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Cleopatra

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Cleopatra es el clásico forrado en oropel de Joseph L. Mankiewicz. La película que casi arruinó a la 20th Century Fox para habernos dejado, ay, catorce años después, sin el Halcón Milenario surcando la galaxia lejana. Jamás te lo hubiera perdonado, Joseph Carmena, o Manuela Mankiewicz. 

Cleopatra sigue siendo la first date más cara del mundo. Aquel neoliberal que un día, en Nueva York, en el restaurante Plusvalías’s, le pidió al sumiller el champán más caro del mundo para epatar a su amante, no le llega, a Cleopatra, ni al tobillo del presupuesto. En aquel set del desparrame se inició el amor volcánico entre Elizabeth Taylor y Richard Burton, de cuyo cráter manaron torrentes de alcohol, magmas de rencor que luego se enfriaban con la fuerza de la pasión. El amor de ida y vuelta más famoso del mundo, después de uno que yo tuve... Cuando Cleopatra, en la escena inmortal, se presenta ante Julio César subida en su carroza, faraónica perdida y bellísima a más no poder, Richard Burton no tiene que interpretar que algo se agita bajo su túnica de senador.

Pero Cleopatra -histórica, descomunal, excesiva- es un rollo de padre y muy señor mío. Yo la veía de niño con mi padre, precisamente, y con mi madre, supongo que en los peplums programados por Semana Santa, y entonces todo parecía la hostia de emocionante y original. Pero ahora, aunque le he puesto mucho empeño, ya no hay quien la aguante. Es larga y discursiva, acartonada y tontorrona. Hay planos de gran belleza, por supuesto, porque el presupuesto a veces aflora, y Elizabeth Taylor a veces enseña más piel que vestimenta -y a veces, incluso, para pasmo del censor, toda la piel salvo la que el Señor oscureció con melanina para santificarla.

Así que mientras el rollo de los triunviratos se desgrana, yo, de pronto, me descubro haciendo paralelismos entre la Cleopatra de Egipto y la Ayuso de Madrid: dos mujeres guapetonas, bajitas, decididas, megalómanas y tozudas, que consideran que sus respectivas ciudades -Alejandría y Madrid- son el centro del mundo y el faro de la civilización. Dos arpías de mucho cuidado, que te embelesan con la mirada y te traicionan con su chulería. Primero mi coño, y luego ya veremos.

 Da igual... Dentro de unos siglos habrá caído la melancolía de Ozymandias sobre las dos. Sobre todos nosotros.



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¿Quién teme a Virginia Wolf?

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Lo aterrador es el silencio. No los gritos. Cuando una pareja decide desenvainar los floretes verbales y entregarse a la esgrima como Elizabeth Taylor y Richard Burton en ¿Quién teme a Virginia Wolf?, el amor, si existe, si se da por sobreentendido, sigue presente. Puede que esté debajo de la cama, o escondido bajo una mesa, o encerrado en un armario, como un niño asustado ante la pelea de sus padres. Pero sigue allí, no se va de casa, espera a que el temporal escampe. No tiene que ser el amor de las películas, ni la pasión de las novelas: basta con que sea un amor aceptado, asentido, rutinario. Aburrido incluso. Uno como el que une a Martha y a George, dos cuarentones de barrigas descuidadas que de vez en cuando, para purgar el alma y las cuerdas vocales, deciden martirizarse el uno al otro tras tomar varios bourbons en los ejercicios de calentamiento. 

    Meten miedo, a veces, con sus retóricas, con sus lenguas viperinas, pero más aterradora sería la indiferencia, la mudez, la ausencia de respuesta. Ver que el otro no se inmuta, que le da lo mismo, que quizá ya está pensando en otra cosa. Que no se toma la molestia de vestirse el traje, de ponerse la coquina, de acomodarse la máscara protectora. Que deja el florete en su funda y se pone a ver la televisión, o a teclear el teléfono móvil sin descanso.




    Donde hay confianza da asco, y a veces el asco es como un vómito que sube por el esófago y no hay manera de retenerlo en la boca. Sale el reproche, la puya, la maldad que en su momento no se devolvió. Las mierdas del amor jamás se expulsan por el ano. Los únicos que digieren y defecan son los que no están en verdad enamorados. Los sapos a la plancha se quedan ahí, en el aparato digestivo, dando vueltas, fermentando, hasta que una chispa enciende el alcohol y se prende una queimada la mar de salada. Salen las llamas por la boca, arde la garganta, y una borrachera súbita nubla el pensamiento y desata el vocabulario. No es una falta de respeto en realidad: quizá es una prueba de respeto máximo, la prueba fehaciente de una fidelidad consolidada. El comprobante de que habíamos escuchado y procesado. 

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De repente, el último verano

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Hay títulos inevitables, insidiosos, que se te meten en la cabeza para apoderarse del soliloquio: De repente, el último verano... De repente, el último verano... Aunque sepas de sobra que esconden un rollo macabeo de los de arrepentirse al instante. Una película infumable que por dignidad, por coherencia, por cabezonería estúpida, apuras hasta el final como un cinéfilo de verdad, y como un gilipollas no menos cierto.

