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Tiempo

🌟🌟🌟


La Pedanía, como lo playa de “Tiempo”, también es una singularidad en la estructura del universo. El vórtice berciano... Al final no era la manzana reineta, ni la uva Mencía: el hecho distintivo era el paso del tiempo, que aquí se acelera, se desboca, atraviesa la mañana y la tarde con una furia de años enardecidos.  Ya los romanos que vinieron a por el oro cayeron como moscas. Es un hecho muy poco conocido porque lo contaba Plinio el Viejo en un texto que luego se perdió. Los legionarios llegaban por la mañana siendo jóvenes y aguerridos, y por la noche, cuando se calentaban en las fogatas, ya eran veteranos que pensaban en la jubilación. Y luego, de madrugada, mientras dormían, morían. Al final eran los lugareños, inmunes a esta aceleración, los que sacaban el oro de la montaña y lo llevaban a la frontera del vórtice, para comerciar con él.

Cuando me vine aquí, al exilio laboral, mi madre me advirtió que El Bierzo era un lugar muy extraño envuelto en nieblas de agua y en vapores de etanol. Algo así como el planeta Dagobah... Al principio sonaba a profecía exagerada, la verdad, porque La Pedanía era un lugar tan bonito como la playa de Shyamalan, o incluso más, con su verde y sus montañas, sus viñas y sus perretes. Una aldea apartada donde yo esperaba encontrar el reposo definitivo de mis huesos. Veintidós años después, que han pasado como si fueran cuatro horas, La Pedanía es un bullidero de coches y bares, de furgonetas de reparto que atraviesan las calles echando fuego por el motor. Un asco de modernidad, de prisas, de paraíso acosado por el automóvil. El signo de los tiempos, que llegó en un abrir de ojos. A las tres de la tarde se pusieron a construir; a las cuatro, asfaltaron; a las cinco pusieron los semáforos y a las seis abrieron los bares para que se jodiera el encanto y el sosiego.

Es tal cual como en la película de Shyamalan... Esta misma mañana mi hijo era un bebé que dormía en su cunita, y ahora, a las siete de la tarde, mientras yo escribo estas líneas, ya ni siquiera vive aquí, emancipado en otra ciudad donde el tiempo sí respeta el calendario. Y no como aquí, que lo atraviesa como un relámpago, y lo masacra.




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Ema

🌟🌟🌟

Desde el día en que un niño gitano -por la porfía de un gol dudoso en el descampado- me lanzó una maldición que yo en principio me tomé a broma porque soy racionalista y descreído desde niño, vivo lastrado por varios males de ojo que me hacen la vida muy atravesada y a veces casi imposible. La gente piensa que soy un maniático, pero todas las cosas que denuncio son reales, verificables, y me pasa como a la gente que ve fantasmas o que avista OVNIS, que pasa por loca cuando en realidad sufren una maldición que tal vez ya ni recuerdan, o que ni siquiera oyeron, entre el ruido infernal de la feria de su pueblo.




    Ahora, por ejemplo, que es tiempo de vacaciones, cualquier lugar que yo elija como refugio será azotado por un calor insoportable, aunque la publicidad venda el destino como 100% libre de sol y "free melanoma". Podría ir al Polo Norte y se derretiría en las dos o tres semanas que yo pasara allí, perseguido por el Sol que siempre va suspendido sobre mi cabeza, geoestacionario, alvarostático. Damocles, le llamo yo, en este colegueo veraniego que me persigue desde la adolescencia. Donde yo voy nunca llueve, nunca refresca, se mueren las plantas de sed y los gatos de insolación, y para no liarla parda, y no acelerar el cambio climático de un modo peligroso, prefiero quedarme en latitudes de andar por casa, cantábricas, o atlánticas gallegas, para que estas comunidades se quiten la mala fama de estar siempre lloviendo, y soplando la galerna. Debería cobrarles, a los hosteleros, y a las consejerías de turismo, por mi presencia que atrae a los bañistas, y no al revés, ser cobrado por ellos, como es habitual, y a veces de un modo abusivo.


