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La dolce vita

🌟🌟🌟🌟

En las películas del neorrealismo italiano, los trabajadores se ganaban el pan entre las ruinas de los bombardeos. Pero al fondo de los planos ya aparecían las primeras grúas de la reconstrucción, que es el negocio más lucrativo de cualquier posguerra civil o mundial. Federico Fellini, quizá cansado de ver tantas películas de ladrones de bicicletas y de mujeres obligadas a prostituirse, contó en La dolce vita cómo vivían los aristócratas que se forraban con la recalificación de los terrenos, y los burgueses que construían los bloques de pisos en los arrabales. 

    En el neorrealismo se follaba poco, y mal, porque la prioridad de la vida era conseguir un empleo, alquilar una covacha, y dar de comer a los hijos hambrientos. Los polvos eran tristones, casi protocolarios del sábado por la noche. Pero aquí, en La dolce vita, las clases pudientes se pasan las jornadas laborales y festivas -porque ellos no conocen esa distinción- jodiendo alegremente, en guateques que comienzan nada más terminar el reposo del anterior. En los pisos más caros de Roma, y en las mansiones más exclusivas de las colinas, los ricos de toda la vida, y los ricos que se van sumando a la fiesta, montan orgías a la antigua usanza de sus gloriosos antepasados: los romanos de la copa de vino y del racimo de uvas suspendido sobre la boca.

    Y allí en medio, ejerciendo como cronista de sociedad, pero metiendo cebolleta cuando puede, está Marcello Rubini, que se lo pasa en grande acostándose con las baronesas borrachas, con las ricachonas infieles, con las estrellas de cine deprimidas… Marcello apenas tiene tiempo de escribir sus artículos porque los saraos se suceden día y noche, ora en el Aventino ora en el Quirinal. Marcello, tan guapo, tan simpático cuando se baja las gafas de sol hasta la punta de la nariz, siempre tiene una mujer pendiente de sus favores sexuales. Sin embargo, para sorpresa de muchos espectadores,  Marcello no es feliz. En cada resaca de alcohol y sexo, él sueña con una vida distinta, doméstica, en la que hace feliz a su novia decente y escribe la novela del siglo que ahora no tiene tiempo para estructurar. Esa vida que nunca llega transcurre como un río subterráneo que él jamás explora porque en la superficie hay manantiales de sobra. De vivir desgarrado entre dos vidas incompatibles, prefiere, de momento, quedarse en el lado orgiástico de la verbena. Nos ha jodido.




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Ocho y medio


🌟🌟🌟🌟

Cuando la película del día no deja un pensamiento decente que traer a este blog -un aprendizaje, un chascarrillo, un hilo del que tirar- me pongo a escribir sobre la incapacidad de la escritura, y salvo los muebles como puedo. Si no puedo decir nada enjundioso, explico, al menos, las razones de mi incapacidad. Como un cantante con la voz tomada que sale al escenario no para cantar, sino para explicar a su grey que anda cascado porque pilló un resfriado, o porque tiene un chiquillo que no le deja dormir. Es otro tipo de intimidad, y de comunión, con los seguidores. Con los  cuatro gatos del callejój, que me leen a escondidas.

    Como hace Fellini en Ocho y medio, salvando las distancias, que para salir de un atasco creativo hizo una película sobre la incapacidad de hacer una película. Sólo que a él, paradójicamente, le salió una obra maestra sobre el alter ego que fracasaba, mientras que el cantante que no canta, o el bloguero que no aporta, en realidad son dos farsantes que dan gato por liebre, y que harían mucho mejor guardándose las energías para otra ocasión.

