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En busca del arca perdida

🌟🌟🌟🌟🌟


Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.

Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos, como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes, derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.

Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena, la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.

Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.



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The Mandalorian. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


La mejor serie del año es, digan lo que digan por ahí, The Mandalorian. A varios años-luz de las demás. Tantos como pársecs nos separan de Mandalore. Lo que pasa es que si uno viniera aquí, al foro público, a confesar el entusiasmo, le caerían las chanzas y las sonrisas compasivas. Los fanáticos pondrían un corazón, los no creyentes me ignorarían por cortesía, y la mayoría ni siquiera sabrían responder quién narices es el mandaloriano.  Así que prefiero no escribir nada. Que queden para mí solo, las emociones, y para los allegados en la Fuerza. Voy a hacer como que tecleo, pero esta vez lo haré en el vacío. Dejaré este folio en blanco para rellenarlo con alguna crítica de serie menor, de película segundona, algo que no pueda ni compararse con las aventuras de Mando y Grogu por la galaxia muy lejana.

   Pero quizá me engaño, quién sabe. Quizá me estoy dejando llevar por el frikismo, por el infantilismo, por el entreguismo a George Lucas y sus padawans que trabajan en Hollywood. No digo que no. Puede que The Mandalorian sólo sea eso: un producto para frikis, diseñado para engatusarnos, y que en realidad, visto con ojos racionales, de habitante de esta galaxia tan presente y tan cercana, todo sea humo, gaseosa, parafernalia. Guiño para iniciados. Conozco a más de una mujer que sentada a mi lado, en el sofá, se habría quedado fría, indiferente, incomprendiéndome por el rabillo del ojo, pensando para sus adentros -o quizá para sus afueras decepcionadas: “¿Qué estoy haciendo yo con este tipo?”

    Puede ser, sí. Pero esto es lo que hay. Refugiado en mi salón, donde ya no tengo que fingir que soy un tipo medio culto con aspiraciones intelectuales, lo mío es esto: los Jedis, los mandalorianos, los mini Yodas que han olvidado su poderío de la hostia... Ayer era la una de la madrugada y yo estaba en WhatsApp hablando con otros dos seres adultos desnudados de su adultez. Nos confesábamos la inquietud del día, las emociones, lo mucho que hemos llorado con esa despedida tan esperada como puñetera... Los tres habíamos visto el último episodio de la temporada y teníamos que desahogarnos con algún cofrade de la hermandad. This is the way... Además, Luke Skywalker había regresado a nuestras vidas, y eso, para nosotros, es más importante que el regreso anual de Jesucristo, que ya está al caer por estas fechas. Nuestro Luke no multiplica los panes y los peces, y ni falta que le hace. Él destroza Dark Troopers con sólo apretar el puño en el aire. Ahí es nada.





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Los últimos Jedi

🌟🌟🌟

Los últimos Jedi es una gran sandez. Y que me perdonen mis hermanos de la iglesia.... El universo de Star Wars tanmbién es mi infancia, mi nostalgia, mi felicidad pura de espectador acrítico y embobado. Antes de que me suplantara un adolescente con ínfulas de opinador, un cultureta con aires de intelectual -antes, incluso, de que llegaran estas gafas a dibujarme un rostro que en verdad no me pertenece- existió un niño que se sentaba en las plateas y se teletransportaba a la galaxia muy lejana con los pelicos erizados de la emoción, y la boca abierta del pasmo interestelar. 

Star Wars sigue siendo mi pequeña patria, mi otro universo, mi recreo escolar. Mi ritual de cada año, o de cada dos años, según como administren el cuentagotas los dueños del tinglado. Condenado por la neurosis y por la pereza, apoltronado en el sofá de prevejestorio achacoso, ya sólo piso los cines para volver a ser un niño feliz, enajenado, viajero del tiempo y del espacio, gilipollas perdido y a mucha honra además.