    La otra maldición que me persigue en vacaciones es que, vaya donde vaya, sea hotel, hostal, piso de lujo o piso de mierda, siempre hay un vecino loco que se pasa los diez o quince días de mi estancia dándole al martillo. Un pedazo de cabrón que me ve llegar desde su ventana con la maleta y el perrete, y decide, inspirado por mi triste figura, empezar a colocar el parqué, o realicatar el baño, o, simplemente, darle al martillo por diversión, o para hacer bíceps, y ahorrarse las mancuernas.

     Hoy he tenido que ver Ema, la película de Pablo Larraín, con las ventanas abiertas por el calor, y con un par de tapones en los oídos, por el vecino, y entre eso, y que en los arrabales de Valparaíso hablan un castellano que no es tal, sino un dialecto reguetonés masticado entre chicles, he de decir que no me he enterado prácticamente de nada. Bueno sí, de una cosa, que en realidad ya sabía: que el sexo es el motor del mundo, el arma definitiva, y que quienes niegan tal evidencia son como zorras despreciando las uvas de Samaniego.



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Diarios de motocicleta

🌟🌟🌟🌟

Durante muchos años tuve un póster del Che Guevara colgado en la habitación. O mejor dicho, en las habitaciones, porque lo llevé conmigo a todos los destinos de mi magisterio andante, carcomido ya por las esquinas de  las chinchetas que le quitaba y le ponía. 

Era el póster de toda la vida: una reproducción de la famosa fotografía de Korda que tal vez compré en un centro comercial que el propio Che no hubiera pisado jamás. O quizá sí, vestido con su guerrera y con su boina de combate, para informarse de qué nuevos productos se vendían en las tiendas del imperialismo. Como en una expedición de bajo riesgo tras las líneas enemigas.

    El póster sagrado lo perdí hace algún tiempo, en la quincuagésima mudanza que hice por amor o por trabajo, traspapelado con otros iconos que ya consideraba inadecuados para un señor mayor con canas en la barba y nieves en los huevos. Yo no quería tirarlo: sólo guardarlo en el ático, o en el garaje, como una salvaguarda de mi fe. Pero tal vez me traicionó el subconsciente. Y no es que haya cambiado de ideas, ni apostatado del ideal guerrillero que nunca emprendí por pura cobardía: ahora, simplemente, me da como vergüenza, como prurito, exhibir la foto de alguien para que me aleccione desde las paredes del salón, como quien tiene un crucifijo o una imagen del maestro Yoda. Son cosas de la edad, supongo, de hacerse uno viejo y receloso.

  Del Che Guevara me quedan un par de biografías en la biblioteca y un librito reducido que contiene sus pensamientos revolucionarios. Y en la videoteca, junto a las películas de Soderbergh que desgranan su fitua,, esta otra de Diarios de motocicleta que viene a contar la caída del caballo -o más bien de motocicleta- que sufrió el estudiante de medicina Ernesto Guevara no camino de Damasco, sino de Venezuela, en la aventura emprendida con su amigo Alberto Granado por las pobrezas de Sudamérica. En ese primer viaje de juventud, el estudiante Guevara comprendió que ninguna revolución sería posible sin tirarse al monte y vestirse de guerrillero -aunque fuera de guerrillero médico, tirando de camilla. Porque la poesía no basta, las palabras convencen a pocos, y el enemigo a enfrentar es demasiado poderoso como para andar con componendas.





