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Crueldad intolerable

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A los curas y a los tenientes de alcalde les toca administrar la parte luminosa del matrimonio, que es el día de la boda, donde todo es alegría y conjura para la fidelidad. Y nervios de expectación. Todos los matrimonios -o casi todos- nacen con vocación de ser eternos, y por eso los contrayentes se dicen palabras tan altisonantes ante el altar o ante la mesa del ayuntamiento. Es lo lógico, y forma parte del guion, aunque muchos ignoren que no están diciendo toda la verdad.

Eso por el lado espiritual. Por el otro, el carnal, los contrayentes ya suelen comparecer bien follados, o van a follar por primera vez, y sus feromonas crean un aura de optimismo que se contagia a todos los que ese día les acompañan: los amigos, y los familiares, y también la gente que se cuela aprovechando que los del novio no conocen a los de la novia, y viceversa, que a veces pasa.

A los abogados matrimonialistas, en cambio, les toca administrar la parte sombría del matrimonio. Una ceremonia de clausura que no se parece en nada a la de los Juegos Olímpicos, donde todo es amistad y fraternidad. Me imagino a estos abogados como operarios que gestionan la escoria que se acumula tras la mina que se agotó. Como enfermeros que recogen a los heridos en la cuneta después del trastazo, y que además tienen que impedir que los accidentados se peguen entre sí, cada uno desde su camilla. Después del matrimonio, si el toque de corneta es a degüello, se produce eso, la crueldad intolerable del título, que a decir de los leguleyos es una crueldad animal, sanguinaria, que casi no conoce parangón en los pasillos de los juzgados.

El odio es una fuerza bruta que nace del amor contrariado. Del que terminó en engaño, o en traición, y no murió de causas naturales. Pero nadie piensa en la traición cuando se compromete. O sí, y por eso ahora lo llamamos “arriesgarse”.





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Munich

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Múnich, en los años de mi infancia, era una ciudad de cuento de terror. Salía Múnich en cualquier telediario, o en cualquier enciclopedia, o en la conversación de una paisana en la cola del pan, que afirmaba tener allí a un pariente trabajando en la Volkswagen, y a mí me entraba como una temblequera de miedo y de frío. Una psicosomatización en toda regla, de los fracasos deportivos, antes de que la patentaran los funcionarios para escaquearse del trabajo.

Al estadio Olímpico de Múnich -donde arranca, curiosamente, la trama de esta película- iba el Madrid de los García y luego el de la Quinta del Buitre a palmar un invierno sí y otro también, casi siempre de goleada, bajo la nieve, con los nuestros tiritando ya de salida, que los veías saltar al campo con los guantes puestos y ya te tapabas los ojos para no ver la masacre. Nada más terminar el Te Deum de Purcell que ponía música a la conexión de Eurovisión, salían los equipos a formar en el medio campo y comprobabas, nuevamente, como una maldición cíclica, que los alemanes -manga corta, mentón recio, delantero rompedor- iban a destrozarnos en aquel campo en el que nunca se veía el público por la tele, alejado tras la pista de atletismo, pero rugiente y teutónico como si se estuvieran dirimiendo una guerra de conquista.

Luego, en los estudios de Historia, aprendí que en Múnich hizo sus pinitos políticos Adolf Hitler, yendo de cervecería en cervecería para convencer a los obreros de que el peligro no estaba en el socialismo -que después de todo sólo les ofrecía una vida mejor y más digna- sino en el judío, y en el negro, y en los francmasones de Nueva York. Como hacen los fascistas de ahora, vamos... Quiero decir con todo esto que Múnich siempre fue una ciudad antipática para mí, de resonancias oscuras, hasta que un buen día, viendo la película de Spielberg, apareció Marie-Josée Croze en la barra de un bar, seduciendo al tío bueno que trabaja para el Mossad. Una barra de bar que en la trama no estaba en Múnich, sino en Londres, pero bueno, lo mismo me da. La belleza deslumbrante de Marie-Josée -nunca igualada en una pantalla de cine, y mira que he visto cine, que es lo único que hago- redimió para siempre el buen nombre de la capital de Baviera. Una sonrisa suya evaporó todos los miedos, y todos los malos recuerdos, como si nunca hubieran existido.


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El discurso del Rey

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Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”,  pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…



    Me fundí con Isabel de Windsor en un afectuoso abrazo cuando ella, en plena gira por la Commonwealth, le confiesa a su médico personal que está hasta los ovarios de sonreír a las multitudes, pero que no tiene otro remedio, porque si deja de sonreír parece que está enfadada, así, de gesto natural, por la lotería del fenotipo, y que tal cosa, sin ser cierta, le genera no pocos malentendidos. Fue ahí, en ese momento, cuando una Windsor de Londres y un Rodríguez de León -que, no es por nada, pero Rodríguez de León tampoco suena nada mal- quedaron unidos en la incomprensión de quien nos toma por cascarrabias cuando serenamos el gesto y relajamos la quijada.

