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Maigret

🌟🌟🌟

En la vieja casa de León sobrevive un volumen que recoge varias novelas del inspector Maigret. Lo he tenido en la mano decenas de veces, sopesando su lectura, pero al final siempre lo he devuelto a su hueco en la estantería. El psicoanalista al que no voy -porque son muy caros y solo sirven para enredar- diría que, como era un libro muy querido por mi padre, yo, en póstuma rebeldía, solo para que su espíritu no encuentre descanso, prefiero abandonarlo por otras lecturas y someterlo a esa pequeña humillación. Pero juro por el abuelo Sigmund que no van por ahí los tiros. Lo que pasa es que siempre que voy a León llevo varios libros en la maleta que me apetece leer más: lecturas atrasadas, y préstamos de conocidos, y agobios autoimpuestos. Compras compulsivas y relecturas que retomo al hilo de la vida.

Un par de veces sí que estuve a punto de meterme con la cama con George Simenon y que saliera el sol por Antequera. Por pura curiosidad, y por saber qué cosas leía mi padre cuando se apartaba del mundo. También con la remota esperanza de toparme con un detective al que seguir la pista en otras novelas, valga el juego idiota de palabras... Otro Pepe Carvalho de mi vida, u otro Méndez, u otro Sherlock Holmes. Detectives que me interesan más por lo que son, y por lo que dicen, que por los crímenes que resuelven, que solo son el telón de fondo de su trabajo y de su filosofía.

Pero antes de empezar la faena con el inspector Maigret hice una búsqueda en Wikipedia que nunca debí hacer: resulta que existen 75 novelas largas y 28 novelas cortas protagonizadas por el personaje. Algo así como media vida de un lector más bien perezoso como yo. Demasié para mi body. Tampoco hay que leerlas todas, claro, ¿pero por cuál empezar? ¿Cuáles son las mejores, las menos peores, las recomendadas por los críticos? Una selva de elecciones. Un agobio asegurado.





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Las ilusiones perdidas

🌟🌟🌟🌟🌟


Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





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Matrimonio de conveniencia

🌟🌟🌟

En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.

    Por su parte, Georges Fauré es un ciudadano francés que busca el permiso de residencia en Estados Unidos. La green card del título original. Caducado su visado de turista, Georges sobrevive en trabajos mal pagados a la espera de un golpe de suerte, o de una patada en la puerta que inicie los trámites de deportación. Georges es un hombre con estudios, con aspiraciones, con inquietudes musicales incluso, y siendo francés no se entiende muy bien qué narices pinta en Estados Unidos pidiendo la limosna de un DNI. Como si en Francia no les dieran trabajo a los músicos o a los artistas. Si fuera un exiliado libanés, o tanzano, que son países muy poco proclives al I+D de sus habitantes, el personaje de Gérard Depardieu tendría otra credibilidad, otra consistencia. Pero claro: ya no podrían poner a Gérard Depardieu como actor estelar en la película.

    La única salida que les queda a estos dos personajes atribulados es un matrimonio de conveniencia, que aquí en España, tan buenos como somos con los eufemismos, se llama matrimonio de complacencia. La señora Brontë y el señor Fauré no tienen, por supuesto, ninguna intención de vivir juntos, pero una inspección gubernamental les obligará a guardar las apariencias durante unos días de mutuo conocimiento. Y así, sin proponérselo, surgirá el amor. Es una vieja teoría que corre por ahí. Hay incluso un programa de televisión que la usa como argumento principal. Quizá el orden correcto no sea primero el acercamiento, luego la intimidad, y más tarde la convivencia. Tal vez nos iría mejor si probáramos a hacerlo a la inversa: primero convivir con el desconocido que nos hemos topado en el bar o en el speed dating; luego testarlo en las condiciones más críticas de la vida doméstica, y de los fragores más exigentes de la batalla sexual, y ya más tarde, si la cosa funciona, plantearse si el romanticismo tienen cabida en esa extraño proyecto de pareja que empezó construyéndose por el tejado.


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