   Termin la película y yo vuelvo a mi vida de mayor. Pero el niño se queda allí, en la butaca, esperando la próxima entraga o el próximo spin-off , y es el adulto quien se sienta ante este teclado para emitir su opinión. Y lo cierto es -para qué engañarnos- que nunca fue una gran noticia que Disney comprara la sagrada franquicia. Todo se ha simplificado, infantilizado, banalizado... Diluido. Cualquier día de estos un X- Wing aterrizará en la selva donde Baloo y Mowgli sobreviven comiendo los plátanos. El rey Louie y su corte de macacos serán los próximos encargados de destrozar los AT-T tambaleantes.  Se suceden las pantallas de videojuego donde hay que derribar la nave, matar al malo, salir pitando, pilotar un cascajo, enfrentarse a duelo, armar un motín, destruir un caza, encontrar la isla desierta..., y poco importan las transiciones o las explicaciones. Todo sucede porque sí, porque mola, o porque ya toca, o porque los targets comerciales así lo demandan. Lo más triste de todo es que a los veteranos de las Guerras Clon nos regalan dos guiños y dos nostalgias de las viejas películas y salimos del cine tan contentos, prestos a volver. Somos así de poco exigentes, o de mucho románticos. 



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Star Wars: el imperio de los sueños

🌟🌟🌟🌟

Existen dos modos de interpretar El imperio de los sueños -este making off extendido de la primera trilogía- como existen dos maneras, por lo menos, de leer Rayuela, la novela de Cortázar. Si hacemos caso del documental, el empeño de George Lucas fue una cosa de visionario, de quijote norteamericano que se enfrentó a los molinos de viento para defender su aventura de héroes y villanos, de humanos y robots. De bichos peludos de dos metros de altura y enanos verdes que hablaban con la sintaxis extraviada.

    Los malos, en El imperio de los sueños, son los ejecutivos de la 20th Century Fox, que al parecer nunca confiaron en el éxito de la misión. Entre que el rodaje se pasaba de presupuesto, los copiones del rodaje eran lamentables, y que el propio Lucas parecía renegar de sus avances –tan alejados de su visión artística-, los ejecutivos enviaron varios ultimátums a los estudios Elstree, en Inglaterra, donde se filmaba el grueso de la trama, y donde al parecer los propios actores se descojonaban a escondidas de los diálogos y los disfraces. Sólo hubo un hombre, además de George Lucas, que confió en la lluvia de dólares que iba a caer sobre todos ellos: Alan Ladd Jr., el CEO de la compañía, que resistió las presiones airadas de directivos y accionistas. Al final, como todos sabemos, Lucas salió triunfador de sus desafíos, montó un emporio comercial que llega hasta nuestros días y cambio la historia del cine para siempre.

    Pero existe, como digo, otra manera de ver las cosas: una que en el documental nunca se desliza ni se sugiere. La de que George Lucas tuvo la suerte de cara, por no decir la potra, o la flor en el culo. La suerte es necesaria para emprender cualquier proyecto en la vida, desde construir una trilogía galáctica a no partirte la crisma camino del supermercado, montado en la bicicleta. Pero tengo la sensación, el presentimiento, la pequeña maldad también, de que el resultado final de Star Wars está muy lejos de la idea originaria de Lucas. Uno ve esos bocetos iniciales, esos personajes embrionarios, esas líneas de guión deficitarias, y sospecha que cualquier parecido con lo que se vio años más tarde en los cines es pura coincidencia. 

    En la segunda lectura de El imperio de los sueños, Lucas tuvo la tremenda suerte –o el tremendo acierto- de contar con profesionales que fueron moldeando lo que iba camino de ser una película para niños: Ralph McQuarrie, en los diseños artísticos; John Dykstra, en los efectos especiales; y los propios actores, en contubernio, que le iban añadiendo y quitando cosas a los diálogos para hacerlos más digeribles e incisivos. Sea como sea, entre todos parieron la película que marcó a mi generación. No la mejor, pero sí la que nos quedó grabada a fuego. La que nos sigue llevando a los cines, y a los merchandising, y a los documentales como éste, para saber más cosas, y cotillear en los bares y en los foros. Frikis forever.



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La venganza de los Sith

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Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

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El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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I am your father

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El hombre que caminaba bajo los ropajes de Darth Vader era un actor británico llamado David Prowse. Un tallo de dos metros que en sus tiempos mozos había sido campeón de halterofilia, y culturista de prestigio. Allá en los estudios Elstree, donde se rodaba La Guerra de las Galaxias, George Lucas le dio a elegir entre dos papeles sin rostro: o Chewbacca, el amigo peludo de Han Solo, o Darth Vader, el malo de la función. Ahora la elección parece muy fácil, pero en 1976 La Guerra de las Galaxias era un proyecto condenado al fracaso, y casi daba lo mismo hacer el ridículo con un abrigo de felpa que con una coraza de plástico. Prowse, sin pensárselo mucho, eligió el papel del malvado, pues sabía que los villanos siempre quedan en el recuerdo, y que el asunto, de llegar a buen puerto, le reportaría algún reconocimiento de más. Aunque no facial, precisamente.

