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La ciudad no es para mí

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La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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Atraco a las 3

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Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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