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¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

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Hace algún tiempo, cuando la nueva logopeda se presentó en mi clase a saludar, “Hola, encantada, soy Mengana, y vengo a sustituir a Zutana”, yo, boquiabierto, ojiplático, pero profesional, muy profesional, como el entrañable Pazos en “Airbag”, entablé con ella una conversación que también nos salió profesional, muy profesional.

Pero mientras yo disimulaba las palabras de amor con tecnicismos en la materia -que si el autismo y que si tal- en las entrañas yo sentía que Max, mi antropoide interior, se desperezaba de la siesta en su árbol, se rascaba con una mano la cabeza y con la otra el escroto, y empezaba a canturrear la canción inmortal de los Burning: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”

Mengana hablaba, y hablaba, y yo asentía, y asentía, y Max, mientras tanto, echaba cuentas funestas de la edad que nos separaba, y del atractivo que nos alejaba, y en su cálculo automático y certero -que me río yo de los superordenadores modernos- le salió que no, que nones, un cero patatero, una x despejada de valor negativo, un menos muchos, la hostia de lejos en notación algebraica... Ni siquiera un numero entero, sino uno de aquellos números imaginarios que estudiábamos en el bachillerato, aquellos que llevaban una parte real y una parte ficticia con una “i”de iluso, y de idiota integral...

Y así, una vez despejado el deseo -porque Mengana era muy joven, y había bajado del Cielo, y yo voy para vetusto, y vivo en el Infierno de los pecadores- Max siguió cantando la canción que los Burning compusieron para la película como un encargo de Fernando Colomo, pero que luego, porque es un tema cojonudo, y pegadizo, la trascendió, se emancipó en las radio fórmulas, y se convirtió por derecho propio en un himno de extrañeza cada vez que una mujer está fuera de sitio, y los años la delatan. Mujer fatal... Porque Mengana, la logopeda interina, estaba como Carmen Maura en la película, fuera de contexto, y los años también la delataban, aunque en su caso fuera por demasiado joven, casi una debutante en la plaza del magisterio, donde la veteranía es la norma, y la belleza la excepción, y ya casi nadie ve las viejas películas de Fernando Colomo.



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Tigres de papel

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Allá por 1977, en los albores de la Restauración Borbónica, los españolitos que pegaban carteles comunistas en las primeras elecciones generales se lanzaron a probar las costumbres tanto tiempo prohibidas por la ley, y por la Iglesia. Algunos lo hicieron porque sentían el impulso o la necesidad, pero a otros, como los protagonistas de Tigres de papel, les movía simplemente la curiosidad, o el afán de experimentar. O el placer de tocar los cojones a los guardianes de la moral, que todavía blandían un arma en la mano y un hisopo en la otra. Estos simpáticos personajes de Fernando Colomo, si tienen que fumarse un porro, se lo fuman; si tienen que apuntarse a una orgía, se apuntan; y si tienen que separarse del pariente, o de la parienta -que no divorciarse, ojo, porque hasta 1981 no se tramitó la ley que lo permitía-, se separan.

    A Carmen Maura y su trupé de moscones les bastan dos broncas y una desavenencia para tomar la decisión de largarse de casa y experimentar esa sensación excitante de saberse libres, tras tantos años de estricta vigilancia legal, y vecinal. Como son ciudadanos majos y enrollados, las rupturas no son nada traumáticas ni virulentas, y de vez en cuando, cuando aprieta la soledad, las parejas firman un armisticio para aliviar las penas y sofocar los instintos. El buen rollo preside estas des-uniones a-legales que tienen más de protesta que de convicción. Porque en el fondo estos personajes se quieren, y se estiman, y si viven en casas separadas es porque se lo pueden permitir. 

    Tigres de papel, en algunas cosas, se ha quedado muy obsoleta y aburrida, porque cuarenta años de reyes y legislaturas nos contemplan. Pero en el asunto de las separaciones conyugales es una película muy moderna, muy envidiable. Hoy en día, con el mercado inmobiliario paralizado, no hay nadie que coloque un piso en venta, y casi nadie que pueda permitirse una hipoteca y un alquiler al mismo tiempo. Así que las des-parejas modernas se ven obligadas a vivir  bajo el mismo techo, por falta de jayeres, y tienen que ver las películas en el mismo sofá compartido, con más o menos distancia entre los cuerpos, según el humor, y el aguante.



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Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón

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Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no es realmente una película. Concebida en principio como un mediometraje, Almodóvar, que atareado en la Telefónica sacaba ratos de donde podía, y dineros de donde le dejaban, fue llamando a sus amigos punkis, a sus colegas travestis, a sus follamigos de la movida, para ir rellenando minutos y convertirla en una gamberrada que abriría nuevos caminos. En las ciudades de provincias nadie entendió su película, porque las tribus de Madrid eran gentes tan desconocidas como los extraterrestres, o como los aborígenes australianos. Y entre la lluvia dorada, el moco gastronómico y el concurso de pollas que el mismísimo Almodóvar presentaba al grito de "¡Erecciones Generales!", la película no duró en cartelera ni para cubrir los gastos de la distribuidora. En las ciudades civilizadas, en cambio, donde había apertura de mentes y también apertura de piernas, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón encontró un público entusiasta, comprensivo, al que le importaba muy poco que la trama fuera simplona o que los medios técnicos fueran de cuarta categoría. Aquello era un espectáculo que indignaba a los curas y soliviantaba a los meapilas, y sólo con ir a verla uno ya obtenía el diploma de tipo moderno, o de mujer enrollada.

     Sólo cinco años después de que Franco muriera dejando las pantallas como una patena, ahora salía en ellas una punky de quince años que se meaba en la cara de una urofílica murciana. Y una vecina de Madrid que cultivaba macetas de marihuana en su terraza. Y una caterva de travestidos que te ofrecían su cuerpo serrano si estaban de buenas o te arreaban con el bolso si les pillabas mal follados. Tan avanzada era para su tiempo, la provocación de Almodóvar, que incluso se pasó de frenada en algunas cosas, y ahora que estamos viviendo el retroceso del péndulo, y el cuestionamiento de las licencias, ya no se podrían rodar ciertas cosas que ahora provocan un poco el sonrojo. Entre eso, y que las parafilias sexuales ya no nos sorprenden, y que en los restaurantes hemos comido cosas peores que unos mocos, Pepi, Luci y Bom... hoy sería una película con mucho menos bombo y recorrido. El caca-culo-pedo-pis de un adolescente descarado y ocurrente. Es la maldición de las películas pioneras, que desbrozan la selva a machetazo limpio, y quedan exhaustas, para que otros fluyan tranquilamente por el sendero.  




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