        El asunto, como todos sabemos, llegó a buen puerto, pero al pobre David, en el viaje, lo putearon a conciencia. Primero le negaron la voz, que fue doblada por James Earl Jones. ¿Razón oficial?: un acento británico imposible de mascar. Más tarde, en El Retorno del Jedi, en la escena culminante del des-cascamiento, le negaron también el rostro, que fue suplantado por el actor Sebastian Shaw. ¿Razón oficial?: Prowse era demasiado joven para el papel. Gracias a este documental que hoy han pasado por los canales de pago, y que dirige un mallorquín muy friki y muy entusiasta, hemos sabido que ambas excusas son válidas y razonables, pero que en realidad George Lucas le tenía bastante ojeriza al gigantesco actor. Al parecer, Prowse largaba demasiadas cosas en las entrevistas, detalles del guión o de la producción que debían permanecer en secreto, y lo castigaban negándole la personalidad, ya que no podían sustituirle la presencia, imperial, en el sentido majestuoso de la palabra.


            El caso es que Prowse, ahora anciano venerable, lleva años sin ser invitado a las convenciones oficiales de Star Wars, donde los demás figurantes se pasean en loor de multitudes. A Prowse, en el documental, se le ve dolido con el ostracismo, aunque distante. Darth Vader significó mucho en su vida, pero no lo fue todo. Su medalla de la Orden del Imperio Británico -no Galáctico, ojo- la ganó por su contribución a la seguridad vial. En los años setenta y ochenta, en anuncios de televisión pagados por el gobierno, Prowse encarnó al superhéroe Green Cross Man, un hombretón que ayudaba a los niños a cruzar las calles del modo correcto. Un personaje que ha quedado en el recuerdo de generaciones enteras de chavales. Y con la jeta entera al descubierto, además. Y con su propia voz soltando los consejos. Y en el lado luminoso de la Fuerza.






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La Amenaza Fantasma

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En 1999, el estreno de La Amenaza Fantasma me pilló en un sistema exterior de la galaxia, y también de la vida. Dieciséis años después de la muerte de Darth Vader, uno estaba casado, a punto de ser padre, con los viejos amigos de la secta ya exiliados o perdidos.  No maduro, por supuesto, porque la madurez es una cualidad que viene de serie, y sólo la demuestra quien ya la tiene desde niño, Pero sí diré que la película  me cogió mayor, ocupado en los asuntos propios de ganar el pan y no dejar que te lo arrebaten. 

            Cuando supimos que George Lucas iba a relanzar su lucrativo negocio, hubo una explosión de júbilo interplanetaria, pero la alegría duró el corto tiempo de los fuegos artificiales. Nada más disiparse el humo, recordamos que Lucas venía a juntar muchos millones, no a dejar obras maestras para la posteridad. Nosotros, los que habíamos visto de chavales la primera trilogía, éramos su público cautivo. Llevados de la curiosidad o de la nostalgia, íbamos a llenarle los patios de butacas para convertirlo en multimillonario. Para forrarse enterico de oro, los grifos del baño, y los pelos del pubis, Lucas necesitaba engatusar a la nueva chavalada, aquella que sólo conocía Star Wars por boca de su padres. ¿Y cuál es el camino más fácil para que los niños abarrotasen las salas y luego las jugueterías del centro comercial? ¡Bingo!: hacer una película para niños en la que salgan muchos bichos plastificables. De nuevo El Retorno del Jedi, para nuestro desconsuelo. De nuevo la frustración de quien esperaba la oscuridad y la mala uva de El Imperio Contraataca. La audacia, quizá, de La Guerra de las Galaxias, que ahora parece muy vista, pero que en 1977 nos dejó a todos con la boca abierta. 




