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Obi-Wan Kenobi

🌟🌟🌟


Lo que más molaba de Obi-Wan Kenobi en la trilogía original era aquello de doblegar voluntades con un gesto de la mano.

Soldado imperial: Los documentos, por favor.

Obi-Wan: (girando la muñeca en el aire). No necesitas los documentos.

Soldado imperial: “No necesito los documentos...” Pasen.

Aquello era... maravilloso. El verdadero poder de un caballero Jedi. El uso de la Fuerza -siempre tan mística y etérea- para un fin práctico y resolutivo. Los Jedis no podían perder tiempo en tonterías mientras desfacían los entuertos de la Galaxia.  Ni tampoco nosotros, los terrícolas, aunque seamos más modestos en nuestros afanes. Lo que pasa es que nosotros, chiquilicuatres sin midiclorianos, terminaríamos por hacer mil y una maldades con tal capacidad de hipnotismo: putaditas veniales, si uno fuera hombre de bien, o delitos vesánicos, si uno naciera inscrito en los renglones torcidos de Dios.

Deduzco, viendo la serie, que tal superpoder le llegó al bueno de Obi-Wan ya de anciano, en su último retiro de Tatooine, porque su yo más joven no hace uso de ella en seis episodios trepidantes, de no descansar ni un solo minuto. Y mira que tiene oportunidades para hacerlo: para empezar, callarle la boca a esa niña tan impertinente llamada Leia Organa, que con su gracejo natural, y sus midiclorianos por descubrir, causa más catástrofes que Zipi y Zape con un balón de reglamento.

Por ahí, por este Obi-Wan desarmado y un poco lento de reacciones, viene la primera decepción con esta serie que consiste básicamente en persecuciones, duelos de espada y stormtroopers desparramados por el suelo. Los ejecutivos de Disney son, decididamente, los lord Sith de nuestra galaxia.... El espectáculo solo se hace noble, a medias lucasiano, cuando la figura de Darth Vader llena la pantalla. Vader no necesita ni mover la mano para zanjar las discusiones. Nos lo ponen así, con el gesto, para que los más lerdos del planeta Tierra comprendan sus acciones. Pero Vader, solo con comparecer, ya acojona al personal. Da igual la distancia y el tiempo. Si no fuera tan malo, le adoraríamos como a un dios.



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Beginners

🌟🌟🌟🌟🌟


La teoría dice que de los matrimonios fracasados salen hijos con miedo al fracaso. Con miedo a enamorarse, digo. Pero esta es otra gilipollez que dicen los psicólogos para cobrar sus pastizales o justificar sus titulaciones. Cháchara indemostrable. Y muy falsa. Nosotros, los de mi generación, los nacidos en el estertor del asesino, damos fe de que no tenemos miedo a fracasar. Nosotros seguimos ahí, en la lucha, soñando con el trébol de cuatro hojas, con la alineación de los planetas. Con el premio de la lotería. Y sin embargo, para contradecir a esos vendedores de humo, a esos estomagantes de  la palabra, casi todos venimos de unos padres que tuvieron matrimonios desgraciados, constreñidos por la pobreza o por el catolicismo. O por ambas desgracias a la vez. Por la dureza de las circunstancias. Contrayentes amargados por el miedo y la represión; acojonados por la violencia verbal y la violencia de las hostias. Y por las hostias de los curas...

Si Oliver, en “Beginners”, recuerda con amargura el matrimonio de sus padres -que lo más que hacían era tratarse con exquisita frialdad, él un gay reprimido y ella un mujer infravalorada- qué no tendríamos que recordar nosotros de nuestros padres, que fueron en su mayoría un campo de desencuentro, y una cárcel de convivencia. Oliver ha visto demasiadas películas: ése es su mal. Se ha tragado la cháchara de los psicólogos -que además en Norteamérica gozan de gran prestigio- y cuando conoce a Anna en la fiesta de disfraces se enamora como un lelo (y quién no), pero desconfía como un tonto. “Sé que voy a fracasar porque mis padres fracasaron y tal...” Qué soberana gilipollez. Qué discurso más ofensivo cuando caminas al lado de Anna. Pues mira, majo: si no la quieres para ti, deja que corra la cola.

