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El ciudadano ilustre

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El día que yo gane el Premio Nobel de Literatura -tendré que comprimir toda mi obra en una década inspiradísima y gloriosa- no tendré un pueblo al que regresar. Mis abuelos lo vendieron todo en el agro y se vinieron a León a servir a los señoritos, y a vender pollos en el mercado. Mi pueblo es León, y en León, tras casi treinta años de exilio laboral, ya no me conoce ni la madre que me parió. Bueno: la madre que me parió sí, afortunadamente. 

Además, quién narices me iba a llamar, si yo todo lo que escribo es anticlerical, o medio bolchevique, y en León la cultura sigue perteneciendo a los curas, y a los que ponen banderas rojigualdas en el balcón. Una vez me metí -o me metieron -a columnista de periódico, y duré lo mismo que el Máxim Huerta aquel en el ministerio del no sé qué.

No: al contrario de lo que pasa con Daniel Mantovani en la película, nadie me llamará del pueblo natal para erigirme una estatua, y otorgarme la medalla de Ciudadano Ilustre. Así que tras recibir el Premio Nobel, y saludar educadamente a los reyes de Suecia -no va a quedar otro remedio- volveré a La Pedanía, porque de la literatura, por mucho Nobel que se sea, no se vive como se vivía antes, y tendré que seguir trabajando en el colegio hasta que los huesos digan basta. Y aquí, en La Pedanía, aparte de un amigo que tiene la huerta por el vecindario, pero que en realidad vive en la capital, tampoco hay nadie que sepa quién soy yo. Conocen mi jeta, pero no mi vocación. Me saludan, pero no me perforan. Y yo, por supuesto, tampoco dejo que me perforen. Soy un ente extraño y distinto. Mi cultura es la cultura de los libros, de las pelis, de las pedanterías que se ostentan en una estantería Billy pedida por internet. En cinco kilómetros a la redonda no hay ningún vecino como yo. Y tampoco, ay, ninguna, vecina... Bueno, sí, una... Así empezará, precisamente, mi carrera literaria...

Aquí, en La Pedanía, la cultura es otra, provechosa y ancestral: la huerta, la viña, el árbol frutal... Yo no sé hacer nada con las manos. Sólo rascarme los huevos, y escribir estas gilipolleces.




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