            La Amenaza Fantasma es filfa de merchandising, y apostolado de la virginidad. Aunque aquí ya no es la paloma del Espíritu Santo, sino la ubicuidad de los midiclorianos, que obran el milagro de la concepción inmaculada. La Amenaza Fantasma es capitalismo y catolicismo, consumismo y castidad. Lo justo para quien este escribe, tan rojo y pecador, aunque todo sea de pensamiento: la utopía y el folleteo. Menos mal que por ahí anda Natalie Portman en la flor hermosérrima de su juventud, a veces vestida de Padmé y a veces emperifollada de Amidala. Cada vez que sonríe en sus escenas, se enciende una nueva estrella en la galaxia muy lejana. 
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El Retorno del Jedi

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El Retorno del Jedi es un cagarro. Sí, queridos amigos: esto es una confesión. Un grito desesperado entre la borregada galáctica, a la que pertenezco. Mientras los fanáticos siguen pastando alegremente en la luna de Endor, yo me he venido a la vera del camino, a balar mi sedición a los transeúntes. A ofrecerme como diana para los insultos y las vejaciones. A ser propuesto, tal vez, para la expulsión del rebaño, en el que llevo casi cuarenta años de vida, procesionando en salas de cine y reproductores caseros. Me he dejado sueldos enteros en el bolsillo sin fondo de George Lucas. Y sin embargo, por culpa de un ataque de sinceridad, cuatro décadas de apostolado pueden terminar hoy mismo, de un modo fulminante, si el Alto Consejo Jedi así lo decidiera. Que la Fuerza les acompañe, y les ayude a discernir entre la apostasía y la crítica constructiva, que es lo que yo pretendo. Señalar los defectos de El Retorno del Jedi para no volver a repetirlos, y subrayar, por contraste, los méritos incuestionables de las otras aventuras.


          Nadie hace películas para perder dinero, eso es obvio, pero El Retorno del Jedi apesta a codicia, a afán recaudatorio. Está hecha desde el lado oscuro de la Fuerza, donde mana el dinero pero se seca la virtud. Con doce añitos no te das cuenta de esa avaricia sin escrúpulos, y lo flipas cantidubi con Jabba el Hut y su corte de trastornados, los ositos Ewoks y sus armas de destrucción masiva. Recuerdo que un amigo de posibles pidió a los Reyes Magos la panoplia entera de los juguetes: las motos aéreas, los Ewoks de plástico, los acorazados bípedos del Imperio..., y allí nos pasábamos las tardes enteras, en casa del chaval, merendando de gorra y jugando a restablecer el equilibrio de la Fuerza. El Retorno del Jedi sólo había sido un gran anuncio de juguetes, dos horas de publicidad que nos habían endilgado entre el conflicto familiar de los Skywalker. Nos habían tratado como a consumidores, no como a niños que soñaban, y eso, treinta años después, conviene denunciarlo. Nadie va a quitar a George Lucas de su hornacina, que se la tiene bien ganada, pero los más críticos con su hagiografía, cuando vamos a rezarle, le colocamos un becerro de oro a los pies, para recordar la fechoría, y advertir a los feligreses.


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El Imperio Contraataca

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El Imperio Contraataca es la mejor película de la saga galáctica. Sobre esto existe un amplio consenso entre los habitantes de la Vía Láctea. Sólo los más infantilizados de sus seguidores -que ya es decir- prefieren El Retorno del Jedi sobre las demás, porque de niños se quedaron prendados de los Ewoks, esos osetes tan pelmazos, y se han quedado colgados de sus mismas lianas. Nosotros, los siervos de George Lucas, nos llevamos muy bien entre nosotros, pero a estos mentecatos que dicen preferir El Retorno del Jedi les tenemos un poco marginados, y cuando desbarran sobre el bosque de Endor y la segunda Estrella de la Muerte, les sonreímos con los músculos justos de la cara, y les damos la razón como a los tontos, con palmaditas en la espalda. Son de los nuestros, los pobrecicos, pero de una categoría inferior. Los más niños entre la muchachada. Que la Fuerza les guíe, y les acompañe.


