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El hilo invisible

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Me sucede, cada dos o tres años, que me obsesiono con una película y la veo varias veces en el plazo de pocos meses, porque sus imágenes, su música, los hilos invisibles de su trama, vuelven continuamente a la memoria, recurrentes e insepultos, como espíritus del cine que se quedan dando vueltas por el salón.

 En cada una de estas invocaciones se produce el milagro de estar viendo la película por primera vez, con el mismo gozo, y con el mismo aliento, e incluso mejor, porque liberado del peso de la trama uno se abisma en las composiciones de los actores, o en las entradas sutiles de la banda sonora. En los detalles que otras veces -porque alguien interrumpía, o yo me despistaba, o uno estaba a leer el subtítulo- pasaron desapercibidos.

    Ahora me ha dado por El hilo invisible, que lo he enredado y desenredado unas cuatro o cinco veces, y en cada nueva hilazón me descubro fascinado, con cara de bobo, como enamorado de una damisela cuya belleza no se erosiona con mi mirada. Y lo curioso es que sigo sin entender cabalmente la película, con esas personalidades tan neuróticas, tan enrevesadas, tan dedicadas a construir el amor como a destrozarlo con sus manías y sus heridas. O quizá la entiendo, la entiendo del todo, pero me acompleja que los foreros digan cosas diferentes sobre el señor Woodcock y sobre Alma, su esposa, a pesar de los pesares. 
 Para mí, El hilo invisible, despojada del boato británico, del barroquismo de los vestidos, del floripondio psicoanalítico de las personalidades, trata, básicamente, sobre la convivencia conyugal, que es la madre de todos los corderos cuando hablamos del amor, lo mismo en el Londres de la nobleza que en el Móstoles de los proletarios. Lo difícil no es enamorarse, ni desenamorarse, que son acontecimientos tan repentinos como involuntarios. Lo jodido es aguantar que el otro te interrumpa la lectura, que haga ruido al masticar, que rasque las tostadas con saña, que se empeñe en follar cuando uno está imaginando nuevos vestidos para las cortesanas. Las pequeñas cosas, las insufribles jodiendas. Los hilos invisibles que lo cosen o lo descosen todo. Una interpretación seguramente muy pedestre, como todas las mías.




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El hilo invisible

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Hay películas que no se pueden ver en un día laborable, a las once de la noche, con el sueño agazapado tras la primera esquina para asestar la puñalada. Hay películas como El hilo invisible que no se merecen esa desidia de la cinefilia. Esa descortesía. Esa cabeza sin despejar que a la media hora de metraje cae sobre el pecho y a los pocos minutos se repone de un sobresalto, avergonzada, perdido el hilo de la trama -el hilo invisible, como el del título-. A esas horas ya no hay empeño de la voluntad ni cafeína en la taza que pueda combatir ese cansancio de derrota, ese evaporarse uno entero el jueves por la noche.

    El hilo invisible es una película para días festivos, para fin de semana, con el sueño recuperado, con el ánimo renovado en el espíritu. No para estos trotes del proletariado mal dormido. Una burla intolerable para el artista, y para su obra maestra. Un descortesía para Paul Thomas Anderson, que además se prodiga tan poco, y para Daniel Day-Lewis, que también se muestra tan esquivo, y al que ahora ha vuelto a darle la tontaca de hacer los zapatos... Pegar estas cabezadas, ante gente tan ilustre, es como dormirse en mitad de un concierto, o de un pase de modelos, mismamente uno del señor Reynolds Woodcok, que se lo tomaría como una ofensa imperdonable, y con toda la razón del mundo.  

La garrulada de hoy a sido impropia de esta cinefilia tan autoalabada. Tan presuntuosa, en ocasiones, cuando alguna damisela ronda las cercanías… La cinefilia es el último muro que me separa de la barbarie, pero ya veo que puede ser derribada por un simple soplido de Morfeo, como las casas de los cerditos en el cuento.

    Con otras películas da un poco igual. Puedes ver un rato por la noche y otro al día siguiente, en el rato libre, para dar de comer a este puto blog que se ha convertido en un tragaldabas de comida diaria. Hay películas fraccionables, aplazables, que se pueden ver sin el viejo ceremonial de las salas de cine. Pero no ésta, El hilo invisible, de la que tendría que decir algo para que no se note la trampa, la vergonzosa circunvalación de sus meollos. Pero es que tengo que confesar que no la he entendido, o no del todo, aunque me declare fascinado por su propuesta, por su estilazo, por su música bellísima. Una obra maestra. Reconocible aun entre las brumas de la somnolencia. Y de las limitaciones de mi simplicidad. 



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