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Ópera prima

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Se titula “Ópera prima” porque es la primera película que dirigió Fernando Trueba. Y, también, porque cuenta la historia de un hombre llamado Matías que encontró a su prima en la salida de Ópera, en el metro de Madrid. La casualidad.

Corre el año 1979 y las relaciones entre primos todavía no están bien vistas en democracia. Son tiempos oscuros que ya ven la luz del sol, pero todavía quedan zonas en penumbra. Matías y Violeta no son creyentes, pero por si acaso, para no dar lugar a habladurías, deciden encerrarse en la buhardilla donde ella vive para ver pasar la vida desde un edredón. De todos modos, si no lo han entendido mal, lo que es pecado mortal es casarse y procrear, a no ser que le pidas una dispensa al Papa. Pero follar, como ellos follan, con toda la inocencia del mundo, y además con una inocencia enamorada, no es más que un pecado venial por ser una relación extramatrimonial. Y de esas hay muchas por ahí.

Mientras que abajo, en Madrid, van germinando la movida musical y la movida socialista, ellos, en la buhardilla, encerrados bajo siete llaves a no ser que haya que trabajar, o que bajar al supermercado, viven la movida del amor, que es siempre la misma desde que el mundo es mundo. En un momento determinado, Matías le confiesa a su amigo que está viviendo la felicidad absoluta. Se lo dice por teléfono, desde la cama, con Violeta a su lado, desnuda y dormida. “Si la felicidad no es esto, no sé qué es...” Y yo estoy con Matías: la felicidad es poco más que eso: la buhardilla, y la mujer amada, y el deber que no llama, como cantaba Javier Krahe. Lo demás es superfluo, engañifa, mercancía de embaucadores.

“Ópera prima” no estaba prevista en mi programación. No quedaba ni un hueco en mi agenda de chotado. Pero ayer, en el Caralibro, un amigo puso un pasaje descacharrante de Óscar Ladoire arremetiendo contra tirios y troyanos alrededor de una mesa de comedor. Su personaje de Matías es memoria sentimental. Envidia cochina de la palabra. Matías es demoledor, ocurrente, tierno y odioso.  Ahostiable en ocasiones. Un genio. Le adoro. Y tuve que ver la película completa, claro. Otra vez.



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El olvido que seremos

🌟🌟


Leo en internet que la segunda mitad de “El olvido que seremos” es mucho mejor que la primera. Pero vamos, muchísimo mejor. Nada que ver. Como la noche de Bogotá y el día de Medellín, mismamente. Como una película buena de Fernando Trueba y una película mala de Fernando Trueba, que a veces parecen dos tipos distintos, con el parche cambiado de ojo y todo.

Insisten, en las páginas de la cinefilia, que sólo hay que tener un poco de paciencia para atravesar el desierto insufrible de la primera hora. Para superar este rollo con diálogos de mazapán y músicas del cielo. Esta nostalgia con filtros donde no salen Óscar Ladoire ni Antonio Resines, ni nadie de la vieja troupe fernandiana que al menos nos haga sonreír con una boutade o con un chiste malicioso. Nada, ni las migajas de una comedia.

Todo esto lo leo cuando voy por el minuto 20 de la película y empiezo a temer que he sintonizado el “Cuéntame” de Medellín por una interferencia de las ondas, y que si no fuera porque Javier Cámara no suele estar en esos registros, va a tardar nada y menos en soltar un “Me cagüen la leche, Merche” o como sea que defequen los colombianos iracundos. El comienzo de “El olvido que seremos” es -sí, insisto- un rollo patatero, sensiblero, mainstream que te cagas. Un cursillo sobre el santo Job para aquellos que en realidad habíamos venido a otra cosa: a ver un episodio más de la lucha de clases, con este hombre, Héctor Abad Gómez, convertido en héroe y mártir de nuestra causa. La causa de la justicia social, de la inversión pública, de la recaudación de impuestos, de que se jodan los ricos aunque sólo sea de vez en cuando.

Las páginas que consulto dicen que todo eso llegará en la segunda hora, y que serán saciados de sobra los que mantengan la fe y alimenten el espíritu. Pero son las doce de la noche y el cansancio ya me pesa como hormigón sobre la cabeza. Me digo a mí mismo que veré el resto mañana, o sea hoy, pero sé que no es verdad.

Luego, en la cama, justo ya para coger el sueñito, leeré en internet la triste historia del doctor Abad. La puta que los parió... O el putero que los engendró... Ya no sabe uno ni cómo hablar.





