en “Airbag”, entablé con ella una conversación que también nos salió profesional, muy profesional.

Pero mientras yo disimulaba las palabras de amor con tecnicismos en la materia -que si el autismo y que si tal- en las entrañas yo sentía que Max, mi antropoide interior, se desperezaba de la siesta en su árbol, se rascaba con una mano la cabeza y con la otra el escroto, y empezaba a canturrear la canción inmortal de los Burning: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”

Mengana hablaba, y hablaba, y yo asentía, y asentía, y Max, mientras tanto, echaba cuentas funestas de la edad que nos separaba, y del atractivo que nos alejaba, y en su cálculo automático y certero -que me río yo de los superordenadores modernos- le salió que no, que nones, un cero patatero, una x despejada de valor negativo, un menos muchos, la hostia de lejos en notación algebraica... Ni siquiera un numero entero, sino uno de aquellos números imaginarios que estudiábamos en el bachillerato, aquellos que llevaban una parte real y una parte ficticia con una “i”de iluso, y de idiota integral...

Y así, una vez despejado el deseo -porque Mengana era muy joven, y había bajado del Cielo, y yo voy para vetusto, y vivo en el Infierno de los pecadores- Max siguió cantando la canción que los Burning compusieron para la película como un encargo de Fernando Colomo, pero que luego, porque es un tema cojonudo, y pegadizo, la trascendió, se emancipó en las radio fórmulas, y se convirtió por derecho propio en un himno de extrañeza cada vez que una mujer está fuera de sitio, y los años la delatan. Mujer fatal... Porque Mengana, la logopeda interina, estaba como Carmen Maura en la película, fuera de contexto, y los años también la delataban, aunque en su caso fuera por demasiado joven, casi una debutante en la plaza del magisterio, donde la veteranía es la norma, y la belleza la excepción, y ya casi nadie ve las viejas películas de Fernando Colomo.



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La tregua

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Michel Houellebecq escribía en una de sus novelas que el envejecimiento no es una rampa, sino una escalera. De tal modo que aunque el tiempo deshoje los calendarios, uno, mientras no baje el siguiente escalón, o le empujen a bajarlo, se mantiene más o menos igual que cuando le atravesó la última desgracia, o le punzó la última enfermedad. Es por eso que la gente que te ve justo después de una jodienda se sorprende del declive físico, del desplome de las facciones, y le echa la culpa al infortunio. Me pasó a mí, sin ir más lejos, hace no mucho... Pero no es el revés: son los años, que se van almacenando sin menoscabo, como piedras suspendidas sobre tu cabeza, hasta que un ventarrón las abate.

    En La tregua, Martín Santomé es un hombre viudo que descansa en un escalón a punto de cumplir los 49 años. Podría ser yo mismo, tan ricamente, cambiando lo de viudo por lo de divorciado.  Santomé -porque en la película todo el mundo se trata por el apellido, incluso los amantes, y es como en el colegio de los Maristas, donde yo me llamaba Rodríguez a secas- Santomé, decía, está viviendo una tregua insulsa de polvos ocasionales, trabajo rutinario y fútbol los domingos. Una mierda, sí, pero una mierda confortable, a la espera de tiempos mejores, o de tiempos peores, según sople la Sudestada o el Pampero, que al parecer son los vientos irreconciliables del Mar del Plata.  Santomé se teme lo peor porque sus hijos están a punto de abandonar el nido, unos para emparejarse, y otros para ganarse la vida, y cree que cuando se quede solo se le van a caer los techos encima, como años desmoronados.

    Santomé ya se imagina canoso, encorvado, malahostiado con la vida, cuando de pronto conoce a Avellaneda, que es como la luna de aquella otra película argentina. Avellaneda es una mujer linda, y muy joven, casi su hija, o sin casi. Ella le corresponde en su amor contra todo pronóstico, y Santomé, alborozado, no es que se quede en el mismo escalón: es que pega un salto hacia atrás para deshacer tres o cuatro de golpe, otra vez juvenil, ilusionado, haciendo el sexo con amor, o el amor con sexo, que viene a ser lo mismo. Santomé se redescubre fogoso en la cama, risueño en el despertar, jovial en el trabajo. No es una tregua de la vida: es una puta fiesta.

   Lo más jodido de las fiestas es saber que tienen un principio, pero también un final.