Menos mal que Oliver tiene un perro muy sabio que le aconseja. Y que Anna -la dulce Anna, la frágil Anna, la hermosa Anna- le va a conceder una segunda oportunidad. Ella es tan hermosa como paciente; tan guapa como comprensiva. No te la mereces, so memo.



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Fargo. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…

    Hay capítulos de mi vida -y ya ves tú, qué vida la mía, de anonimato absoluto en el Noroeste- que los trasladas a la pantalla y parecen sacados de una mente calenturienta y retorcida, de guionista malo, o de guionista genial, que son los que suelen salirse de las carreteras generales. Qué decir, entonces, de la gente interesante que uno conoce, con vidas pintorescas, y aventureras, que te las cuentan frente a una cerveza en la terraza y te quedas alelado, muerto de envidia, o reconfortado de ser tú, mientras piensas que Noah Hawley encontraría materia para añadirle unos matones, y unos paisajes nevados, y montar un Fargo a la ibérica en los parajes de Soria o de Teruel, que serían casi como los de Minnesota, con la Guardia Civil saliendo a patrullar con gorros con orejeras.



    Fargo no está en Minnesota, pero Minneapolis sí, y allí, hace unos días, en la ciudad de los hermanos Coen, el pobre George Floyd salió a comprar con un billete falso de 20 dólares y encontró la muerte por asfixia -a rodillas, no a manos- de un australopitecus con placa que había salido a cazar. Alguien lo grabó, el vídeo se hizo viral, y comenzaron los disturbios que a veces provocan afroamericanos encolerizados y a veces supremacistas blancos que le echan más leña al fuego, porque así, con tanto incendio y tanto escaparate roto, la clase media se acojona, se pertrecha, y el próximo noviembre votará a quien más tanques saque a la calle para defender los negocios. Los discursos de V. M. Varga todavía resuenan en mis oídos…

    Ayer terminé de ver la tercera temporada de Fargo, y justo después de ese final demoledor que nada dilucida -porque la vida es exactamente así, una tensa espera para ver quién es el siguiente que abre la puerta para traer el regalo o la desgracia-  apareció en los telediarios de la realidad un presidente de Estados Unidos con el pelo naranja que se enfrentaba a una multitud armado con una Biblia.



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El escritor

🌟🌟🌟🌟

Después de la comparecencia en el Parlamento, de la rueda de prensa, de la cumbre internacional, del Consejo de Ministros, del pulso con la oposición, de la reunión con los expertos, de la llamada secreta del Club Bilderberg… Después de todo eso, cuando termina el día, los gobernantes se retiran a sus aposentos para ser ellos mismos otra vez, despojados de caretas, y de poses esforzadas. Se quitan el traje de faena para darse una ducha, y allí, desnudos ante el espejo, vuelven a ser Perico Pérez, o Perica López, los compañeros sentimentales de Fulana de Tal, o de Mengano de Cual, que charlan con ellos en la intimidad del cuarto de baño, y luego en el reposo del sofá, ante la tele, y más tarde, quizá, si hay ganas, si el estrés no es mucho y la libido sigue carburando, en la comunión espiritual de los cuerpos.



