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Sombrero de copa

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El sombrero de copa ya está pasado de moda. Ahora las clases pudientes se ponen gorras de béisbol para celebrar sus aquelarres, como atestiguan los hijos de Logan Roy en “Succession”. Pero hace años, en las películas de época, el sombrero de copa era el distintivo de las clases altas, burgueses o aristócratas, que se juntaban a la entrada de las óperas y de los teatros para medirse las pollas -ellos- y las joyas -ellas. El abuelo Sigmund opinaba -y si no lo opinaba le quedaría de perlas la afirmación- que el sombrero de copa era un símbolo fálico, una erección de autoestima que se elevaba sobre el cerebro menos usado por los hombres. 

De pequeño veías un sombrero de copa en la tele y te decías: esto es una película distinguida, de gentes refinadas y ambientes exclusivos. Champán, bailes de salón, Fred Astaire y Ginger Rogers bailando como ángeles enamorados... Nada que ver con el neorrealismo italiano, o con el neorrealismo de León, donde todo eran  voces de verduleras y eructos de borrachuzos. Pero luego, en la adolescencia, empecé a leer “El Jueves” y comprendí que el sombrero de copa era un signo de opresión tan simbólico como la cruz de los curas o la  bandera de los yanquis. Los capitalistas que allí se dibujaban -panzudos, sonrientes, con el puro en la boca y el sombrero en la testa, siempre tramando una nueva guerra o una nueva explotación- estaban inspirados en estos mismos hijos de puta que protagonizan “Sombrero de copa”, y que allá por la Gran Depresión, mientras la plebe se quedaba sin trabajo y comía las uvas de la ira, acaparaban dólares y tierras para garantizar el lujo de sus familias.

Los únicos que se salvan en esta función -porque además la película es mala con avaricia, tonta hasta el paroxismo- son, por supuesto, esos dos ángeles con alas en los pies, que ajenos a la lucha de clases se persiguen por los salones en su baile prenupcial.  




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Me siento rejuvenecer

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Cuatro siglos después de que Ponce de León buscara la fuente de la juventud en la península de Florida, el Dr. Barnaby, en la otra costa de los americanos, se puso a mezclar sustancias para dar con la fórmula mágica que detuviera el envejecimiento. El Dr. Barnaby lleva gafas de culo de vaso, tiene despistes propios de un genio y luce la elegancia británica de Cary Grant en cada una de las escenas. Su esposa, Ginger Rogers, que es una mujer chapada a la antigua, vive entregada al bienestar de su marido, y aunque anda por casa siempre vestida para una fiesta -porque en aquellas películas pasaban estas cosas tan fascinantes como ridículas- lo suyo es preparar sopas y planchar camisas para que el doctor no pierda un segundo de sus hondas reflexiones. Ella, en cierto modo, aunque esté tan poco empoderada, tan poco liberada de su yugo, también trabaja para la ciencia y para el progreso.

    El título original de la película es Monkey Business porque al final es un chimpancé, y no el doctor Barnaby, el que da con la síntesis exacta de la poción, mezclando al azar varias sustancias que reposan en los tupos de ensayo. Las probabilidades de que esto suceda son aritméticamente inconcebibles, como si el mismo mono, sentado al piano, interpretara la novena sinfonía de Beethoven con todas sus notas y toda su carga emotiva. Pero estamos en una screwball de aquellas que bordaba Howard Hawks, y los espectadores entramos en el juego con tal de ver a Cary Grant haciendo el payaso, y a Marilyn Monroe -que hacía sus pinitos, y lucía sus palmitos- enseñando pierna gracias a las medias irrompibles de acetato. Lo de ver a Ginger Rogers haciendo mohines y cucamonas ya es otro cantar...

    Lo que no queda muy claro, después de todo, es el efecto real de la fórmula obtenida. Porque rejuvenecer, lo que se dice rejuvenecer, no lo hace. Mejora la vista, cura la artritis, devuelve la euforia, pero los personajes siguen tal cual estaban, alopécicos, o barrigudos, o con el culo caído. La pócima es más bien un medicamento universal para los males menores, pero no parece detener el reloj biológico de los genes. Lo que sí detiene, y hasta retrasa, es la edad mental de sus consumidores, que según la cantidad ingerida regresan a las tontunas de la juventud, o a las gilipolleces de la adolescencia, y se comportan como auténticos irresponsables de la vida civil estrellando coches o pellizcando culos. La pócima de la juventud sólo parece despertar lo peor de las sinapsis cerebrales.



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