    Sin embargo, en El discurso del rey, apenas he tardado dos minutos en identificarme con su padre, el rey Jorge VI, que padecía una tartamudez arrastrada de la infancia, y que le impedía, en los discursos oficiales, y en los actos protocolarios, parecer un hombre preparado para el desempeño de su cargo. Lo del gesto de cascarrabias al no sonreír es una gilipollez comparada con esta incapacidad que te hace parecer medio tonto, o medio hervido, cuando en realidad sólo se trata de una palanca trabada por el miedo, o por la ansiedad. La padecí, la superé, pero como le sucedió al rey Jorge VI de Inglaterra, nunca se me fue del todo al hablar. Se da el pego, nada más. Es una de mis pesadillas recurrentes. Todavía hay veces que me despierto con una pppp…uta consonante atravesada en la garganta.  




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Elizabeth

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Elizabeth, la película, es como aquellos chistes de "va un inglés, un francés, un español, y un escocés" que contábamos en el patio del colegio. Solo que aquí, al final, el más listo, el que se lleva el gato al agua y el traidor a la picota, es la inglesa del chiste Isabel I, y no como sucedía en nuestros chistes patrióticos donde el español de la pandilla siempre era el más astuto o el más cabroncete, y el inglés, por lo general, quedaba como un finolis que siempre hacía el ridículo por culpa de su dandismo.

    Aquí, en el chiste estirado y trágico que es Elizabeth, los escoceses son unos anglosajones de segunda división dirigidos por una guerrera que más parece la madama de un prostíbulo. El duque de Anjou, que es el príncipe francés que pretende contraer matrimonio para forjar la alianza, resulta ser un afeminado que se traviste en las fiestas de palacio y lo mismo hace a las ostras de Calais que a los caracoles de Devonshire. Y los españoles, cómo no, que encima eran los súbditos de Felipe II, quedan como unos taimados de baja estatura y piel renegrida que sólo saben conjurar en los sótanos y clavar cuchillos por las espaldas.

    Elizabeth es una película hecha por anglosajones -y por hindúes colonizados- a mayor gloria de la reina que les devolvió el orgullo nacional. Y les ha salido como un panegírico de la revista Hola, o la vida ejemplar de una santa anglicana. Una reina ideal, mitificada, que en la película carece prácticamente de defectos: bellísima en sus facciones, blanquísima en su dentadura, independiente y decidida, cabal y equilibrada. Hasta virgen, llegan a afirmar en el paroxismo final, confundiendo el afán de soltería con el culo de las témporas. Una Elizabeth que a veces parece tocada por la sabiduría de su sangre y otras por la gracia del dios anglicano recién divorciado del romano. Casi nunca se habla de la potra o de la casualidad que en aquellos tiempos permitían a un monarca estar mucho tiempo en su trono, porque se podían morir de cualquier cosa, y en cualquier momento: de una infección de muelas, o de un catarro mal curado, o de un atentado palaciego. De una comida envenenada, de un parto atravesado, de una caída de caballo, de una melopea de campeonato. 

De una Armada Invencible que hubiese cruzado el Canal de la Mancha en un día de sol radiante.





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Llámame Peter (The life and death of Peter Sellers)

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Nacer con un carácter especial y problemático es apostar al doble o nada de la existencia. Lo más normal es que, quien así padece, acabe desaparecido en el fracaso, empleado en un mal trabajo, apalancado en la barra del bar cuando se encienden las primeras farolas. La vida gris de quien no supo adaptarse a las exigencias y se perdió en sus propios laberintos.  La gente que no tolera el fracaso, que no aprende de sus propios errores, que tiene un autoconcepto tan elevado que vive a mil kilómetros de altura de su yo terrenal y verdadero,  suele estrellarse contra un mundo que está hecho para los que saben esperar, para los que miden sus fuerzas y calculan el momento exacto del provecho. 

Existe, sin embargo, entre este gremio de los desnortados, una minoría exigua que logra doblar sus ganancias en la ruleta, porque al nacer, adosada a su excentricidad insoportable, como en un pack de regalo de los supermercados, viene una genialidad que los hará brillar por encima de la mediocridad reinante. A su habilidad especial sumarán el ego incombustible que los ayudará a comerse el mundo a bocados, y que los condenará, también, a vivir solitarios en la montaña inalcanzable del éxito.