    Muchas veces, el compañero de cama es alguien que no pertenece al mundo de la política, o que no quiere saber nada de él. Alguien que tal vez reconoce su incapacidad para estar a la altura del asunto,  y no se atreve a dar consejos a quien se supone que ya cuenta con buenos consejeros, y tiene acceso a información privilegiada que la mayoría no manejamos. Lo más habitual en la pareja es esto: el apoyo moral, la comprensión incondicional, el consejo anecdótico sobre el corte de pelo que más te favorece para salir en televisión…

    Pero a veces, en la ficción, y en la vida real, son ellos los que llevan la falda de la Primera Dama, o ellas, las que portan los pantalones del Primer Ministro. Los cerebros en la sombra. En tales casos, los que son cabeza de cartel sólo ponen la presencia, la fotogenia, la belleza incluso. La voz convincente y serena que encandila a los electores del mismo sexo, y a los del sexo contrario. Excelentes actores en este drama cotidiano de la política. Mientras tanto, los verdaderos autores de la obra quedan entre bambalinas, o aparecen en segundo plano, sosteniendo la copa de champán. No murmuran palabras de amor ni de apoyo cuando les sorprendes moviendo los labios. Están recitando el discurso que ellos mismos redactaron la noche anterior.



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La pesca del salmón en Yemen

🌟🌟🌟

El jeque Muhammed, en vez de gastarse los petrodólares en comprarse un equipo de fútbol como todos sus amigos de los emiratos, decide construir un embalse en los desiertos del Yemen para criar salmones y luego pescarlos con caña, a lo franquista, que es su afición preferida después de retozar con sus esposas en la jaima, y de zambullirse en la piscina de monedas que le compró al tío Gilito tras la crisis de las subprime.

    En Yemen no existen los salmones en estado natural, sólo en las cocinas de los restaurantes más exclusivos, y no hay, por tanto, salmonólogos que puedan ayudarle en la crianza de estos peces que remontarán los ríos fantasmagóricos de su país. El jeque, por tanto, decide buscar ayuda en el extranjero, en los territorios lluviosos de los infieles, y antes de los hechos narrados en la película, se pone en contacto con el Gobierno de España porque un asesor algo desactualizado le cuenta que aquí hay un dictador que es muy aficionado a la pesca del salmón, y que suele ir a los ríos en nutrida compañía de cortesanos y lameculos que algo deben de saber del asunto. Pero claro: cuando el jeque aterriza en nuestro país, se encuentra con que la pesca del salmón ya no es un asunto prioritario para nuestros mandamases, y que estos, ahora, en democracia, prefieren invertir nuestros impuestos en aeropuertos sin aviones, y en autopistas sin tráfico.



    Así que Muhammed, que habla inglés a la perfección porque de joven estudió en Estados Unidos y se acostó con las cheerleaders más guapas del campus, decide, en último recurso, pedirle ayuda financiera al Gobierno de Su Majestad. Y ahí es donde empieza, propiamente dicha, La pesca del salmón en Yemen, que en realidad es un remake muy particular de Alguien voló sobre el nido del cuco. Porque aquí, como en la película de Milos Forman, sólo hay un personaje más o menos cuerdo que es el que encarna Emily Blunt -tan hermosa que dan ganas de llorar-, y el resto es una cohorte de pirados compuesta por un Primer Ministro algo imbécil, una alta funcionaria estresada por sus hijos, un jeque que inaugura pantanos en Medina de Badajoz, y un salmonólogo que decide sacrificar su matrimonio y su futuro profesional por seguir al tal Muhammed en su ictiológico capricho de los arábigos desiertos. Un congreso de pirados, a orillas del Golfo Pérsico...

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Agosto

🌟🌟🌟🌟

Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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Trainspotting 2

🌟🌟

Veinte años después de haberles desplumado 16.000 libras, Renton regresa a Edimburgo para visitar a sus viejos amigos del trapicheo. A sus cuarenta y seis años le ha dado un ataque de nostalgia muy propio de la edad, y ese impulso, sensiblero pero vigoroso, es más poderoso que el miedo a recibir un par de hostias de sus ex-colegas del suburbio, que tal vez, sólo tal vez, no le hayan perdonado su traición



