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Cría cuervos

🌟🌟🌟🌟


“¿Por qué te vas?”, cantada por Jeanette, siempre me pareció la canción más triste del mundo. "Todas las promesas de mi amor se irán contigo...". Que levante la mano quien no haya tenido alguna vez el corazón triste, contemplando la ciudad, y la tonadilla en la cabeza. Un mérito incuestionable del señor Perales, del que tanto nos reíamos cuando escuchábamos a los cantautores malotes, aquellos de la farra nocturna y las titis a gogó. 

Puede que sea el contraste entre la letra -desgarradora- y la música –infantil o de feria. La voz de Jeanette -a la que yo siempre imaginé francesa por su acento y resulta que es nacida en el Reino Unido- ayuda mucho a darle ese tono depresivo. De tarde de domingo sin amor. A mí me gustaba mucho Jeanette en mis primeras mocedades: físicamente, digo, y cantarinamente. Salía mucho en nuestra tele en blanco y negro, amenizando las veladas. “Soy rebelde porque el mundo me hizo así/porque nadie me ha tratado con amor”. Jo: qué maravillosa justificación para ir haciendo lo que nos pete. Para que los psiquiatras y los psicólogos se forren escarbando en los traumas que según ellos explican nuestras desviaciones. 

Volver a “Cría cuervos” es volver una y otra vez a la canción de Jeanette. La niña Ana, la de los ojos que inspiran miedo y ternura al mismo tiempo, la pone todo el rato en su tocadiscos. Pero ella, por supuesto, no echa de menos al hombre que la dejó por otra, sino a su madre, que al morirse la dejó desamparada, en manos de su padre militarote y picaflor. “¿Por qué te vas...?” 

En su tarareo de niña sin mundo, la canción ya no es el lamento del desamor, sino la incomprensión sobre la muerte. Por qué tiene que morirse la gente, se pregunta Ana. Pero nadie se muere del todo -es un consuelo muy pobre- mientras haya alguien que nos recuerde. Y el fantasma de su madre se pasea por las habitaciones para reconfortar a Ana y ayudarla a entender. Geraldine Chaplin lleva siempre el mismo pijama de dos piezas, que suponemos mortuorio, como Bruce Willis llevaba siempre la misma gabardina en “El sexto sentido”. 




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Ana y los lobos

 🌟🌟

Rafael Azcona es mi dios. O mi semidiós. Un literato griego que nació en Logroño con alas en las manos. En sus colaboraciones con Berlanga o con Marco Ferreri, Rafael Azcona escribió guiones llenos de cinismo, irreprochables, con los que se construyeron obras maestras de nuestro cine. O películas cojonudas, sin más, como aquellas que firmó a última hora con José Luis García Sánchez. Están todas ahí, en mi videoteca, dándome una pátina de hombre ilustrado con memorias de carcamal. Lo de Azcona y Berlanga, en concreto, fue como una conjunción astral. Como el engarce perfecto de dos estrellas que coindicen en la galaxia y bailan una alrededor de la otra.

Pero Azcona, ay, es un dios imperfecto. Por eso digo que es un semidiós, quitándole la mitad de su trascendencia. A Azcona, como a Aquiles, tambièn le huele el pinrel por el talón. Incluso Yahvé, el Dios Supremo, con todo lo monoteísta y poderoso que es, hizo cagadas que sería mejor esconder bajo la alfombra. Por cada belleza que puso en la Creación se le ocurrió un crimen o una basura. Azcona no tanto. En él pesa mucho más lo bueno que lo malo. Pero a veces, cuando se le iba la olla, y le daba por jugar con lo simbólico -y en eso Carlos Saura es una compañía muy poco recomendable- dejaba unos truños en el pinar que todavía huelen desde aquí.

“Ana y los lobos” es una película sobre el tardofranquismo. ¿Y qué era el tardofranquismo?: pues básicamente un puro deseo sexual. Un ansia nacional por despojarse del catolicismo y lanzarse abiertamente a fornicar. Tengo un amigo que sostiene que al franquismo no lo derrotó el afán democrático, ni por supuesto el rey comisionista, sino el ejército de suecas en bikini que desembarcó en nuestras playas para ponerlo todo patas arriba. En “Ana y los lobos” no hay una sueca, sino una norteamericana muy guapa que todavía no sabe en qué berenjenal -y perdón por la metáfora -se está metiendo. 





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Peppermint Frappé

🌟🌟🌟


El problema irresoluble de la humanidad es que todo el mundo quiere follar. La fealdad no anula el ímpetu de los instintos, y eso provoca desequilibrios en el mercado porque los feos, de entrada, no se resignan a entroncar con sus semejantes en la fealdad. Todos anhelamos la compañía de la belleza porque la belleza de nuestra pareja nos distingue y nos ennoblece. Nos da un estatus superior y nos endereza un poco al caminar. Y no hay nada turbio ni superficial en ese anhelo: simplemente es un instinto contra el que no se puede batallar.

Es por eso que los feos nos hemos inventado la “belleza interior”, para que lo intangible equilibre lo tangible. Para que el sentido del humor, la cultura, la inteligencia... el aura inexplicable, nos conceda una oportunidad de aspirar a la gran belleza, la que no necesita subterfugios ni eufemismos. La que es evidente por sí misma, instintiva y natural. La que entra por los ojos y se agarra a las tripas en un santiamén. La que no necesita un procesamiento mental que siempre tiene algo de circunloquio.