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Y tu mamá también

🌟🌟🌟🌟

Para los muchachos que sólo piensan en follar el mundo es un ruido de fondo. El telón de fondo para ese teatro pornográfico que ellos proyectan continuamente en su cabeza. Un decorado tan intrascendente como aquellos que ponían Hannah-Barbera en las locas persecuciones de sus dibujos animados. Salir de la adolescencia masculina -que no es una tarea fácil, ni un logro universal- significa tomar conciencia de ese mundo exterior que tiene sus problemas económicos, sus políticos corruptos, sus naturalezas arruinadas; sus gentes, también, con sus enfermedades serias y sus problemas morrocotudos. Hacerse adulto es casi como volver a nacer: abrir los ojos y destaponar los oídos. Quitarse las gafas de rayos X que sólo desnudaban los cuerpos y buscaban la oportunidad. Bajar el volumen del martillo neumático que taladraba la cabeza con el estruendo monótono del deseo.


    En Y tu mamá también, Tenoch y Julio son dos adolescentes atrapados todavía en esa esclavitud. Dos intrépidos hormonados que aprovechan sus vacaciones para recorrer México en un cascajo de automóvil. Buscan playas paradisíacas donde lucir el body y beber tequila hasta el amanecer. Y de paso, si encuentran chavalas predispuestas, sumarlas a la fiesta loca de su juventud. Pero en su camino se cruza Luisa, y el dúo se convierte en triángulo, y la camaradería, en rivalidad. Luisa es una mujer adulta, bellísima, a la que conocen por estar casada con un primo de Tenoch. Les separa la edad, la madurez, la vida entera. Pero Luisa, contra todo pronóstico, sin desvelar sus intenciones, se suma a la fiesta de su viaje por México, y ellos, por supuesto, obnubilados por el deseo, le hacen un hueco en su tartana. 

    Ahí empieza una road movie donde Julio y Tenoch conducen cegados por esa mujer voluptuosa que además se muestra generosa en las noches de motel. Y ella, Luisa, cuando ellos no están presentes, aprovecha para llorar su desgracia secreta y su dolor. Mientras tanto, ahí afuera, en las carreteras,  México se desangra de pobreza. Ellos no escuchan la voz en off que nosotros los espectadores sí escuchamos. Gracias a ella conocemos las desgracias que el trío se cruza por el camino sin atender, sin escuchar, cada uno sumido en sus graves asuntos. El sexo y la muerte, nada menos.


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Neruda

🌟🌟

Llega la noche, pero a duras penas, casi arrastrándose, porque las horas pasan con lentitud funeraria en los días del no soportarse. La película de hoy es Neruda, y siento un gran alivio cuando leo al comenzar que su director es Pablo Larraín, un curandero chileno con el que no suelo equivocarme en estos remedios. No lo hice en No, ni en El club, ni en Jackie, así que no tengo motivos para desconfiar de su sabiduría. Con la película en marcha ya no será mi vida -devastada, estúpida, otra vez sin norte y sin sur- la que ocupe el pensamiento como una tinta negra que se derrama. Que cala hacia abajo como una gotera de mierda y anega la garganta, y revuelve el estómago, y descompone las entrañas. 

    Me sentía sucio y enfermo, antes de que la película empezara. Y me sentiré igual, cuando termine. Pero ahora, afortunadamente, gracias a la magia del cine, dejaré de ser yo durante un rato, el rey Antimidas de Frigia del Sur, y me encarnaré en Pablo Neruda, el poeta, el político, el bon vivant comunista, porque el cine tiene estos milagros, y uno se transfigura en el personaje que aparece en pantalla para olvidar. El cine es la terapia cotidiana donde yo me escondo y me rehúyo. El esclavo que me recuerda que soy mortal cuando llegan los días contados de la felicidad, y necesito bajar al suelo para recordar que esa sensación será fugaz y traidora.