    Sick Boy sigue sobreviviendo en el lado oscuro de la ley, Spud va y viene con sus chutes de heroína y sus deschutes de metadona, y Begbie, que ahora se hace llamar Franco, se sigue liando a hostias con cualquiera que le mira de soslayo, aunque ahora lo haga dentro de los muros del talego. Si alguien pensaba que Trainspotting 2 iba a contradecir la primera ley de la termopsicología, que afirma que las personas no cambian jamás, y que todos estamos condenados a repetirnos con mayor o menor disimulo, se va a llevar un buen chasco con el argumento. Los gamberretes que en Trainspotting rezumaban juventud loca, ahora transitan la muy jodida década de la cuarentena, que no por casualidad tiene nombre de peligro por enfermedad. Los desperfectos en la fachada ya no hay cuadrilla que pueda revocarlos, y por dentro, en la fontanería de las vísceras, empieza a escucharse un runrún sospechoso, un siseo persistente, que tarde o temprano desembocará en la enfermedad que habrá de llevarnos por delante.

   A nuestros muchachos de Trainspotting peinan canas y están algo arrugados. Se les ve más torpes, más hieráticos, menos ocurrentes. Corren y se cansan; pelean y se caen; filosofan y se extravían. Ya ni siquiera se drogan con asiduidad, y sólo de vez en cuando se dan el homenaje de un "trainspotting" por los viejos tiempos. Pero no han cambiado en absoluto. Siguen cayendo en los mismos hoyos, en las mismos errores, como autómatas programados para seguir un único camino por la vida. Son como nosotros, y nos com-padecemos de ellos. Aunque la película sea un experimento innecesario. Un sacacuartos -lo que sólo es un decir, si te la has bajado por el morro- para los nostálgicos. 



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Trainspotting

🌟🌟🌟🌟

En los períodos de sequía creativa, cuando no sé qué escribir sobre una película y sufro la tentación de volver a los temas archisabidos, me doy un garbeo por los extras del DVD para inspirarme en las entrevistas que concedió el director, o el actor principal, a ver si ellos me dan el germen de una idea. El hilo conductor que me permita enhebrar cuatro filosofías baratas y cuatro chascarrillos de barrio para solventar la entrada del día y mantener vivo este engendro sin pies ni cabeza, sin orden ni estructura. Como el bebé monstruoso que Jack Nance alimentaba sin esperanza en Cabeza borradora: el producto informe y errático de mi nulo talento para escribir cosas originales.

    Venía uno a Trainspotting -por ejemplocon la intención de disertar un poco sobre las drogas, sobre la sociedad injusta que alimenta la desesperanza en la juventud. Pero de pronto las palabras me han parecido altisonantes, impropias de un blog sin altura ni pretensiones. Es por eso que he perdido casi una hora buscando otra idea alimenticia en el DVD, como quien busca un salvavidas o un clavo al que agarrarse. Trainspotting, en efecto, como allí afirman sus propios creadores, desde Irvine Welsh a Danny Boyle, no es una película sobre pandilleros heroinómanos en Edimburgo, aunque pudiera parecerlo. Su tema central es la amistad que se derrumba, aunque se hayan pasado los años mozos en las cuchipandas y en las correrías, jurando un compromiso eterno que el tiempo finalmente se llevó. El gran drama de Renton no es la heroína, sino la certeza de vivir desplazado, en una tierra que no ama, en  un grupo de amigos que lo llevan por senderos que no quiere transitar. Renton no se drogaba para hacer piña, sino para olvidar que estaba en ella. Ese es el viaje personal de Trainspotting. Una cosa muy profunda en realidad, enmascarada tras músicas molonas y planos desquiciados. Y picos en vena.

    Creo que por hoy, gracias a los extras en DVD, he salvado el culo.


