Mostrando entradas con la etiqueta El silencio de los corderos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta El silencio de los corderos. Mostrar todas las entradas

Mindhunter. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Todo este periplo por los psicokillers empezó con Hannibal Lecter. Al menos para nosotros, el mainstream, el público de provincias que luego refrescaba las emociones en el videoclub.  Contigo empezó todo... Cuando Anthony Hopkins -repeinado, relamido, con ojos de lunático y ademanes de aristócrata- dijo aquello de que se había comido el hígado de un fulano acompañado de habas y un buen Chianti, produjo un terremoto en la platea que todavía andan recogiendo en los sismógrafos. Los asesinos, de pronto, podían ser tipos cultos, refinados, de trato exquisito, como aquellos nazis que escuchaban una sonata de Schubert después de enviar trenes al campo de exterminio.

El doctor Lecter no era un asesino de El Caso, ni un escopetado de Puerto Urraco. Cuando en la siguiente escena se compadeció de Clarice Sterling porque ella tenía pesadillas con los corderos, el asesino empezó a caernos “bien”, para nuestra sorpresa y nuestra vergüenza, y la gente de Hollywood, que olfatea nuestros instintos confesables, pero mucho más los inconfesables, que son los que al final compran las entradas o se abonan a las plataformas, descubrió el filón que treinta años después todavía anima ficciones como Mindhunter -aunque Mindhunter, curiosamente, esté basada en unos hechos truculentamente reales y científicos. Nos puede la fascinación por el mal, y la empatía absurda, y las ganas de entender.

Mindhunter, en realidad, no procede de la estirpe de Hannibal Lecter, sino de aquel personaje secundario que era el mentor de Clarice Sterling en el FBI, y que soñaba con ser algo más que su mentor... Jack Crawford era el estudioso de las mentes perturbadas que se lanzaban a matar. El especialista en tipos raros que encontraban la satisfacción sexual en el asesinato compulsivo. La sexualidad humana, por reprimida, es rara de cojones, y en el extremo del barroquismo están estos monstruos que luego, en el cara a cara, custodiados por la policía, parecen la mar de salados y razonables. Aquel Jack Crawford de El silencio de los corderos que le miraba el culo de reojo a Clarice Sterling podría ser perfectamente el agente de Holden de Mindhunter: el científico de la perversión, asomado al abismo del ser humano.



Leer más...

Hannibal

🌟🌟🌟

Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.
Leer más...

El silencio de los corderos

🌟🌟🌟🌟

No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



Leer más...