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Todos dicen I love you

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Todavía me dura la tontería de París. Hace ya varias semanas que regresé a la vida aldeana de La Pedanía -con sus senderos, sus viñedos, sus tontos del pueblo- pero el recuerdo de haber recorrido el Sena de acá para allá me asalta casi en cualquier recodo. Es lo que tiene estar tan poco viajado, que cualquier aventura deja un recuerdo muy marcado, casi mítico, como de haber estado en la Luna o en el País de las Maravillas. Viajar poco es como follar poco: cada hito se almacena en la memoria como un triunfo, como un trozo de vida excepcional, que sirve para alimentar después las noches muy largas del invierno.

Ayer mismo, viendo el Francia-Australia de rugby, me emocioné como cualquier gabacho mientras el Stade de France tarareaba al unísono “La Marsellesa”, que antes era el himno más bonito del mundo y ahora ya es también un poco el mío. Yo siempre fui un poco afrancesado para mostrar mi rebeldía contra esta monarquía hispano-borbónica avalada por el Papa, pero es que ahora, además, por las calles de París, los barrenderos están limpìando los restos de mi sudor, y mis cabellos caídos, y los pellejitos de mis pies, que tanto la patearon. Como diría un poeta digno de bofetón: una parte de mí se ha quedado en París para no volver. 

Es por eso que ante la duda sigo escogiendo películas que se filmaron por sus rincones, para devolverme un poco la emoción de los hallazgos. “Todos dicen I love you” es un musical tontorrón que tarda mucho rato en trasladarse a París, pero cuando lo hace, jo... ¡Yo estuve allí!, en ese mismo puente de Notre Dame donde Woody Allen y Goldie Hawn bailaban suspendidos de unos cables. En mi catetez me he sentido, no sé... parte del mundo. Cinéfilo participante. 

También tengo que decir que ese recodo no está tan limpio como aparece en la película. Bajo los puentes del Sena ahora se desarrolla una película que no es un alegre musical, sino un drama de vagabundos durmientes en colchones sucios y meados. El París real y el París de las películas... Como cuando rueden una película en La Pedanía y esto parezca la Arcadia de los pastores, cuando en realidad es un pueblo asaltado por el tráfico. 





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La última noche

🌟🌟🌟


Yo también tendría que planificar un último día si tuviera que entrar en la cárcel mañana por la mañana. Con los amigos, con la familia, con T... O no: puede que renunciara a cualquier despedida para quedarme en la cama yo solito, encerrado en mi habitación. Rumiar en silencio mi nueva condición. Hacerme a la idea. Llorar todo lo llorable. Limpiarme bien el culo. Salir a la calle solo para que Eddie hiciera sus necesidades. Serían nuestros últimos paseos por La Pedanía.

Por ahí empezaría la comezón de mi responsabilidad: buscarle a Eddie un nuevo dueño. Como también hace Edward Norton en la película cuando le caen siete años y un día de prisión y al echar las cuentas comprende que ya nunca volverá a verlo. Para Eddie sería un traspaso definitivo, y no una simple cesión hasta el final de temporada. O no, quién sabe, porque en la cárcel yo me portaría bien, sería un tipo amable y condescendiente, de los que nunca monta broncas y se encierra a leer tan ricamente en su celda. Así que a lo mejor, con suerte, solo cumpliría dos o tres años de la pena impuesta por el juez. O por la jueza. Un castigo relacionado con el bolchevismo, seguramente, con la apología justiciera de la lucha de clases. De ser así, cuando saliera de la cárcel Eddie aún tendría 10 u 11 añitos y nos quedarían muchos senderos por recorrer, y muchos sofás por compartir.

Tengo un amigo que consultado sobre este tema me respondió: “Yo, la última noche, me la pasaría follando”. Y parece un buen plan, no digo que no, como cuando en las películas va a estrellarse el meteorito y todo el mundo se lanza al desenfreno. Pero no sé si mi pito reaccionaría bien ante tan estresantes circunstancias. Demasiada presión, aparte del futuro negrísimo. Un polvo de despedida, si se tuerce, puede ser la cosa más triste del mundo. Pero también sé que hablar por mi pito es como hablar por boca de un completo desconocido. El pito sigue lógicas extrañas, y jamás se comporta como uno espera con la voz de la razón. Mientras no me traicionase dentro de la cárcel, vamos bien.