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Miles Ahead

🌟🌟🌟

Al terminar de ver Miles Ahead uno desearía no estar en casa, sino en el cine club universitario, con muchas personas alrededor carraspeando y comentando. Con Don Cheadle presente para responder a nuestra perplejidad: "¿Qué quisiste contar, brother?" Porque mira que hay biografía en Miles Davis para llenar la película, entre auges y caídas, trompetas y quintetos, compañeros de fatigas y pibones de morirse... Una vida excesiva y completa que daría para un serial, más que para una película. Y sin embargo, tío, aunque claves la caracterización y los gestos, a medio metraje se te va la cosa a un episodio inédito de Corrupción en Miami. Sólo que el blanco ya no es Crockett, ni el negro Tubbs, que tenían un estilazo de la hostia y unos Ferraris Testarossa que derrapaban, sino que ahora el negro es Miles Davis desastrado, y el blanco Obi-Wan Kenobi disfrazado, dos tipos puestos de coca hasta las cejas que persiguen una grabación musical muy secreta, con tiros y persecuciones, mamporros y soplamocos, en una opereta que consume minutos y minutos con el único objetivo de explicarnos que Miles, en sus crisis artísticas, en sus apagones creativos, era un sujeto depresivo y bastante maniático. Oído, cocina.


     Si este es el enfoque novedoso, el camino no trillado, el acercamiento imprevisible que los críticos profesionales tanto alababan en sus columnas, prefiero un episodio original de Corrupción en Miami, que allí por lo menos salían unas jatazas de babear, siempre medio en chichas por las playas, zarandeando las cachumbas al ritmo del jazz latino, que no es tan seductor como el que salía de la trompeta mágica de Miles, pero que no deja de ser jazz, qué narices. Con el episodio original de Corrupción en Miami yo podría, además, revivir aquel chiste de mi infancia, que mira que éramos tontos e inocentes los chavales: esperar a que salga sobreimpresionado el nombre de Don Johnson en los títulos de crédito para decir con voz grave de locutor radiofónico, por lo bajini: "Corrupción en Miami, con-Dón Johnson..." El descojone total de la época, entre los chavalillos que contábamos los pelos hueveros con los dedos de una mano. 


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La venganza de los Sith

🌟🌟🌟🌟

Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

🌟🌟🌟

El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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Big Fish

🌟🌟🌟🌟

Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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Hayware

🌟🌟🌟

Yo juraría que hace unos años, en alguna revista de cine, leí una entrevista con Steven Soderbergh en la que éste anunciaba su pronto retiro del oficio. En la que decía estar cansado de recorrer los despachos y los platós. Los engranajes de la gran maquinaria -aseguraba él- le habían dejado magulladuras y lesiones en el ánimo. Quería tomar distancia, repensar su carrera, dedicarle tiempo a otras artes en las que andaba interesado. Pero al final se arrepintió, o las circunstancias económicas le obligaron. O yo, quizá, interpreté muy mal la intención final de sus palabras. Porque desde ese momento, el hombre de las gafas de pasta nos regala -o nos endilga, según le salga- una película cada año. A veces dos, incluso, como si las cultivara en un invernadero muy fructífero de California. El mismo virus de la hiperactividad que fundó una colonia en Woody Allen, ha encontrado asiento en este director por el que tan pronto siento admiración como distanciamiento.

            Haywire pertenece a la categoría de sus películas que no pasarán precisamente a la historia. No es ni mala ni buena: es tan previsible como entretenida, tan digerible como olvidable. Una gominola sin nutrientes. Una seta no venenosa con escaso valor culinario. Entre mamporro y mamporro, uno repasa mentalmente lo estudiado durante la tarde, el menú que habrá de cocinar para mañana, los días que restan para el inicio de las vacaciones. Cuando vuelven las hostiazas, uno regresa a Haywire llevado por un resorte de la adolescencia que no conoce oxidación ni mal funcionamiento. Es un condicionamiento pavloviano, éste de fijar la mirada allí donde nace una pelea, o discurre una persecución de coches. Mientras uno discute con su chaval interior, Gina Carraro recorre medio mundo huyendo de sus antiguos compañeros del FBI, o de la CIA, que no se entiende muy bien la cosa. Rompe los cercos a patadas, los acosos a cuchilladas, las emboscadas a hostia limpia. Es una versión en femenino de las andanzas de Jason Bourne. Pero mucho más aburrida.



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