    En realidad tengo varios Ochos y medios entre estos mil y medio escritos que versan sobre mi cinefilia, y sobre mi vida disfrazada en ella. Mucha metablogueridad, si se me permite la palabra. Muchas mañanas a lo Marcello Mastroianni, o a lo Guido Anselmi, en el balneario de mi casa, o en el set de mi oficina, incapaz de saber por dónde tirar, de pronto desgastado, repetido, aburrido de mí mismo. Absorto en un lejano recuerdo, ahora que me voy haciendo mayor, y que estas memorias salen de sus escondrijos como conejos en primavera. Abrumado por las preocupaciones de la salud, o del amor, o de los fichajes fracasados del Real Madrid. Avergonzado de mí mismo, de mi impostura pseudoliteraria, de mi criterio tan poco profundo. De mi magisterio tan poco edificante. Haciendo exégesis de los sueños nocturnos, siempre embarullados y con mensajes ocultos. Reencontrado, de súbito, con un fantasma, con un miedo, con una esperanza... Zarandajas que me apartan de la labor de escribir la entrada diaria. O más bien: de emborronar el blanco virginal de un Nuevo Documento…





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Amarcord

🌟🌟🌟🌟🌟

La adolescencia es una película porno que nunca termina. Un amigo mío recordaba su pubertad como el destello intermitente y cegador de un anuncio de puticlub -sexo, sexo, sexo... Las luces del deseo, que se encendían y se apagaban con la regularidad de un faro, de un púlsar cósmico que jamás dejaba de girar. La erección de la mañana y la paja en el baño; el escote de la compañera y las piernas de la maestra, el tetamen de las viandantes y la farmacéutica que sonríe; la chica en el telediario y el beso en la película; la revista guarra y el VHS clandestino. El anhelo desbocado de los cuerpos en primavera. La polución nocturna y el sueño erótico. El beso a la almohada. La desesperación de poseer un cuerpo que no fuera uno imaginado. La chica de la que estábamos enamorados en la distancia, inalcanzable y preciosa. Y de nuevo el despertar erecto, la paja en la ducha, la condena del deseo inextinguible, del fuego que se reaviva en cada intento de apagarlo. La maldición del sexo, que arruinó nuestra vida despreocupada y feliz, apegados a un balón, y a los payasos de la tele.

    No todo va a ser follar, cantaba el maestro Krahe, pero en la adolescencia hay una radiación de fondo, una hilo musical, una miasma en el ambiente, que todo lo perturba. Una feromona que siempre anda revoloteando, incordiando, porque la exudamos nosotros mismos. Cuando Fellini se puso a recordar su adolescencia en Amarcord, le salieron unas memorias traspasadas por el sexo, y lo mismo en los desfiles fascistas que en las fiestas del pueblo, en las andanzas familiares que en las desventuras escolares, siempre había una mujer a la que desear, una chica a la que cortejar, una prostituta a la que espiar, una estanquera a la que resoplarle entre las tetas… En Amarcord Fellini no se pone ñoño, ni tonto, ni quiere vendernos la moto de una pureza o de una inocencia de poetastro. La adolescencia es sucia, obsesiva, y muy triste. Su recuerdo huele a semen, a lágrimas, a vergüenza. El humor nos salvó entonces de la desesperación, y el humor es el único filtro que nos permite recordarla con decoro.




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La Strada

🌟🌟🌟🌟🌟

Gelsomina está en edad de merecer, pero ningún hombre valora sus merecimientos. Ella es pobre, poco agraciada, medio lela, y además no sabe cocinar. En la posguerra italiana, como en la posguerra española, su destino más probable hubiera sido el convento, encargada del huerto comunal, o de la recogida de expósitos en el torno. Pero Gelsomina, que vive sin teléfono en una casa que además no figura en los distritos postales, todavía no ha recibido ningún mensaje del Señor. Su familia, enfrentada al dilema de cómo alimentar a n polluelos con n-1 gusanos, decide venderla por diez mil liras al mejor postor; y así, de buenas a primeras, en el tiempo que se tarda en meter cuatro trapos en una maleta, se descubre recorriendo las carreteras secundarias -y muchas de las terciarias- en la furgoneta de Zampano, que es un forzudo que la utiliza de figurante en sus performances pueblerinas, y que se acuesta con ella en las noches más crudas del invierno, cuando las prostitutas del lugar no están disponibles para él, o arrecia la Cuaresma en los páramos del calendario.