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El misterio de Glass Onion

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“El misterio de Glass Onion” fue la última película de estas navidades. De estas vacaciones de Navidad, quiero decir, que empezaron el 22 de diciembre con la confirmación de la pobreza y terminaron el 9 de enero con la celebración de la salud, Y lo escribo sin ironía, porque la salud sigue siendo el pilar que sostiene todo este tinglado: el de la vida y el de la escritura.

Han sido diecisiete días de comidas inapropiadas y de perezas insólitas en la cama. Alcohol no mucho: algún vino extra por los bares de León y una sidra El Gaitero para celebrar que habíamos llegado vivos a Nochevieja. Han sido diecisiete días de reencuentros familiares, de compras de libros, de torneos de billar por los garitos menos recomendables. No soy yo, sino el hijo, que me arrastra... También han sido diecisiete días colgado al teléfono, como Stevie Wonder, cantando “I just called to say I love you”... Y dos citas arrebatadoras. Y bici, mucha bici, ya que cerraron las piscinas y el tiempo atmosférico  acompañaba. He logrado -no del todo- el Equilibrio de la Lorza. Ir achicando a pedaladas las grasas que entraban en los dulces y en los guisos. Y en las tapas de los bares, donde nunca sirven brócoli ni compota de manzana.

Pero ya se me acabó este privilegio, este momio, este chollo. La inflación se está llevando mi sueldo de maestro, pero, de momento, los días de asueto permanecen intocados, como en los mejores tiempos del funcionariado. Y yo, puestos a elegir, lo prefiero así. Prefiero el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y la vida al sueño también. Y las películas a casi cualquier otro entretenimiento. Ha sido una Navidad muy fértil en ese sentido, pero muy frívola también. He visto mucha cuchipanda que tenía pendiente a la espera de ver las cosas más serias en compañía. “Glass Onion” ha sido la guinda que coronó el pastel. La cebolla que le dio el toque último al estofado. Una película divertida, tontorrona, imperfecta... También es verdad que yo soy un lerdo de campeonato y que jamás me cosco de quién es el asesino. La red está llena de gente muy inteligente, está comprobado.





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El velo pintado

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A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.

A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas además.

Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.

Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”, que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero nobles, feúchos pero monógamos, quizá pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros, pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.





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El club de la lucha

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Los que en El club de la lucha sólo vieron la violencia del club de la lucha, no entendieron nada de la película, o no lo quisieron entender. Se quedaron con quince minutos de metraje  y luego salieron en tropel a denunciar el cine moderno, el exceso violento, la influencia malvada de Quentin Tarantino. Hubo hasta psicopedagogos que salieron a la palestra a soltar su monserga, como si las personas cabales llevaran a sus retoños a ver una película así. Y a la que no es cabal y los llevó, ya le puedes cantar misa en latín. Los críticos del establishment dijeron que la película de Fincher era un videoclip, una cosa pre-fascista, una provocación gratuita... Corría el año 1999, yo acababa de ser padre, y comprendí que  ya nunca pertenecería al club de la cinefilia oficial.

    El club de la lucha habla de las dos revoluciones pendientes que nunca podremos consumar: la social y la personal. Demoler los centros financieros y parecernos a Brad Pitt cuando nos miramos al espejo. Dos afanes imposibles que además ya nos pillan algo mayores, sobre todo si uno no quiere pasar a la clandestinidad para lo primero, ni pasar por las mil jodiendas de la cirugía plástica para lo segundo. Edward Norton, en la película, al menos logra cargarse unos cuantos edificios emblemáticos, porque aun siendo cosa inverosímil esto de organizar la sublevación bolchevique en las catacumbas de la noche americana, es mucho más fácil que torcer la voluntad férrea de nuestros genes, que se empeñan en sacarnos el pelo canoso, y los ojos oscuros, y la barriga fofa, y la sonrisa triste, tan alejados de esa estampa del bello Brad Pitt al que todo le sale rubio, estilizado, alegre, casi divino. 