    Un cilicio en la mente, en la atención, casi en el nabo, me atrevería a asegurar que es De repente, el último verano. Esos diálogos de Oxford relamido, de Cambridge afectado, literarios e inconcebibles. Ridículos. Ese aire respetable de obra maestra acartonada que ya mueve un poco a la risa, al bostezo, al desengaño de la cinefilia. Katherine Hepburn haciendo de vieja pelleja que habla en verso y en alegorías; Elizabeth Taylor interpretando a la sobrina que pierde y recupera la chaveta cuando la agitan por los hombros, como si le fallaran las pilas o algo así. Y Montgomery Clift, el pobre, con su cara ya recosida para siempre -para el poco siempre que le quedaba- yendo de un lado para otro con cara de escrutador de locas, a ver quién de las dos, si la tía o la sobrina, si la que parece cuerda o la que parece trastornada, le está engañando aprovechando los calores. Un puro dislate.

    De repente, el último verano... Pero habia que verla, por cojones, ya medio olvidada en la memoria, en esta siesta de la canícula, a ver si cogía el sueño en la ola de calor, la primera del verano, que viene a vengarse con espada flamígera de los respiros anteriores: del extraño julio primaveral y sus noches tan frescas y benignas. De repente el último verano... Es que ni a huevo. Hace unos pocos meses supe de la muerte de un ex compañero mío de la Universidad: un cáncer galopante, de esos que se ensañan con los organismos todavía lucidos y llenos de nutrientes. Para mi infortunado colega, el verano de 2017 fue, de repente, el último verano. Y no es el primer coetáneo de aulas que cae en la batalla de la vida, que es más sangrienta que Verdún, o que Stalingrado, o que el Waterloo de los cojones, porque al final caemos todos en ella, sin excepción, solo que en un espacio de tiempo más dilatado. 

    Así que quién sabe: éste de 2018 podría ser, de repente, de sopetón, mi último verano, y yo malgastando el tiempo -¡los dos meses de los maestros!- en las quejumbres habituales, en las rutinas infructuosas del pre-jubilado casi otoñal, en vez de irme a Tahití, o a las Chimbambas, a celebrar de una puta vez que estoy vivo, a lo loco, pero sin faldas, sin reparar en gastos, como decía el viejete de Jurassic Park, a ponerme hasta arriba de la alegría de seguir por aquí. Todavía no sé qué cojones hago aquí, al teclado, en esta ventana que da al patio de luces... Pero es que no me sale.




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La gata sobre el tejado de zinc

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La gata sobre el tejado de zinc era, finalmente, la propia Maggie Pollitt, que andaba más caliente que el palo de un churrero. He tenido que llegar casi hasta la senectud para comprender tan erótica metáfora. La íntima pasión de esos maullidos desesperados. Ahora ya sólo me queda conocer quién coño voló sobre el nido del cuco, allá en el manicomio de Oregón, para morir en paz y dejar resueltos los grandes enigmas de mi cinefilia.

    Era, pues, la mujer, la felina; y el tejado, el lecho conyugal. Y el zinc, supongo, el algodón de la sábana, o del lino. En cualquier caso, el material resudado y recalentado, porque eso, lo de caliente, siempre nos lo robaron en el título castellano. Para no dar pistas. Qué cabrones, los censores, y qué eficaces además, siempre traduciendo a su libre albedrío para darnos gato por liebre, y gata por esposa. Cuando Maggie, ya casi desprendida de su camisón, le suelta a su marido la metáfora libidinal, éste, en el inglés vernáculo, le responde que se busque un amante, y que a él que lo deje tranquilo, con su bourbon y con su muleta. En la versión doblada, sin embargo, Paul Newman le suelta un enigmático “pues diviértete”, que lo dice todo si estás atento, y no dice nada si andas medio despistado, buscando otros significados, otras literaturas que no pertenezcan a la sonrisa vertical…


    A la pobre Maggie ya sólo le queda gritar “¡fóllame, hostia!” a la cara de su marido, que interpreta indiferencias sólo por fastidiarla. Hay que tener mucho orgullo, y mucho aguante, para que una mujer como Elizabeth Taylor, en paños menores, a medio metro de tu cuerpo, te diga que va calentísima hasta las trancas y tu finjas que no te interesa, que prefieres seguir dándole al bourbon en el dormitorio y al manubrio en el cuarto de baño. Es lo que tienen los matrimonios sin amor, que hasta el sexo se vuelve aburrido y prescindible. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia, que se conciertan para que el patriarca de la familia tenga nietos en quienes poder legar las haciendas y las obras de arte.

Es lo que tienen los matrimonios cuando uno prefiere el sexo con el amigo al sexo con la mujer, y el amigo, por una desgracia, se va para siempre, y algo se muere en el alma.  



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