    Ahora que está de moda hablar de las relaciones tóxicas, La Strada podría ilustrarlas en las facultades de psicología. Pero La Strada no serviría para ilustrar el camino correcto de la liberación, de la autoafirmación de quien dice: "hasta aquí hemos llegado, bonita, o que te den por el culo, mamón". La pelicula serviría, como mucho, para advertir que a veces, simplemente, no se puede, o no se quiere, salir del laberinto. Que a veces, como Gelsomina, nos quedamos varados como ballenas en la playa, y que aunque llegan las olas que podrían devolvernos al mar, y los helicópteros que nos tienden la cuerda del rescate, nos quedamos atados al vínculo por una convicción muy íntima, intraducible para quien nos escuchaba y aconsejaba. Porque Zampano es un homínido apenas evolucionado, un hombre simple que piensa en términos estrictos de supervivencia y desfogamiento sexual. Las florituras de la vida sólo le confunden, y le despistan de su oficio. Gelsomina lo mismo podría ser para él una mujer que una burra, una muñeca hinchable que una esclava de Babilonia. O eso es al menos lo que él cree, tal vez embrutecido sin remedio por la pobreza. 

Ya será demasiado tarde cuando descubra que ese mariposeo que sentía al despertar junto a Gelsomina, o al rematar con ella una función, era el amor que él creía tonterías de las novelas que nunca leía.




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Las noches de Cabiria

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando Cabiria hace la ronda nocturna por las calles de Roma, suena una música bellísima y jovial de Nino Rota que hoy en día, al espectador del siglo XXI, le chirría un poco en el espíritu crítico de la prostitución. Cabiria es una prostituta de bajo escalafón, de las que esperan en el arcén de la carretera o en la acera mal iluminada. Y aunque tiene casa propia en un descampado de las afueras, y puede considerarse una privilegiada en comparación con otras que malviven chuleadas y no tienen donde caerse muertas, es indudable que preferiría no alquilar su cuerpo por un puñado de liras manoseadas.

 Ella misma, en los momentos de abatimiento, expresa su deseo de encontrar un hombre honrado que la saque del oficio, y tal vez formar una familia con él, y vivir en un piso de nueva construcción en el barrio populoso, que eran los sueños habituales en la Italia de la posguerra. Como lo eran, también, en la España paralela, en la otra posguerra, en aquel mundo donde casi ninguna mujer tenía estudios, ni negocios propios, ni espíritu independiente, y el futuro dependía de la buena o mala fortuna a la hora de escoger -o ser escogida- para el matrimonio.

    Han pasado 60 años desde que Fellini nos contara la historia de Cabiria y en realidad la prostitución está más o menos como estaba, más allá de nuestra sensibilidad recién conquistada. Supongo que es cuestión de tiempo, labor de generaciones, conquistar un mundo feliz sin prostitutas, aunque uno sospecha que a esta prostitución evidente y sucia le seguirá otra mucho más aséptica e indetectable.  

    Lo que es seguro -y este es el otro gran tema de Las noches de Cabiria- es que los pobres seguirán odiándose entre sí, estableciendo clases y subclases entre los desheredados y las desharrapadas. Que nunca van a unirse en la causa común que un día propusiera el abuelo Marx. La misma Cabiria no quiere saber nada de redistribuciones de riqueza, ni de votos al Partido Comunista que arreglen el desaguisado. Ella aspira a abandonar la pobreza, no a solucionarla, y a sus compañeras de infortunio, que las den morcilla, por no decir lo otro peor... Cabiria quiere hacerse rica en un golpe de fortuna para luego, pasados los años, pasearse por el barrio a mirar por encima del hombro, con aires de triunfadora, con un chaleco de piel que ya no será falso, sino verdaderamente animal, bien sangrado, para tirria de las que no supieron o no pudieron salir del agujero. Las pobretonas. La chusma de las calles. 

Una obra maestra, por cierto.



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