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No habrá paz para los malvados

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José Luis Torrente dejaba de tomar chupitos de whisky DYC justo antes de entrar en servicio. Santos Trinidad no. A Santos Trinidad se la soplan las convenciones alcohólicas del Cuerpo de Policía. Él necesita el cubata con dos dedos de Coca-Cola para seguir funcionando en las labores de la noche. Y también en las del día. Le pasa como a Romario -otro rebelde de pelo ensortijado, otro artista de la ejecución en los metros finales- que necesitaba acostarse con mujeres la noche anterior a un partido trascendental. Lo que a otros les incapacita para su trabajo, a otros, como a Santos Trinidad, les aporta la energía. Y también la anestesia, y la perrería, y el punto final de mala hostia que le protege de cualquier arrepentimiento. Su mismo apellido, Trinidad, tan caribeño, tan de sol y de playa, nos hace pensar que Santos y el ron, el ron y Santos, forman una unidad indisoluble en lo policial. Litros de alcohol corren por sus venas, como cantaba Ramoncín, y eso es lo que todavía le mantiene en pie, y ojo avizor.

    A José Luis Torrente le movían altos ideales en su apatrulle de la ciudad -acojonar a los negratas, amedrentar a las prostitutas, atropellar a los rojos- y el alcohol en sangre, si superaba cierta densidad crítica, le impedía concentrarse en tan nostálgica y patriótica labor. A Santos Trinidad, en cambio, se la soplan los ideales, si es que alguna vez los tuvo. No se ve ninguna bandera de España en ese Citroën con el que apatrulla sus propias venganzas. Ningún pin rojigualda adorna la solapa de su chupa barriobajera. El alcohol no le impide consagrarse a tareas santificadas por Dios, o por los hombres. En tiempos mejores, Santos Trinidad fue un policía eficiente y condecorado, capacitado para prestar servicios muy exclusivos al Estado que le paga. Pero ahora –no sabemos si el alcohol fue la gallina o el huevo de su decadencia- se dedica a husmear el rastro de chicas desaparecidas, y para esa sabuesa labor lleva el cubata colgado del cuello como un perro San Bernardo acarrea su barrilete.


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La vida mancha

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Con La vida mancha, cuarta película de esta retrospectiva titulada Qué ocurre en mi puta cabeza con el buen cine español que una vez vi e incomprensiblemente terminé por olvidar, pongo fin a este ciclo sobre Enrique Urbizu que ha ocupado los días más radiantes y jodidamente calurosos de la primavera.

De La vida mancha guardaba el recuerdo de que había dos hermanos, uno de ellos metido en un lío monetario del copón, y otro, el más chulo y peripuesto, el inevitable José Coronado del universo urbiziano, que venía a solucionar los asuntos monetarios y a enredar la madeja en los temas del amor. Nada más que eso. Lamentables, una vez más, mis escombros. Estos son los retales que me quedan de las películas que un día me hicieron la vida soportable. Así es como agradezco sus desvelos. Tan grave como no recordar el nombre de un amigo, o de una amante. La misma vergüenza, el mismo error imperdonable, la misma mala opinión de uno mismo.

La vida mancha es una buena película. Mucho más cuando José Coronado pasea en ella su cara de póker y no sabes muy bien por dónde te va a salir. Lo mismo esperas una peli de asesino psicópata que de cura obrero que viene a socorrer a la barriada. En cambio, cuando él no asoma por el escenario, la película se pone tontorrona y poética. Con esa poesía desubicada y sucia de los barrios proletarios. Ni siquiera Zay Nuba, que es una mujer de bandera, de aires orientales y sonrisa de mandarina, es capaz de sostener con su belleza los interregnos donde Coronado no está. Pero estos pecados no justifican la gran apostasía mía del olvido. Al contrario: la La vida mancha tiene virtudes incuestionables que afean aún más mi defecto. 

Como dice la inscripción que lleva el personaje de Coronado en su pitillera: “Cuarenta inviernos asedian tu cabeza” Una cita que supongo extraída de este poema desconsolado de William Shakespeare (gracias, de nuevo, internet, solución vergonzosa de mi incultura):



Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos
y ahonden surcos en tu prado hermoso,
tu juventud, altiva vestidura,
será un andrajo que no mira nadie.


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