Este es el caso, por lo que cuentan, de Peter Sellers. En Llámame Peter -que es un biopic olvidado de altísima enjundia, con un Geoffrey Rush que no interpreta a Sellers, sino que es el mismo Sellers- descubrimos a un hombre enigmático, sin personalidad definida, que se plantó en el mundo de los adultos con una mente infantil que no aceptaba negativas, que se encaprichaba de lo primero que veía, que premiaba y castigaba a sus semejantes con criterios que mueven a la risa o al hartazgo. Peter Sellers –para qué andarnos con rodeos- era un tipo insoportable. Un payaso como padre, un cretino con las mujeres, un déspota con sus directores, un niño eterno aferrado al cordón umbilical de la mamá. Un majadero integral que uno, desde la distancia de los mares y de los años, agradece no haber tratado ni conocido. Pero un majadero inolvidable, eso sí, cuando se ponía delante de las cámaras, porque fue un actor de registros únicos y de chotaduras memorables. Peter Sellers, en noches condenadas al lloro y a la melancolía, nos hizo ciudadanos reconciliados la risa y con la vida. Las patochadas de Clouseau, las tontunas de Mr. Chance, las filosofías genocidas del Dr. Strangelove…




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La mejor oferta

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En La mejor oferta, el personaje de Geoffrey Rush posee una colección privada de pinturas cuyo único tema son los retratos de mujeres. Cuando su timidez le priva del contacto carnal con las mujeres reales, él se refugia en la cámara acorazada para admirar los rostros colgados de las paredes. En esa habitación él encuentra su harén y su consuelo. Se derrumba en el sofá situado en medio de la habitación y pasea la mirada entre sus amadas, soñando, quizá, que ellas también le aman. Contemplo estas escenas y no puedo dejar de pensar que yo mismo, en este salón, en este sofá, donde he construido mi refugio personal contra el mundo y contra la neurosis, también he creado un museo de mujeres hermosas e inalcanzables. Pero las mías no están plasmadas en pinturas de altísimo valor, sino en DVDs, y discos duros que cualquiera puede comprar en  kioscos o grandes almacenes. Mi criterio no es coleccionar películas por la belleza de sus actrices, aunque alguna hay que no he tirado por respeto a doña Fulana, o a doña Mengana, que estaban tremendas y fantásticas. Las mujeres hermosas simplemente se cuelan en mis películas predilectas, y se quedan ahí para siempre, en la estantería, en la carpeta de Windows, cubiertas con una carcasa de plástico para que ni el polvo ni la luz deterioren sus rasgos perfectos. Acumulando películas he creado, en cierto modo, un museo de la belleza femenina. Anglosajonas, casi siempre; españolas, si se tercia; pelirrojas, a ser posible.



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Quills

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Quills es una película atípica en mi cinefilia particular, porque a pesar de los muchos años que han pasado sin revisitarla, conservaba de ella un recuerdo casi exacto. Quills contiene poderosas imágenes que no se me van de la cabeza, duelos verbales entre el marqués de Sade y sus puritanos carceleros que son líneas maestras del diálogo, y de la vida.

Me es muy cercana, además, Quills. En el fondo, más allá de las enseñanzas morales y del contexto histórico, no es más que la historia de un personaje al que no le dejan escribir. Él marqués dispone de todo el tiempo del mundo, allá en su celda de Charenton, pero le niegan el tema, la esencia de su escritura. Yo, por contra, que vivo en otro siglo, y que tengo la libertad de elegir mis temas, incluso los más obscenos y escandalosos, no dispongo del tiempo que sí disfrutaba él, en su condición aristocrática. Porque el marqués, en su reclusión, no cocinaba, ni fregaba los platos, ni salía de compras, ni llevaba a su hijo a las actividades, ni atendía las llamadas del teléfono, ni sacaba al perro a pasear, ni perdía las tardes enteras viendo partidos de fútbol. Se lo daban todo hecho, en su celda de privilegio. Y los ingleses, allá en la pérfida Albión, enfrascados en las guerras contra sus compatriotas franceses, aún no habían encontrado tiempo para inventar el maldito balompié.

A veces me pregunto si no sería ésa mi vida ideal, la de preso. Pero no uno fijo, como el marqués de Sade, sino uno discontinuo, a temporadas, sujeto al dictado creativo de mis musas. Conocer España de cárcel en cárcel, de soledad en soledad, liberado de las pesadeces de la vida. Allí gozaría del encierro sin tentaciones ni distracciones. Tendría tiempo para pensar, haría ejercicio, llevaría una alimentación más equilibrada, y eso sin duda se reflejaría en un estilo más reflexivo y depurado. Bastaría con elegir el delito más adecuado para desarrollar cada proyecto: una evasión de capitales para una novela corta; una estafa inmobiliaria para optar a un premio de narrativa breve; unas ofensas a la Casa Real para juntar unos añitos y enfrentarme con serenidad a la obra cumbre de mi vida.



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