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Mientras el cuerpo aguante

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Si aquel soldado republicano hubiese re-fusilado a Rafael Sánchez Mazas cuando le detuvo en el bosque, Chicho Sánchez Ferlosio no habría venido a este mundo un año y pico después, y Fernando Trueba, cuarenta y dos años más tarde, no habría rodado este documental sobre sus ocurrencias y sus disidencias, sus canciones y su desdentamiento precoz. Pero aquel soldado sin nombre al que Javier Cercas hizo famoso decidió no disparar, quizá conmovido por su víctima, quizá harto de la guerra. O tal vez, simplemente, porque se había quedado sin balas y prefirió disimular su incompetencia, o su cutrez de soldado derrotado, con un gesto simbólico de humanidad. Da un poco igual… 

    El caso es que Chicho, que había sido bautizado con el fascistorro nombre de José Antonio Julio Onésimo, y que estaba llamado a escribir sonoros poemas sobre la unidad de España y las virtudes del Generalísimo, nos salió rana roja en lugar de príncipe azul, y armado con una guitarra prefirió croar canciones satíricas sobre la falta de libertad y las penurias del amor. Ferlosio se hizo cantautor protesta, y maoísta-leninista, y tocador de huevos oficial, y llegada la Transición se convirtió en el guía espiritual de los trovadores de la noche madrileña: el Sabina, y el Krahe, y el Alberto Pérez aquel que también salía en el disco de La Mandrágora, tipos que también hacían risa y cachondeo de los tiempos imperiales, y de lo mal visto que estaba lo del follar, aunque ellos -presumo- se jartaban de practicarlo.

    En Mientras el cuerpo aguante, Ferlosio desgrana sus ocurrencias en la terraza de un casoplón de Sóller, en Mallorca, porque el trotskismo-anarquismo se lleva mucho mejor si puedes vivir en un retiro de lujo, con vistas a la montaña, cerca del mar, en un entorno exclusivo donde tus vecinos son alemanes educados que se hicieron de oro invirtiendo en la bolsa de Frankfurt. Hay una disonancia permanente entre lo que Chicho dice y el decorado donde lo dice. Esa casa, ahora mismo, en el mercado inmobiliario, yo no podría pagarla en siete vidas. Le escuchas, pero no te lo crees del todo; le sigues, pero no terminas de rendirte. Chicho Ferlosio es un burgués metiéndose con la burguesía; un rentista riéndose del capitalismo; un bon vivant hablando de las penurias del franquismo; un heredero de la riqueza, cantando a los desheredados.




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Calle 54

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Al principio de Calle 54, Fernando Trueba cuenta que se enamoró del jazz latino a comienzos de los años 80, cuando un amigo suyo le regaló un disco y con él sembró la semilla de una afición que con el tiempo se convirtió en árbol frondoso y ramificado. 

    Porque esto del jazz latino, como el jazz norteamericano, es una música que en realidad son mil músicas al mismo tiempo, difícil de acotar o de definir. Aquí se mezclan los ritmos africanos con los cubanos,  los brasileños,  los que vinieron de Nueva Orleans, y te sale un menú con ensaladas de todo tipo: desde dúos para piano y violonchelo que parecen sacados de un repertorio de música de cámara,  hasta esas orquestas sandungueras y superpobladas que todos conocemos de las películas ambientadas en Miami, con tipos de camisas floreadas que tocan la hostia de trompetas, de trombones, de timbales y de platillos, y que te ponen la cabeza como un puto bombo mientras las caderas se menean un poco sin control, como si estuvieras en la discoteca para divorciados.

    Si te gusta el jazz latino, Calle 54 es una obra maestra que figurará en tu videoteca hasta el día de tu muerte, o de tu sordera definitiva. Aquí se dan cita -si hacemos caso de Fernando Trueba, que es el que sabe del asunto y ejerce de evangelista- lo más granado del panorama internacional: la crème de la crème de estos ritmillos, o al menos la que permanecía viva y coleando cuando se rodó esta película. Pero si no te va la vaina de los latinos y sus trompetas, si piensas que esta música se parece demasiado a la Orquesta Maravilla que toca en las fiestas de tu pueblo, y te vienen sinestesias de fritanga de churrería y de caca de las vacas, te aburrirás como un tontaina, como un cinéfilo engañalo por la publicidad. Porque Calle 54 es exactamente eso: un programa de actuaciones musicales del sábado por la noche, uno de José Luis Moreno pero sin José Luis Moreno, y sin humoristas lamentables, sólo jazz latino, con Fernando Trueba como maestro de ceremonias que hace los panegíricos y luego toma la cámara para filmar a estos fulanos que se entregan en cuerpo y alma, a lo suyo, a su instrumento, a su melodía interior, con una devoción infinita que al final -al menos en mi caso- termina por arrastrarte. 