           El Imperio Contraataca fue el primer gran culebrón de mi vida. De 1977 a 1980 transcurrieron tres años de rumores, de cuchicheos que se intercambiaban en los recreos y en los parques infantiles. Había niños que aseguraban que Darth Vader era el padre de Luke Skywalker, que lo habían leído en alguna revista de sus padres, o se lo habían escuchado al hermano mayor bien informado, y nosotros, incrédulos, y al mismo tiempo aterrorizados, les respondíamos que nanay del Paraguay, y que naranjas de la China. ¿Cómo iba el Bien a proceder del Mal? Al revés, sí, porque en clase de religión nos explicaban que el demonio era un ángel caido y rencoroso. Pero Darth Vader no podía ser el padre de Luke, nuestro héroe galáctico, tan rubio y angelical que casi parecía un Jesucristo de los catecismos, aunque Luke hubiera aterrizado hace mucho tiempo entre los mortales con una misión algo más guerrera y espadachina.


               Por eso nos quedamos de piedra, en la ciudad gaseosa de Bespin, cuando Darth Vader tendió su mano en gesto generoso y confirmó aquella paternidad imposible y obscena. Muchos tuvimos que confesarnos a la vuelta de las vacaciones, en la primera visita obligatoria a la capilla, por haber soltado un “¡hostia!” en mitad de la platea. La genealogía de los Skywalker fue el primer gran desengaño de nuestra generación. La primera sospecha de que algo no funcionaba bien el mundo. Aprendimos que los niños buenos no provenían necesariamente de padres buenos. Ni los niños malos de padres malos. De repente todo era un batiburrillo, y una lotería. Cualquiera podía ser un lord Sith acariciando la traición, y nadie podía distinguirlo, ni deducirlo de su linaje. Las relaciones unívocas quedaron abolidas. Todos quedamos automáticamente bajo sospecha. Y así seguimos.


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La Guerra de las Galaxias

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No estoy capacitado para juzgar objetivamente La guerra de las galaxias. El Episodio IV es la película de mi vida, de mi recuerdo, de mi ilusión más infantil y boquiabierta. Cualquier acercamiento crítico quedaría derretido ante el calor de las espadas láser. Todavía hoy, con cuarenta y tres tacos, sigo soñando con poseer ese arma letal -de luz roja a ser posible- y hacer justicia en este sistema exterior de la galaxia, a mandoble limpio entre los injustos y los impíos. O pilotar el Halcón Milenario, con un amiguete peludo a mi lado, y viajar a la velocidad de la luz por esos mundos de Dios, los fines de semana, para conocer otras ligas y otros deportes. O convencer a la gente de mis deseos con un simple gesto de la mano, como hacen Obi-Wan Kenobi y los caballeros Jedi: bésame más, o cóbrame menos, o vota a mi partido, y que la Fuerza te acompañe, hermano.

Gran parte de mí vive en la Vía Láctea, que es la galaxia donde como y duermo, veo las películas y follo más bien nada. Pero el niño de cinco años que vio La guerra de las galaxias por primera vez, en la Nochebuena del año 77, con los ojos tan abiertos que todavía me duelen, se quedó allí para siempre, en la galaxia muy lejana. Cada cierto tiempo voy a visitarlo, a ver qué tal le va en su tiempo congelado, y siempre me lo encuentro con una sonrisa, jugando con un palo que hace de espada láser, acompañado de los otros niños que también se quedaron allí, indiferentes a los adultos que tuvieron que estudiar y ganarse el pan. Los mismos que siempre encuentran una excusa para regresar a un infantilismo que los no iniciados consideran ridículo, y monotemático. Qué sabrán ellos, los del reverso oscuro, de la vida.

Yo vi La guerra de las galaxias en León, en el cine donde trabajaba mi padre, en una pantalla enorme que contemplaban 1000 butacas atónitas. Recuerdo mi estupefacción, mi mudez, mi conversión inmediata a la religión de los Jedi, cuando escuché la fanfarria de la 20th Century Fox, y leí el cartelito de "hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana", y se deslizaron las explicaciones sobre la rebelión y el Imperio, y apareció la nave consular sobre los cielos de Tattoine perseguida por el crucero imperial... Aquel día lo llevo grabado a fuego. Casi cuarenta años después, mi cinéfilo interior, tan racional y tan puntilloso, puja por expresar su opinión, que es mucho menos complaciente que la mía. Pero me niego a que hable, a que se insinúe siquiera. Que sean otras personas quienes saquen a la luz los defectos y las incoherencias. Yo no puedo, ni quiero.