    Empieza la película y sigo con interés las primeras andanzas de Pablo Neruda. Lo encontramos en 1948, cuando era diputado del Partido Comunista y tenía que vérselas con un gobierno que quería ilegalizarlos, exiliarlos, meterlos en la cárcel para que dejaran de joder la marrana con la igualdad y la justicia. Neruda se enfrenta a los senadores, se reúne con el presidente, se entrevistas con las fuerzas vivas de su partido. Participa en francachelas con bailes de disfraces y lecturas de poemas. La película es rara, difusa, algo cansina, con un personaje -el policía que encarna Gael García Bernal- que no termino de entender si es real o inventado. No sé si conversa con los demás o si estamos escuchando su pensamiento. La voz en off me confunde. Neruda no me atrapa, no me cobija, y en un momento determinado vuelvo a emerger a la superficie dando bocanadas de miedo. Vuelvo a ser un pez acojonado que se ahoga y se repudia. Miro el reloj: es muy pronto, demasiado. No son ni las doce de la noche y en realidad me había quedado dormido en el sofá. Mientras Neruda se exiliaba a través de los desiertos y las montañas, yo había renunciado a seguirle, y estaba otra vez con lo mío, con mis cuitas, tan prosaicas y dolorosas, nada que ver con el sufrimiento de los poetas y su poesía.




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Mozart in the Jungle. Temporada 3

🌟🌟🌟

Se le está yendo la magia, a Mozart in the Jungle. En esta tercera temporada ha habido mucho relleno, mucha tontería, personajes principales que dimitieron de sus funciones y chiquilicuatres sin sustancia que se hicieron con el timón. Lo de casi siempre. El virus inevitable que termina por infectar cualquier serie longeva. La revolución de las masas, que ya anticipara Ortega y Gasset mucho antes de que se inventara la televisión.

    Los últimos diez episodios se han hecho muy largos, muy prescindibles. y aunque el último ha retomado las viejas esencias de la serie, y han regresado las músicas mezcladas con los amoríos, y los fracasos mezclados con los sueños, tal esfuerzo no ha servido para redimir tanta decepción y tanto bostezo. Tanta gilipollez, en ocasiones. Hemos roto demasiadas veces nuestro juramento de fidelidad, nuestro voto de atención, y se nos ha ido la mente a la lista de la compra, a la cita con el médico, al teléfono móvil que ofrecía jueguecitos para entretener la espera de escenas mejores, de episodios mejores. Hemos pecado gravemente contra Mozart in the Jungle, y aunque sentimos un poco de vergüenza, y un poco de dolor en los pecados, no tenemos ningún propósito de enmienda si la cosa continúa por estos derroteros. Y ya anuncian una cuarta temporada para finales de año...

    Ha habido, por supuesto -porque la serie viene de tocar los cielos- diálogos sustanciosos, momentos bonitos, mujeres de belleza legendaria. Monica Bellucci y su pacto con el diablo. Pequeñas compensaciones que salpimentaron la ensalada casi siempre desfallecida. Y de vez en cuando -porque cada vez se prodiga menos, y es como si anduviera en otros compromisos, o lo guardaran en la recámara para resucitar nuestro entusiasmo- Gael García Bernal, que es el alma de la serie, el Mozart cada vez más perdido en Nueva York. Pequeños alicientes para preservar nuestro interés en decadencia.  Nunca me tendría que haber gustado esta serie, pero me gustó. Porque su humor es benevolente, buenrollista, y a este cínico recalcitrante, a este nihilista del género humano, lo que le va es el humor vitriólico, hijoputesco, donde la maldad y la estupidez rezuman en cada acto ponzoñoso, en cada palabra malévola. En Mozart in the Jungle no hay personajes malos ni estúpidos: sólo soñadores y románticos. Una utopía sentimental tan mágica como esa música que tocan a todas horas. Me enamoré de Mozart in the Jungle a contracorriente, contra todo pronóstico. Un amor imposible que duró dos temporadas completas. Pero ahora, ay, comienzan las dudas. Y yo no querría.




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Mozart in the Jungle. Temporada 1

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Se cuenta en IMDB, respecto a Mozart in the jungle, que un estudio de la universidad de Harvard, allá por los años noventa, encontró que la satisfacción laboral de un músico de orquesta era más baja que la de un guardián de prisiones, o de la cajera de un supermercado. El dato, tan extraño como revelador, viene a explicar muchas de las cosas que suceden en esta ficticia Filarmónica de Nueva York que dirige Rodrigo, el chiflado director al que da vida Gael García Bernal.


