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Rogue One

🌟🌟🌟🌟

Compro la entrada, saludo a los empleados, me acomodo en la butaca. Mientras la luces permanecen encendidas miro a mi alrededor buscando al masticador de palomitas, al pesado del teléfono, al hombre enamorado que no para de hablar con su chica. A todos esos intrusos que podrían joderme la película si se acercaran demasiado. Esos Lord Sith de los cojones que interrumpen la sosegada paz de este cinéfilo Jedi.
 
    Apago el teléfono móvil. Carraspeo. Rezo para que nadie se siente a mi lado con una bolsa de patatas fritas. Y mientras en la pantalla se suceden avances de películas que nunca veré, me pregunto qué hago allí de nuevo, a punto de ver otra película de Star Wars cuarenta años después de la primera, como si no hubiese pasado el tiempo ni la vida. Ni el amor ni los hijos. Ni la salud ni la enfermedad. Siento una pequeña punzada de vergüenza. Un segundo de duda. Un músculo de mi culo se tensa, se rebela, inicia el movimiento subrepticio de levantarse. Pero sólo se queda en un intento. En un espasmo. La voluntad de quedarme sentado ha prevalecido, y el músculo insensato será castigado por su motín cuando acabe la película. La Alianza Rebelde será aplastada.

    Pero las inquietudes no se disipan. Que en la sala haya otros cuarentones parecidos a mí -gafosos, intelectualoides, con aspecto de poco espabilados- no me hace sentir mucho mejor. Hace años que he dejado de frecuentar los cines y hoy, sin embargo, vengo a ver una película diseñada para la chavalada, con sus tiros, sus explosiones, sus efectos especiales que producen mareo en las personas de cierta edad. Hay películas más sesudas en la cartelera, más adultas, que tratan del espíritu y de la muerte, de la paternidad y del amor. Pero yo estoy aquí, escondido del cine solemne, dimitido de la cinefilia respetable, a punto de reencontrarme con la Estrella de la Muerte y con los destructores del Imperio.

    De pronto se apagan las luces, el cine queda en silencio, y en la pantalla negra aparece la vieja letanía del tiempo pretérito y de la galaxia lejana. Y entonces vuelve a obrarse el milagro de la sustitución. El adulto desaparece, se desvanece, sin dejar humo ni olor, y en la butaca desalojada vuelve a sentarse el niño que yo fui, con sólo cinco años de inocencia y de tontuna, boquiabierto ante el espacio interestelar surcado por las naves. El niño que se estremece, que se maravilla, que busca héroes a los que aplaudir y villanos a los que vilipendiar. Que se caga de miedo cuando Darth Vader aparece resollando sus maldades. El niño al que le importa una mierda que Rogue One no sea una película perfecta. Ni falta que hace. Porque ese niño no es cinéfilo, ni crítico, ni está infectado por el virus del análisis. Todo lo que pasa en Rogue One es mágico, fantástico, incuestionable. Rogue One -mientras dure la función, mientras no vuelvan a encenderse las luces- es la puta hostia de las galaxias. La pera limonera. La máquina de Zoltan que me devuelve a la infancia inmaculada.

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La teoría del todo

🌟🌟🌟
Las películas y la vida real se diferencian en dos cosas fundamentales. La primera es que a este lado de la pantalla no hay banda sonora que acompañe nuestras vivencias. Puede suceder, además, que la música no guarde ninguna relación con el acontecimiento vivido, y que el mundo se nos caiga encima mientras suena el reguetón, o ser elegidos por la mujer más hermosa mientras suena un cuarteto tristísimo de Beethoven. Digo esto porque en La teoría del todo, que es un biopic muy estimable y recomendable, la banda sonora comete el pecado gravísimo de hacerse notar, de ser detectada por nuestros oídos en los nudos trascendentales, y eso, por lo menos a quien esto escribe, le saca de la escena, de la magia del cine, y arruina esos momentos en los que Eddie Redmayne y Felicity Jones se curran sus papeles entregados a la causa.

         Y a por Felicity venía yo, precisamente… Porque la otra diferencia que nos separa de las películas es que en la ficción existe una densidad altísima de mujeres hermosas, un imposible estadístico y demográfico, y muchas veces, en el papel que debería corresponder a una actriz de hermosura limitada, se cuela un bellezón resplandeciente que no concuerda con el desempeño. Uno ve las fotos de juventud de Jane Hawking, la primera mujer del científico, y descubre en ellas a una chica maja, de rasgos poco llamativos pero serenos. Una británica de andar por casa, de las que encontraríamos a miles en el metro de Londres. Sin embargo, en La teoría del todo, ella es una mujer tan hermosa que a mí quita el habla y el sueño. 
    En la vida real esas cosas no pasan: las chicas como Felicity Jones no se enamoran de pardillos así, no al menos a primera vista, no en una selección visual apresurada. La biología del emparejamiento, como la física astronómica que reveló el propio Hawking, obedece a leyes inflexibles de la naturaleza. La elección de Felicity Jones me llena de gozo sexual, y reaviva el loco amor que siento por ella, pero en la película no termino de creérmela. Lo suyo es un papelón, un recital, un trabajo deslumbrante, pero por debajo de sus sonrisas, de sus llantos, de sus miradas de gozo o de reproche, yo siempre veo a una mujer que no debería estar ahí. 


