Mostrando entradas con la etiqueta Gene Hackman. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gene Hackman. Mostrar todas las entradas

Cómo conquistar Hollywood

🌟🌟🌟🌟

Para conquistar Hollywood se me ha pasado el arroz. Dicen las amistades que ahora estoy mejor que nunca, en lo fenotípico, gracias a que no uso Grecian 2000, pero ni aun así. Y luego, en lo que al oficio de actor se refiere, la verdad es que nunca he estado en condiciones. En 2ª de EGB, en la actuación de Navidad, a mí me tocó hacer de pastorcillo retraído, allá por la tercera fila del escenario, e incluso así, sin línea de diálogo, sin cuerpo expuesto a la multitud, yo sentía que me cagaba de miedo. Que me cagaba físicamente, con el esfínter abierto, y las piernas temblando, y un rezo en los labios para obrar el milagro del tiempo acelerado. Aquella tarde de invierno en León -un invierno cojonudo, de los de antes, de los de no quitarte el chaleco de borrego tras la actuación- comprendí que yo no valía para las tablas. Que esa naturalidad que se necesita para conquistar primero el terruño, y luego Madrid, y más tarde el otro lado del charco, como hizo Antonio Banderas, estaba muy lejos de mi repertorio conductual.


Para conquistar Hollywood como lo hace John Travolta en la película hay que ser, eso, John Travolta. Para empezar, tener ese par de ojos azules que son un regalo de la naturaleza. Un ventaja crucial para cualquier empresa de la vida. La laboral, o la reproductiva, o la del mero placer. Hay un monólogo maravilloso de Iggy Rubin en el que primero se queja de haber nacido con los ojos castaños y luego le achaca a su padre, que los tiene azules, que los malgaste a diario en la lectura del Marca, como un ojioscuro cualquiera, pudiendo salir a la calle para triunfar en cualquier cosa que se proponga. 


Luego, por supuesto, hay que caminar como John Travolta. Si en Fiebre del sábado noche sus andares eran demasiado chonis para mi gusto, aquí, en los felices años noventa, su andar ya es directamente materia de estudio, y de envidia, objeto de la biometría de los ligones. Cómo mueve los hombros, y las caderas, el muy jodido, con ese pequeño balanceo que a ellas, las actrices de Hollywood, las deja turulatas, y a ellos, los productores de Hollywood, los deja encandilados con sus propuestas de guion o sus promesas de financiación. Así cualquiera.



Leer más...

The French Connection

🌟🌟🌟🌟


Cuando yo era pequeño, en España sólo teníamos un actor internacional, que era Fernando Rey. Y era internacional, mayormente, porque había salido en “The French Connection”, haciendo de malo, aunque fuera de malo francés. Pero muy listo, el jodido, nada que ver con Pierre Nodoyuna, por ejemplo, que era un francés ficticio tan obstinado como metepatas. Y es que había que ser un tipo muy hábil, y muy canalla, para pasarte toda la película esquivando al loco de Popeye Doyle, el detective de narcóticos, poseído por el demonio Pazuzu tres años antes de que William Friedkin volviera a encontrárselo en Georgetown...

De los otros éxitos ultramarinos de Fernando Rey apenas nos llegaban noticias en provincias. Sólo sabíamos que trabajaba mucho con Buñuel, más allá de los Pirineos, que era donde empezaba lo verde, y que a veces, don Fernando, tan poco hispano en su apariencia señorial, más un señor de Praga que un Quijote de la Mancha, a veces era reclutado para aquello que se llamaban “coproducciones”, que eran como aquel chiste en el que va un español, un italiano y un francés y al final dirige la película un americano, y pone la pasta un tipo de Texas. En mi infancia católica y apostólica, aunque fuera tan poco romana, yo flipaba con Jesús de Nazaret, el evangelio de Zeffirelli donde nuestra estrella, nuestro Fernando más transatlántico, antes de que Fernando Martín llegara a la NBA, hacía, cómo no, de rey, de rey Gaspar, la cuota española en el conglomerado de aquel firmamento.

En los años setenta de mi niñez, con la excusa de la eficacia energética, y de que aún no conocíamos el yogurt desnatado, España sólo tenía una estrella en cada campo del saber o de las artes. O del deporte. El único actor, ya digo, era Fernando Rey, y el único tenista, Orantes, y el único sabio, Severo Ochoa, y el único motorista, Ángel Nieto, y el  único cantante que triunfaba en Estados Unidos, Julio Iglesias. En aquellos tiempos, puestos a tener uno sólo, sólo teníamos un rey, que era Juan Carlos, y no como ahora, que tenemos dos. Y con dos reinas, además...




Leer más...

Arde Mississippi

🌟🌟🌟🌟


Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas. Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un profesional de la comedia, y ni aun así.

    Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia. 

    Sabíamos de sobra  lo trascendente y lo repulsivo que era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la impresión que llevábamos encima.





Leer más...