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Las huellas borradas

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Yo estuve una vez, de niño, en el viejo Riaño, que en Las huellas borradas llaman La Higuera porque quizá lo de “Riaño” queda muy montañés para un título, con las consonantes tan marcadas, que suenan a peñasco y a río que resuena. Riaño -y su demolición, y su desalojo, y su desaparición bajo las aguas- fue el “momento Andy Warhol” de  la provincia de León en los años 80, cuando aparecíamos un día sí y otro también en las portadas de los periódicos, y en las aperturas de los telediarios. “En Riaño, León, han vuelto a producirse enfrentamientos entre los vecinos que no quieren abandonar sus casas y la Guardia Civil, que ha tenido que hacer uso de pelotas de goma para proceder a los desahucios…”

    Cuando ya todo el mundo pensaba que el embalse no iba perpetrarse, y que la presa, construida y olvidada veinte años antes, iba a quedar como el símbolo hormigonero de otra España superada, se juntaron varios intereses agrícolas y unos cuantos territoriales y los riañeses, y las riañesas, tuvieron que cambiar sus casas de piedra, hidalgas y altaneras en el fondo del valle, por un piso con paredes de mierda y vistas a la carretera general unos pocos kilómetros más allá, por encima del nivel de las aguas que dejaron de fluir libremente y se hicieron lago y sepultura del pasado.



    Yo estuve una vez, digo, en Riaño, con mi padre, y con mi tío, que nos llevaba de excursión en su Seat 131 por los pueblos de la provincia. Mi tío era viajante de farmacia, y recorría los consultorios médicos promocionando los productos de su laboratorio. En agosto, cuando mi padre tenía vacaciones, nos recogía por la mañana temprano y nos llevaba a conocer los rincones de la montaña, o del páramo, según le tocara apechugar. Mientras él hacía sus negocios, y vendía sus aspirinas, y sus jarabes, mi padre y yo echábamos a caminar por las carreteras, o por los caminos, maravillados del paisaje, siempre atentos a encontrar un sitio donde pararnos a comer el bocadillo de chorizo, ante alguna montaña, o a la fresca, en alguna chopera. Nosotros nunca tuvimos coche en casa. Nunca fuimos de vacaciones, ni de excursión, ni de fin de semana. Por no tener, no teníamos ni pueblo. Durante algunos veranos, el coche de mi tío fue nuestro coche, y sus pueblos a visitar, como Riaño, nuestro pueblo.



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Noviembre

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Estos provocadores del teatro callejero iban a llamarse Octubre -por aquello de la Revolución Rusa y de Serguei Mijáilovich- pero al final decidieron llamarse Noviembre porque éste será el mes de la próxima revolución. (Y ya sé, sabihondos, y sabihondas, que habías desenfundado los dedos para corregirme, que los bolcheviques se alzaron en ocubre según el calendario juliano, pero en noviembre, según el calendario gregoriano, que es el que rige nuestro efímero y capitalista paso por el mundo).

    El capitalismo -según se anuncia en las Escrituras- volverá a tambalearse en el mes undécimo de un año florido y jubiloso, y el Grupo Noviembre se anticipa a la efeméride montando movidas en medio de la calle, que es la única revolución que está al alcance de su arte: plantarse en la acera o en el vagón del Metro para realizar una performance que escandalice a los ciudadanos de bien y asuste a los viejos que votan al PP. Arrancar la sonrisa de los niños, molestar un poco a los maderos, provocar un pequeño caos que vaya caldeando la temperatura… Tomar la calle, en definitiva, posición a posición, barricada a barricada, para que llegado el día sólo haya que acudir a los puntos marcados y hacerse fuertes contra los esbirros del zar de los Borbones.

     “La revolución empieza por casa”, dijo una vez el camarada Lenin. Y quería decir, entre otras cosas, que cada cual haga la revolución según sus capacidades, y se beneficie de ella según sus necesidades. Cuando llegue el tercer intento de asaltar los cielos -si contamos a los compañeros y compañeras de la Comuna de París- unos tomarán los centros financieros, otros confundirán los ordenadores y otros escribirán la poesía que inmortalizará las batallas y las hazañas. Y los amores que surjan a su calorcillo... Unos cuantos afortunados plantarán la bandera roja en el tejado de la Bolsa de Nueva York y serán tan famosos, y tan anónimos, y tan inmortales, como aquellos soldados del Ejército Rojo que la plantaron hace  medio siglo en el Reichstag de Berlin. 

    Pero mientras llegan esos momentos históricos, indeterminados en el tiempo, la muchachada del Grupo Noviembre se las apaña por el barrio de Lavapiés, comiendo por cuatro perras, arrejuntándose en las corralas, currando de camareros para no tener que cobrar ni un duro por sus actuaciones. Porque esto no es teatro comercial: esto es teatro revolucionario. Una agitación de las conciencias. Una tocadura de cojones. Mientras llega el tren a la Estación de Finlandia, ellos nos entretienen, y nosotros les aplaudimos.



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El hijo de la novia

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Los seguidores de este blog infumable ya saben que últimamente, a veces guiado por la búsqueda activa, y otras manipulado por el inconsciente traidor, veo mucho cine de cuarentones sumidos en la crisis existencial. Es lo que toca. Con el trabajo consolidado, el hijo criado y el matrimonio finiquitado , se abre ante mí la terra incognita de la vida. Y el cine, a veces más que la vida real, me proporciona apuntes que voy anotando en el cuadernillo de la pequeña sabiduría. 

