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A Roma con amor

🌟🌟🌟


La ciudad de Roma no sale mucho en la película. Si esto es “A Roma con amor”, a saber cómo habría sido “A Roma con indiferencia”... Barcelona, por cierto, tampoco salía mucho en “Vicky Cristína Ídem”. La Sagrada Familia y a correr. El resto eran tres bellezones tirándole los tejos a Javier Bardem: Vicky, Cristina y Penélope. El sueño erótico de una spanish noche de verano.

París, sin embargo, sí salía mucho en “Midnight in París”. Es más: tenía un prólogo musical dedicado exclusivamente a su belleza. El otoño de París es imbatible, que diría nuestro presidente. Se nota que Woody Allen encontró allí su refugio tras escapar de la caza de brujas. (Por cierto: ¿qué pinta Greta Gerwig en esta película? En el año 2012 Allen ya había sido juzgado y absuelto por los mismos delitos a los que luego doña Barbie sí otorgo credibilidad. Dijo, muy llorosa, que se arrepentía de haber trabajado con él. Hay que tener mucha jeta... Doña Trampolines... Menos mal que su cara dura no sale mucho en la película).

Roma, por alguna razón que desconozco, siempre sale en plano cerrado y poco generoso. Se ve alguna plazuela, alguna calle del Trastevere, la Plaza de España un poco en escorzo... Poca cosa para todas las maravillas que allí se encierran. Un pequeño chasco. Menos mal que para hacer turismo romano siempre nos quedará Jep Gambardella paseando por  “La Gran Belleza”. 

No parece que Woody Allen se enamorara de Roma precisamente. Pero a saber: quizá le denegaron permisos o las podemitas del Lacio le boicoteron el rodaje. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. La película está bien ma non troppo. Si dividimos las películas de Allen en cinco categorías -obras maestras, cojonudas, revisitables, intrascendentes y truñescas- “A Roma con amor” tiene un pie en el “revisitable” y otro en el “intrascendente”. Menos mal que está la ocurrencia de la ducha. Y que sale Roberto Benigni haciendo el payaso (en el buen sentido). Y Penélope, muy escotada, y resalada. 





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Origen

🌟🌟🌟🌟


Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




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The Cured

🌟🌟

Ya va siendo hora de que los escritores de ciencia ficción se reúnan en concilio para establecer una verdad canónica sobre los zombis. Que debatan durante meses, si hace falta, como hicieron los obispos en el Concilio de Nicea, que abrumados por todas las cosas contradictorias que se decían y se escribían sobre Jesucristo, decidieron preguntarle al Espíritu Santo cuáles eran las verdades reveladas y cuáles las invenciones de los herejes.

    Convendría, del mismo modo, porque la literatura se acumula y las películas se suceden, que alguien nos explicara si los zombis son muertos que reviven o enfermos que no llegan a morirse. Si les puedes matar de un disparo en el corazón o si si siguen moviéndose con independencia del riego sanguíneo. Si lo suyo es una cuestión vírica o una maldición gitana. 

    Y si es una cuestión vírica -y como tal sujeta a vacunación y sanamiento, como propone The Cured- si los exzombis son capaces de recordar la atrocidades gastronómicas que cometieron cuando estaban semi-muertos o semi-vivos, que no necesitaban entrar en el Mercadona del barrio para hacer la compra de la semana a no ser que sus presas se hubieran refugiado allí tras los cristales. Algo así como quien trata de recordar las gamberradas que cometió estando de melopea, a las tantas de la mañana, y duda de si llegó a sacarse la polla en el vagón del metro o si vomitó los cinco vodkas sobre el vestido de su mejor amiga.

    En estas cuatro décadas que nos separan de La noche de los muertos vivientes hemos visto zombis de todos los pelajes, de todos los metabolismos, y uno, la verdad, ya anda bastante perdido. Lo único que está claro, más allá de estas cuestiones fisiológicas, es que los zombis siempre son la alegoría de otro miedo que no se puede o no se quiere contar. El comunista que resucita, o el exmarido que retorna de la tumba. En esta película de hoy, los zombis son un trasunto de los guerrilleros del IRA: tipos que después de mancharse las mandíbulas de sangre, y de recibir el adecuado tratamiento, son reinsertados en la sociedad con el recelo lógico de sus vecinos. Porque tampoco queda muy claro, la verdad, si estos zombis curados aún pueden transmitir el virus de su rabia con un beso, o con una salpicadura de sangre. Quizá parezcan cuestiones banales, bizantinas, de las que entretienen a los adolescentes mientras pelan la pava. pero a mi me intrigan sobremanera mientras bostezo en la película aburridísima.





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