Sin perdón

🌟🌟🌟🌟🌟

Hoy es 4 de noviembre, día de San Carlos Borromeo, que según la Wikipedia, y el Libro Gordo de Petete, fue un cardenal del Renacimiento muy activo en el Concilio de Trento. O sea: un reaccionario muy poco recomendable. Pero en el calendario republicano de la Revolución Francesa -que es el que yo sigo en la intimidad de mi biografía, porque el gregoriano sólo lo uso para distinguir los días laborables de los festivos- hoy es el día de la endivia, o de la endibia, un vegetal insípido que yo sólo como con una anchoa por encima para prestarle su sal y su gracejo.

    Los jacobinos idearon un calendario bellísimo en el que cada día llevaba el nombre de un animal, de una planta, de un mineral, nada de santos devorados en el Circo Romano, o de vírgenes alanceadas por un legionario sanguinario. Los meses, desendiosados de la religión jupiterina, se llamaban como Dios manda: Nivoso, o Floreal, o Fructidor, nombres poéticos que resonaban en los oídos de las gentes sencillas. Este calendario, como todo lo hermoso de este mundo, apenas duró unos años de esperanza, hasta que Napoleón el traidor se lo cargó con un golpe de espada y una cagada de caballo. El calendario republicano sigue vivo en nuestros corazones tricolores; presente, en miniatura, en nuestros escondrijos hogareños y laborales. Una doble vida como la que llevaban, precisamente, los primeros cristianos en las catacumbas, aunque nosotros ya seamos los últimos republicanos de la Resistencia.



    Pero yo, para enredar aún más mis días, y ya volverme tarumba del todo, llevo otro calendario paralelo que está hecho de películas irrenunciables, obligatorias, siempre festivas, sin ningún día rotulado en negro. Este almanaque no está acabado del todo, pero confío en terminarlo antes de que los calendarios ya no me sirvan para nada. Antes de que llegue la muerte o de la demencia, reuniré, ya sin duda, 365 películas fundamentales y una bisiesta, y crearé un ciclo anual que llamará al 1 de Enero 12 de Nivoso, sí, pero también el Día de El hombre tranquilo, que será su película de obligatorio cumplimiento. Un mandato divino que sucesivamente, saltando de obra maestra en obra maestra, llegará a este 4 de Noviembre, día de la Endivia, o de la Endibia, y lo rebautizará como el Día de Sin Perdón, que será su película santificada, su misa de guardar, la que sustituirá las retahílas de los santos borromeicos por una fotografía de Clint Eastwood ajustándose el sombrero, y una relación de todos los que trabajaron en ella y la convirtieron en una película imprescindible.



Leer más...

Un puente lejano

🌟🌟🌟

La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




Leer más...

La conversación

🌟🌟🌟🌟

Hay oficios, como el mío, allá en el colegio de educación especial, que viven de la desgracia ajena. En el mundo del futuro, cuando las ciencias hayan adelantado que es una barbaridad, ya no existirán niños con deficiencias a los que atender, y mi trabajo, como otros parecidos, se perderán en el tiempo como recuerdos de un tiempo prehistórico. 

    Echo la vista a mi alrededor, en esta pedanía perdida del noroeste, y son muchos, yo diría que legión, los que también llenan el frigorífico aprovechando que el mundo es imperfecto o doloroso. Al otro lado del cristal, en el hospital comarcal, cientos de personas cobran sus sueldos gracias a que la gente enferma, y tiene accidentes, y ronda la muerte. Un vecino mío vive de arreglar coches todos los días, que es una desgracia menor, comparada con las otras, pero muy molesta y demasiado frecuente. Allá vive un cantinero que hace su negocio a costa del hígado de sus parroquianos, que cuanto más beben más lo enriquecen. Incluso mi otro vecino, el pintor, se aprovecha de que las casas están mal hechas, o desfallecen con la edad, y en ellas se descascarilla la pintura y se enmohecen las paredes. Y qué decir del empleado de la funeraria, del agente de seguros, del humorista que hace chistes a costa de la clase política...


 Y tambièn están, por supuesto, como en una raza aparte, los detectives privados como éste que protagoniza La conversación, la película perdida de Coppola entre los dos Padrinos, tan rara como hipnótica, tan sugestiva como gélida. Los trabajadores antes citados no creamos la desgracia de la que vivimos, como hacían Charlot y Jackie Coogan destrozando los cristales que luego reponían, y hasta firmaríamos un manifiesto para que fueran erradicadas y pudiéramos vivir de algo más noble y elevado. Pero Harry Caul, en La conversación, cuando descubre a los amantes dándose el lote, o a los empleados robando el material de oficina, no sólo no restaña el mal del mundo, que en su caso suele ser un pecadillo sin importancia, sino que los amplifica, y los magnifica, pues el cliente que ha pagado por sus servicios luego descarga la furia vengativa sobre los pillados in fraganti, a veces incluso con criminales consecuencias. Y Harry Caul, el pobre, que vive atrapado en su oficio como la mayoría de nosotros, incapaz ya de dedicarse a otra cosa, siente remordimientos que lo atormentan y lo convierten en un hombre amargado y triste. 

    Sólo en el saxofón, que es un instrumento muy propio de las gentes solitarias, encuentra Harry el consuelo a la paradoja maldita de su trabajo.


Leer más...