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American Graffiti


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Ahora que el niño duerme, voy a confesar que la mejor película de George Lucas no es La guerra de las galaxias, sino American Graffiti. Porque los cineastas, al igual que los escritores, suelen pergeñar sus mejores obras cuando escriben sobre lo que vivieron, en primera persona, aunque luego lo deformen en aras del drama, y le cambien el nombre a las personas reales. Uno no vivió los años sesenta en California, pero entiende que George Lucas está contando algo muy verdadero, muy personal, en estas aventuras nocturnas de los rapaciños al volante. American Graffiti es el retrato agridulce de su adolescencia, de cuando George rulaba por el villorrio buscando chicas para el magreo, y amigos para la cuchipanda, y hamburguesas para el body. De cuando dejaba atrás la felicidad despreocupada y encaraba la universidad, el futuro, el abismo. 

    Uno no tiene nada en común con estos americanos del rockabilly y los coches de James Dean. Nada salvo el gusto desmedido e insano por las hamburguesas bien grandes y grasientas. Uno creció en otro país, en otra época, casi en otro planeta, con los curas de León, sin coches que conducir, sin chicas que seducir, sin coleguis con los que emborracharse a los diecisiete años. Uno era más parecido a esos panolis que salen en El club de los poetas muertos, tan pulcros, tan estudiosos, tan presionados. Tan inmaduros. Pero uno, con esas salvedades, se reconoce en los personajes de George Lucas: el batiburrillo de hormonas, el miedo a crecer, la conciencia dolorosa del tiempo que se va. Hay temas universales que se comprenden en cualquier tiempo y en cualquier cultura. En esta galaxia y en otras muy lejanas, que luego imaginó George Lucas para convertirnos en frikis de por vida. 




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THX 1138

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En la sociedad futurista que George Lucas imaginó para THX 1138, los humanos son como abejas obreras encerradas en un inmenso panal. Todo el mundo viste con túnicas blancas, lleva el pelo rapado y vive en minúsculos apartamentos cerca del trabajo. No tienen más objetivo en la vida que trabajar, y que reponer fuerzas y energías para seguir trabajando. 

    Para que nadie caiga en la tentación del sindicalismo y pida un día libre a la semana, o una jornada laboral de ocho horas, las fuerzas del orden mantienen a la población drogada con pastillas. Los obreros han de seguir un régimen obligatorio a la hora de las comidas, y están controlados por funcionarios que cuentan las píldoras y monitorizan las ingestas. Es así como los mantienen en un estado ficticio de placidez, en el que nada se anhela ni se desea. Luego, por si las moscas, para detectar a los cripto-comunistas que se las guardan bajo la lengua y las escupen en el retrete, los obreros son electroencefalogramados en controles rutinarios o sorpresivos, para saber quién lleva las ondas cerebrales acompasadas y quién tiene la cabeza en otro sitio, imaginando liberaciones de la clase obrera y asaltos a los palacios de invierno. 

     Las relaciones sexuales están prohibidas con severísimos castigos. El sexo confunde y atonta; crea vínculos afectivos, ensueños idiotas, y la economía se resiente con tanta mandanga del corazón. Si la ciudad produjera pañales o chupetes ya sería otro cantar.  Los capataces cambiarían las pastillas por otras para que los obreros follaran como locos y dieran salida al stock de productos, produciendo clientes pequeñitos. Pero en esta colmena futurista sólo se fabrican robots-policías, que van armados con picanas y tienen un andar muy torpe. Unos auténticos inútiles con cara de metal y corazón de plutonio. 

            THX 1138, el personaje, es un obrero especializado que vivía feliz en su distopía laboral hasta que es expulsado del paraíso terrenal. LUH, que así se llama nuestra Eva del futuro, le cambia unas pastillas por otras para dejarlo turulato y poder acostarse con él. LUH va ciega de hormonas, quién sabe si por un error en su medicación, o si por un defecto genético en su cerebelo, aí que pito-pito-gorgorito, decide liar al pobre de THX para frotar carne contra carne, y pelo contra pelo. Nuestro héroe se lo pasa pipa en el primer revolcón, porque además LUH es una mujer hermosa de piel blanquísima y un mar infinito de pecas. Justo la mujer que a mí también me vuelve loco en esta distopía real del siglo XXI, donde uno vive igualmente drogado y esclavizado por el trabajo, y el pito tambièn se arrastra melancólico y mustio. 






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