Luego, a los feos, la vida nos va poniendo en nuestro lugar. A veces tenemos una suerte de la hostia -a mí me ha pasado- pero son habas contadas en realidad. Conocer tu lugar en el ecosistema es un  proceso más o menos largo y doloroso. Una universidad de la vida, como dicen por ahí. Al final sales de la carrera con una nota de expediente que no es exacta ni cerrada, pero con la que más o menos sabes a qué atenerte. La mayoría recuerda lo aprendido y ya no se lleva grandes desengaños. Pero otros, como Julián en “Peppermint Frappé”, no terminan de asumir su rol  en el escenario, y se llevan unas hostias como panes. Enamorado hasta las patillas de Geraldine Chaplin, Julián se mira al espejo y quizá no se ve. O sí se ve, pero prefiere rebelarse contra la suerte cochina y la dictadura de los genes. Una batalla perdida, en cualquier caso, y una neurosis garantizada.





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La edad de la inocencia

🌟🌟🌟🌟

Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y enfrentadas.

Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me refiero.

En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy básica, o una vena muy primordial.

Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.



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Electric Dreams: Planeta Imposible

🌟🌟

Dentro de unos cuantos eones, cuando el Sol se convierta en una gigante roja y expanda su diámetro por la galaxia, la Tierra será engullida por una ola de fuego y quedará reducida a cenizas. Si algo queda de ella, será una bola inerte y achicharrada que flotará por el espacio como una cagarruta de oveja pasada por un lanzallamas. De todo lo que ahora vemos, y de todo lo que surgirá después, no quedará nada de nada. Será como en aquel chiste de Forges, el de un padre que le dice a su hijo contemplando la llanura desde el otero: “Algún día, hijo mío, nada de esto será tuyo”.

    El fin de la Tierra será una des-Creación que irá desmontando, punto por punto, lo narrado en los primeros versículos del Génesis: se evaporarán las aguas, se extinguirán los animales, se agostarán los vegetales, se extenderán las sombras... Se mezclarán las tierras y los mares en un barro que cocerá a 1000 grados de temperatura para producir cerámica que ya nadie podrá utilizar. Cazuelas de Pereruela salvajes, y muy originales, donde ya no podrán cocinarse los riquísimos bacalaos de León y de Castilla. Los seres humanos -que ya no estarán hechos a  imagen y semejanza de Dios, porque en los próximos eones nos saldrán antenas en la cabeza, y branquias  de Kevin Costner, y seguramente se nos atrofiará el pene por falta de uso- vivirán, digo, si quieren salvar el pellejo, muy lejos de aquí, en otro sistema solar de Alpha Centauri o de Vega, que son las estrellas más cercanas, porque ni en los satélites de Saturno podrá uno evadirse del Sol expandido y asesino.

    También es posible que la Tierra desaparezca mucho antes. Podría ser mañana mismo, incluso. Bastaría con que un gran meteorito chocara con el planeta para sacarnos de órbita y empezar a caer en espirales hacia el Sol, o empezar a vagar por el espacio abierto al albur de los fríos estelares. Quién sabe... En este episodio de Electric Dreams titulado Planeta imposible, la Tierra ya es eso mismo, un planeta imposible, que todavía no desaparecido como astro, pero sí como soporte de cualquier vida, contaminado y estéril. Ése será, sin duda el primer versículo en el relato del Antigénesis.

    El episodio, por cierto, es una absoluta estupidez.




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Tierra firme

🌟🌟🌟

Ahora que las mujeres se enfrentan a las arañas y pueden abrir tarros de conservas sin nuestra ayuda, los hombres nos hemos quedado en meros surtidores de semen. Mangueras en una gasolinera. Robustos, y serviciales, a pie firme en el camino, pero nada más. Las mujeres ya sólo nos necesitan para ser madres. Y dentro de poco ni eso. En ese futuro sin pollas de la inseminación artificial, las mujeres se amarán entre ellas sin tanto miedo, y sin tanta brutalidad. Lo harán más bellamente, con caricias de cuento de hadas, con paciencias de monjas de Katmandú, y nosotros nos mataremos a pajas en penitencia por nuestra fealdad, y por el daño cometido.

    Tanto músculo, tanta egolatría, tanta poesía en los folios y tanto sudor en los gimnasios, y al final  hemos olvidado que no somos más que un émbolo que bombea espermatozoides. Los hombres somos excrecencias del pasado evolutivo. El desarrollo tecnológico nos condenará a la irrelevancia biológica, y seremos como el apéndice del intestino, o como la muela del juicio. La inseminación artificial -y la jeringuilla de Tierra firme es un ejemplo tragicómico de ello- es el fin de la humanidad tal como la conocemos. La jeringuilla es un invento tan decisivo que parece inspirado por el monolito de Stanley Kubrick. Un salto cualitativo que alumbra el nuevo orden de la especie. A corto plazo, sólo los sementales de ADN muy cualificado pintarán algo en el ecosistema. Pero a medio plazo ni siquiera ellos sobrevivirán al ERE evolutivo, cuando se invente el ADN sintético que volverá a todos los retoños listísimos y de ojos azules. Los hombres nos extinguiremos en unas cuantas generaciones, y dejaremos a nuestra espalda un reguero de mierda y destrucción. Y billones de pajas que serán como billones de lamentos. 

    Cinco millones de años más tarde, de la rama del homo sapiens brotará una nueva especie compuesta sólo por mujeres, que mejorará la Tierra y la hará más habitable y bondadosa. Se amarán con pasión, se odiarán con generosidad, y cuando sientan el prurito de perpetuarse, se inseminarán camino del trabajo o de la panadería. El amor será otra cosa y tendrá otra función. Habrá hombres mendigando por las calles, a la puerta de los supermercados y de las iglesias, pidiendo sexo como ahora se pide dinero o un bocadillo para comer. Hasta que desaparezcamos de la faz de la Tierra seremos una molestia cotidiana, insoslayable, de las que se olvidan en cinco segundos.





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