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¿Qué fue de Jorge Sanz? Episodio 8

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¿Qué fue de Jorge Sanz? es el Boyhood de las series de televisión. Un serial en marcha, casi en directo, sobre las venturas y desventuras de ese actor llamado Jorge Sanz que a veces parece él y a veces su caricatura. Dos personajes en uno que sólo los amigos muy íntimos, o las enamoradas muy informadas, sabrían separar y distinguir. Uno de ellos es el Jorge Sanz real que cumple años y acumula canas. El actor de cine que rueda películas sin pena ni gloria pero que va ganándose un prestigio sobre las tablas del teatro. El otro personaje es el Jorge Sanz ficticio -¿o no?- que se enreda con varias novias a la vez, que ejerce de padrazo ocasional. Que sobrelleva la torpeza de un representante artístico que sabe más de quesos que de directores españoles: un gañán entrañable que no sabe distinguir a Fernando Colomo de Fernando Trueba pero sí un queso de Asturias de otro de Cantabria, cosa que es de mucho admirar, desde luego, pero que no sirve de gran ayuda a la carrera de su representado.



    El Jorge Sanz que suponemos inventado o exagerado es un tipo inmaduro, metepatas, que va por la vida como una vaca sin cencerro. Un liante que ahora, en el octavo episodio de la serie, aprovechando que el Jorge Sanz real se gana unas pelas en el rodaje de La reina de España, se ve en la necesidad de evadir impuestos como todo rico de vecino, y confía sus ahorros a un exfuncionario de Hacienda con conexiones muy poco claras en Andorra. Si usted, querido lector, o lectora, no termina de entender muy bien este lío de los dos Jorge Sanz -y uno más, el tercero, hecho de cera en el museo-, no se considere lerdo, ni se sienta culpable. ¿Qué fue de Jorge Sanz? es una serie difícil de explicar, pero imprescindible de ver. Una rareza, una extravagancia, un experimento único. Una serie autorreferencial. Un juego de espejos. Una gracia singular que David Trueba y los muchos Jorge Sanz entremezclados nos regalan cada año. Una satisfacción para este espectador atribulado que cada vez se ríe menos y de menos cosas. Una simpática broma que ojalá dure lo que duren las vidas de sus bromeados. Hasta que todos nos hagamos viejecitos y vayamos llorando las pérdidas como si de unos amiguetes se tratase. 





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El sueño del mono loco

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Tres años después de haberse deconstruido en mosca viscosa y de afear el orgullo al señor Hammond en Jurassic Park, Jeff Goldblum trabajó para Fernando Trueba en una insólita componenda internacional titulada El sueño del mono loco, con productores franceses, actores ingleses y dobladores españoles que no siempre aciertan con la sincronización. 

El personaje de Jeff Goldblum escribe guiones con pedigrí en la bella y lluviosa París. Tiene un piso del copón, una esposa complaciente y un hijo rubísimo que podría anunciar cualquier producto infantil en la televisión. Es la existencia feliz del homínido que tiene el cerebro y la polla trabajando en el mismo sitio, y velando por los mismos intereses. Durante el día, Goldblum escribe, juega con su hijo, sale de copas con los colegas; de noche, en el remanso del creador, en el reposo del juntaletras, encuentra la paz en una cama que está en el mismo piso donde vive, sin mentiras ni conflictos.

    Pero de pronto, ay, llega la maldición del hombre inteligente y atractivo. La disociación mente/genitales que es la principal dolencia que sufre esta especie tan altiva. La lucha desgarradora que esos hombres experimentan como un par de fuerzas opuestas: una que tira hacia abajo como la gravedad y otra que tira hacia arriba como la inercia. Una tensión que en los casos más graves puede partirles en dos, como despedazados por un monstruo con tentáculos. Los hombres feos y grises, intrascendentes, sólo sabemos de estas cosas por el cine, y por la literatura, porque nuestro deseo nunca se vio correspondido por las gallinas más coloridas de los corrales, y aprendimos muy pronto, desde la adolescencia misma, a no andarnos con hostias y a conformarnos con lo que Eros pusiera en nuestro camino, complacidos y sonrientes. Aún así, no somos tan estultos, ni tan autistas, para no ponernos en la piel desconsolada del pobre Jeff, que pone en riesgo su felicidad por acariciar el cuerpo de esa nínfula que le han puesto de cebo para que diga a todo que sí, que amén, que lo que vosotros digáis, en esa película sin pies ni cabeza que es El sueño del mono loco, la película dentro de la película. 