    Ante mí está el desafío de reinventarse, el afán de reenamorarse, el reto de asumir la lenta decadencia de los sueños y las energías... La pitopausia, y las resacas como hostiazos. Las ganas de revivir mezcladas con la baja forma de los sistemas corporales. El cuarentón -y yo no escapo de esa caricatura- es un personaje complejo, tragicómico, un tipo algo ridículo que está a medio camino de la tonta juventud y de la docta decrepitud. Un tipo que da mucho juego en las películas, y que lo mismo te da para soltar un par de lagrimones que para liberar un par de carcajadas, según como lo pille la cámara, y como nos coja el ánimo en la butaca.

    En El hijo de la novia, el personaje de Ricardo Darín tiene cuarenta y dos años, un restaurante que atender y una custodia que compartir. Y una novia mucho más joven a la que satisfacer. Físicamente, moralmente y diplomáticamente. Darín, además, tiene un padre que aún siendo ateo quiere casarse por la iglesia con una mujer enferma de alzhéimer. Y un amigo muy cargante que siempre aparece en el momento más inoportuno para hacer su humorada. Un porro descomunal, como se ve.

    Darín, por supuesto, no da abasto con tanto personaje salido del vodevil. Y aunque no tiene ni una cana en el pelo, el jodío, ni un mellado en la dentadura, ni una puta nube en la sonrisa, al final su cuerpo le dice que hasta aquí hemos llegado, y se desploma derrotado por el sinvivir.  La moraleja es evidente: a los cuarenta y tantos hay que priorizar objetivos, ralentizar el ritmo, entrenar la cachaza... Hacer el amor con más esmero, y el trabajo con más mimo, y la amistad con más mansedumbre. Cribar, sosegar, tolerar... Como venía a decir Nietzsche por debajo de tanta filosofía sobre los superhombres y los dioses muertos, lo importante, al fin y al cabo, son las buenas digestiones.




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Vientos de agua

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Hoy quiero confesar, como cantaba la tonadillera, que he abandonado Vientos de agua en su episodio número seis, como un pecador cualquier de la pradera. Me impele a ello la vergüenza, la baja autoestima del telespectador que quiere ser refinado y termina naufragando en estos productos tan serios y respetables. 

    Vientos de agua es una serie que Tele 5 primero financió, luego maltrató, y finalmente suspendió de su programación, hará cosa de diez años. Hubo muchas protestas, muchas cartas airadas que no conmovieron a los directivos de la cadena. La serie, con el tiempo, tuvo gran éxito en las catacumbas de internet, y en el mercado legal del DVD, y se convirtió en un lugar de culto donde sus feligreses se refocilaban y se vengaban complacidos. Vientos de agua, obviamente, no era una serie para el prime time de la telebasura. Campanella y sus acólitos ofrecían una serie densa, currada, de cinema qualité, que tenía incluso subtítulos en los primeros episodios, cuando los mineros asturianos bableaban entre ellos para picar sus carbones y planear sus revoluciones. Y la audiencia media de la cadena, claro, al primer subtítulo, se piró a Antena 3 para ver un programa basura sin aspiraciones intelectuales.   




    Yo vine a Vientos de agua engañado por un mal razonamiento. Que el espectador medio de Tele 5 rechazara la serie, y que yo, al mismo tiempo, rechazara al espectador medio de Tele 5, no implicaba en absoluto que Vientos de agua y yo fuéramos a congeniar. La historia que vamos a llamar A, la del argentino que deja Buenos Aires para encontrar trabajo en nuestro país, después del corralito, todavía tiene un pase, y un entretenimiento, porque este actor, Eduardo Blanco, con su cara de perrete apaleado por las circunstancias, hace creíble cualquier aventura loca de las que le suceden en Madrid, y mira que son locas, y hasta absurdas algunas. Pero la historia que vamos a llamar B, la de su padre emigrando a Buenos Aires en los tiempos de la Revolución de Asturias, se me hace chicle en la atención, y yo la masco, y la masco, tratando de digerirla, y nunca termino de deglutirla. No sé si es el color sepia de la fotografía, si la pedantería impostada de los diálogos, si el aire permanente de una versión argentina de Amar en tiempos revueltos... Pero al llegar a esa parte de la historia se me desvía la atención, y casa episodio se convierte en una cuesta interminable y fatigosa como las del Tour de Francia. Al sexto repecho, avergonzado de mí mismo, hermanado, sin querer, con la audiencia estándar de Tele 5, he decidido abandonar y que me recoja el camión escoba para que haga conmigo lo que quiera. Yo lo entenderé. 


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