       Mozart in the jungle está basada en las memorias de la oboísta Blair Tindell. Ella subtituló su biografía con un “sexo, drogas y música clásica” que es mucho más que un chiste malo sobre el famoso “sexo, drogas y rock and roll”. De las vidas de los grandes compositores hemos visto documentales, y hemos leído biografías, y sabemos que la mayoría eran unos rijosos que dedicaban su música a las amantes perdidas o conquistadas. Incluso cuando aseguraban que componían sus sinfonías inspirados por Dios, no hacían más que sublimar los instintos de quien chorreaba libido por sus dedos. Sin embargo, de los intérpretes de esa música siempre hemos tenido una visión equívoca y mojigata. Los veo en el canal Mezzo, siempre tan atildados y tan virtuosos, y pienso en ellos como en seres angélicos, asexuados, que una vez terminada la función se retiran a sus aposentos a beber agua mineral y a seguir practicando con sus instrumentos. De qué otro modo, si no, iban a alcanzar ese dominio magistral, ese arte inalcanzable. Es una impresión falsa, por supuesto, que no resiste ni cinco segundos de análisis racional. Mozart in the jungle nos recuerda que estos músicos de élite, cuando guardan el violonchelo en la funda o el oboe en el cajetín, son como cualquiera de nosotros, con sus orgullos y sus amores, sus vidas arruinadas o sus vidas en recomposición.





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No. El plebiscito de Pinochet

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En 1988, un dictador chileno de cuyo nombre no quiero acordarme se sometió al veredicto de las urnas para concederse unos años más de poder. ¿Un gesto democrático de quien había asesinado a los demócratas verdaderos? Por supuesto que no. El innombrable del bigote era un megalómano convencido de su misión mesiánica. ¿Qué tendrán los bigotes, chilenos o españoles, soviéticos o teutones, que a todos los chalados les confieren el convencimiento de un alto destino?

    NO es la película de Pablo Larraín que cuenta los intríngulis de aquella campaña electoral. De cómo los enemigos del orden contrataron a un publicista que les llevó por el buen camino de la victoria. Un profesional del asunto que supo diferenciar el contenido del continente, la letra de la música. Nada de denuncias, de testimonios llorosos, de retratos conmovedores en blanco y negro. Alegría y desparpajo, juventud y soniquetes. Puro marketing... ¿Un milagro? No. Si alguien vive en el secreto de que la gente es básicamente estúpida y poco analítica, ése es el sociólogo, el demógrafo, el estadístico. Y el publicista, claro, que vive de aprovechar esa estupidez esencial para colocar sus productos.

    Saavedra, el gurú de los demócratas, sabía que la gente, el pueblo llano, el votante robótico, tiene más miedo que vergüenza, más desmemoria que corazón. El votante chileno, con la bonanza económica, enfrentado a la tesitura de hacer justicia o de comprarse un televisor más grande, se iba a quedar, sin duda, con la tele. Ellos, las gentes de bien, las gentes de orden, las clases medias y acomodadas, no tenían culpa de los desmanes militares, y además ahora se vivía mucho mejor, con más paz en las calles y menos hippies fumando porros. René Saavedra sabía que a ese votante había que pintarle la utopía democrática con vívidos colores y músicas pegadizas. Y tías buenas enseñando el escote. Convencerle de que más allá de Pinochet existía un mundo donde las rubias anglosajonas meneaban las tetas y zarandeaban el culo. Donde no llegaba la pedagogía ni el pensamiento crítico, tenía que llegar el engaño. No había que razonar con el votante: había que embaucarle como a un niño tonto. Dejado a su libre albedrío, no iba a distinguir a un demócrata clandestino de un torturador con charreteras. Había que guiarle con una estrategia primaria y sencilla. Alcanzar el fin honroso del NO con el medio deleznable de la publicidad.


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