Ella, la actriz, se llama Liza Walker, y poco más se supo de ella tras su paso por nuestro deseo. Hizo varias series olvidables, se casó con un rapero de Bristol y regresó al universo recóndito de las bellezas inalcanzables. Qué suertudo, el artista, y qué huérfanos, nosotros.



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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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El artista y la modelo

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Hay veces que en la vida del cinéfilo se producen casualidades extrañas, convergencias inesperadas. Días de la marmota en los que uno cree revivir la aventura imposible de Bill Murray. 

Si hace cuarenta y ocho horas, en la intimidad de mi salón, Michel Piccoli pintaba la sagrada desnudez de Emmanuelle Béart mientras su personaje se quejaba de las limitaciones de su arte, hoy, en los canales de pago, me topo a Jean Rochefort dibujando la bendita desnudez de Aida Folch en El artista y la modelo, encarnando a un escultor que también se lamenta de su carencia de genio, de la distancia insalvable que lo separa de los grandes maestros. Ambos artistas son franceses, viven en el campo, conviven con esposas que hace años ejercieron de modelos para sus tejemanejes. Los dos desayunan pan crujiente mojado con aceite de oliva. Los dos son sabios, cínicos, viven en un retiro espiritual alejado de la gente, y cercano de los médicos. Los dos buscan su última obra -la maestra a poder ser- que quieren legar al mundo antes de retirarse, a vegetar, o a morir. Los dos viven en la pitopausia, en el deseo amortajado, en el escarceo último de su libido.

Las jovenzuelas que les sirven de modelos, Emmanuelle y Aida, son dos chicas de pasado oscuro, alocadas y perdidas, que se desnudan ante el artista en cuerpo y alma, y que gracias a ello, como si recibieran un bautismo de arte y filosofía, terminan por encontrarse a sí mismas. Emmanuelle, puestos a escoger, es sin duda la más bella. Lo digo yo, y también lo dice el espejito mágico. Primero porque su película es de colorines, y en ella su piel reluce de rosa y blanco, de luz y cavernas. Aida Folch, la pobre, combate con armas del blanco y negro, que a Trueba le sale muy bello, muy histórico, muy de homenaje a los grandes clásicos, pero que nos hurta la luz del Pirineo, el verde de los valles, el alabastro de su hispánica musa. Emmanuelle, además, es francesa, y eso, por sí mismo, ya es un valor añadido, una distinción incuestionable, porque las actrices españolas, por muy francesas que se nos pongan, por muy descocadas y muy naturales que se nos despeloten ante la cámara, como Norma Duval conquistando el Folies Bergère, siempre tienen un algo celtibérico que les impide flotar. Arrastran en sus carnes las penurias de los siglos pasados. Las preceden muchas generaciones que pasaron hambre y necesidad, y eso ha dejado una marca en las pieles, en el brillo nunca límpido de los ojos. Las beldades francesas son otra cosa: símbolos, cánones, quintaesencias. Espíritus, más que carnes.



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Chico y Rita

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He vuelto a escaparme del mundo real con Chico y Rita, película que están pasando estos días por los canales de pago. He aterrizado en ella más por curiosidad que por convencimiento. Más por deber que por vocación. Más por la presencia de Fernando Trueba en los títulos de crédito, que por cualquier otra consideración. Ni me entusiasma el jazz latino ni me arrebata el virtuosismo de los diseños gráficos. Al final, después de hora y media de metraje, ni siquiera los desnudos integrales de Rita han despertado en mí una excitación reseñable, tan esquemáticos en su pincelada. Se ve en Chico y Rita un mérito, una labor, un proyecto novedoso de gente capaz y creativa, pero yo ando pendiente de muchas cosas, con la cabeza descolocada y giratoria. Quizá en otra época, en otro estado de ánimo, la música y los dibujos de Chico y Rita hubiesen alcanzado otra repercusión en mi juicio. Quizá hubiesen triunfado en otra serenidad del espíritu, menos exigente y más alborozada. Más vitalista y sandunguera. Pero no es el caso. No era el momento de esta película. Queda anotada en la lista de revisables, junto a otras cien, para cuando haya tiempo en esta vida, o en la siguiente.



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