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Cruce de destinos

🌟🌟

Cruce de destinos es el intento fallido de Ricky Gervais y Stephen Merchant por demostrar que también pueden hacer películas "dramáticas". Ellos, que son dos humoristas geniales, dos santos con altar propio en este blog, se nos han puesto muy ñoños, muy blanditos, con una historia que no resiste media hora en el sofá sin que nazca la tentación de darle al stop. 

   En este resbalón fílmico, tres chavales crecidos en el proletariado británico se abren como polluelos a la vida, al amor, a las primeras esclavitudes del trabajo. Así contada, Cruce de destinos parece una película de Ken Loach, con sus izquierdistas y sus juventudes rebeldes afiliándose al sindicato laborista. Pero estamos en otra aventura, en otra dimensión de la realidad. Cruce de destinos es más bien un british western que hubiese firmado Sergio Leone: “El responsable, el pendenciero, y el tonto del culo”. Un trío de muchachos que en estas películas de la juventud rebelde ya se han convertido en tópico, en recurso facilón, como los threesomes de las páginas pornográficas. Uno que filosofa, otro que pega las hostias, y el tercero que cuenta los chistes de coños y pollas. Los diálogos son sonrojantes, los colores pastelosos, la música para asesinar a quien decidió subrayar con ella los sentimientos. Cruce de destinos sería una TV movie de Antena 3 si no fuera porque de vez en cuando, para bajar un poco las importancias, Gervais y Merchant introducen momentos de humor que rompen la gazmoñería. Pero es un humor zafio, impropio de ellos, como inspirados en el Supersalidos de Greg Mottola, pero sin actores como Jonah Hill ni Michael Cera dándose la réplica. Ni descubrimientos como McLovin, comprándose los whiskies.


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La mujer invisible

🌟🌟🌟

Charles Dickens tenía 46 años cuando una buena mañana entró sin llamar en los aposentos de su esposa Katherine y la descubrió desnuda en mitad de sus abluciones. No era costumbre, en la época victoriana, que los esposos se conocieran el cuerpo sin ropajes. Incluso los ayuntamientos carnales se hacían con los camisones puestos, interponiendo capas de lino entre las pieles pecadoras. Así que Dickens se quedó de piedra cuando descubrió aquellas lorzas desparramándose por los costados, unas sobre otras, como jardines grasientos de un zigurat babilónico. Katherine le había dado diez hijos en sus muchos años de matrimonio, y últimamente abusaba de las pastas y de los puddings en el té con las amigas. Esta Katherine descomunal se había comido a la dulce Katherine de los otros tiempos, de cuando eran jóvenes y se perseguían por los jardines; de cuando se rozaban las manos en la intimidad del dormitorio y un escalofrío de amor les obligaba a superponerse sobre el colchón para consumar el casto acto de la procreación. 

         No es que Dickens fuese precisamente un Adonis de las letras británicas, con esas barbas de orate y ese aspecto desaseado de los hombres decimonónicos, pero él era un hombre afamado al que sus lectoras agasajaban por doquier. Y así, de entre sus múltiples seguidoras, Dickens hizo pito pito gorgorito y convirtió en su amante a la joven Ellen Ternan, actriz de teatro aficionada que bebía los vientos por su literatura. En los retratos de la época, Ellen aparece como una mujer de rostro afilado, rasgos delicados y boca de fresa. No es una mujer fea. No, al menos, el monstruo que uno siempre espera en estos retratos del siglo XIX, con jóvenes que ya eran viejunas a los veinte años y maduritas que ya eran cadáveres antes de morir. Pero aquí, en La mujer invisible, que es la película que narra estas aventuras románticas de Charles Dickens, los productores prefirieron una belleza más rotunda, más moderna, que asegurase un mínimo en taquilla por si al final salía un muermazo de dormir a las ovejas. Como casi ocurrió... La actriz elegida para el papel se llama Felicity Jones, y no se parece en nada a la Ellen Ternan verdadera: sus gracias son los pomulazos, los ojazos, los labios voluptuosos. Véase que estoy hablando de una belleza superlativa, sobresaliente, de las de quedarte sin palabras en un blog. De las de quedarte, otra vez, enamorado de un holograma.




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