    No me extraña que al final Edward Norton se lo cargue de un tiro, tan pluscuamperfecto y meticón. Y tan inteligente, y tan peligroso, porque Tyler Durden no es sólo guapo, y soñador, y follarín de envidiar hasta el verdín, sino que además es la puñetera voz de la conciencia. El memento mori. El Pepito Grillo. El tipo que arremete contra nuestra comodidad y nuestra cobardía. El que nos recuerda que no hay nada en realidad, que todo es vacío, y que quizá habría que vaciarlo todo para comprenderlo cabalmente.



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Huérfanos de Brooklyn

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Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello.  En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.



    El tercer tipo de películas, que son las más chapuceras, o las más experimentales, o las dos cosas a la vez, son aquellas en las que el detective y el espectador van juntos de la mano en su ignorancia, y a veces salen obras maestras de la hostia y a veces tostones incomprensibles que te quitan las ganas de reincidir en el género durante meses. Huérfanos de Brooklyn -que es una traducción idiota del título original, “Huérfano de Brooklyn”, el apodo del protagonista- es una película de este tercer tipo, caótica, descabalada, como un puzle de 1000 piezas reconstruido por un niño de dos años que no sea un superdotado.

     Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.



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Birdman

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Una vez quise ser escritor, en la última aspiración de la juventud, pero la repercusión de lo escrito fue mínima e insuficiente. Enfrascado en la impostura del artista, mi pajarraco interior ya me advertía con la misma voz ronca del Birdman de Michael Keaton. Ese bípedo plume que le recuerda a todas horas que no es un actor, sino una estrella de Hollywood. Un tipo que necesita las tomas cortas y el disfraz de superhéroe para tapar las carencias de su talento. Un farsante que ahora quiere engatusar al público de Broadway y que va a estrellarse sin remedio contra las tablas, por hacer lo que no sabe, y fingir lo que no es.  



    Mi pajarraco -que no era de color azul como el de Birdman, sino negro como los cuervos, más parecido al Rockefeller de José Luis Moreno que a un ave imperial y majestuosa-  también seguía mis pasos por la calle, se sentaba frente a mí en las cafeterías, se ponía a cagar mientras yo me limpiaba los dientes en el baño. Se posaba en el travesaño de una silla y me interrumpía la escritura como a Michael Keaton, el suyo, le interrumpe la meditación,  y ahuyentaba a las musas con el matamoscas mientras las llamaba de todo, desde intrusas a desnortadas, haciéndoles esos mismos gestos obscenos de Rockefeller cuando se metía las alas en los bolsillos...  Luego el hijoputa se volvía, me sonreía con su pico sin dientes y me hablaba con la voz cazallera que me persigue en los monólogos interiores:

    “Lo tuyo es el fútbol, Álvaro, y no la literatura; lo tuyo es lo prosaico, y no lo poético; el bar, y no el ateneo. La chanza, y no el pensamiento. No has tenido una vida digna de contar, ni posees el tono para convertir lo vulgar en universal. La escritura es para hombres de mundo, y tu mundo provinciano ha sido pequeñito y poco exportable. Y tu mundo interior… tu mundo interior es un cajón de sastre, lleno de recuerdos confusos, de fechas mezcladas, átomos desorganizados que jamás formarán una molécula literaria…”

    Así me hablaba mi Birdman particular, irónico y contundente, y siempre remataba sus discursos diciendo: “¡Toma, Moreno!”. Pero hace mucho que no le oigo... Y yo cada día escribo más… Quizá ha emigrado, o se ha quedado mudo, o la ha espichado contra algún tendido eléctrico.



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Moonrise Kingdom

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Hay dos razones por las que me gusta mucho Moonrise Kingdom sin haberme gustado nunca, especialmente, Wes Anderson, que es un director tan rarito y original que a veces me cuesta mucho seguirle, y no sé muy bien en qué tono cuenta sus historias, si con la ternura del humorista chorra o con el humor del sensiblero avergonzado.

    El primer mérito de Moonrise Kingdom es que sus protagonistas, Sam y Suzy, son dos rapaces que vienen a ilustrar una teoría que yo expongo mucho por los bares, a los amigos, y por los foros de internet, a los amores imposibles: que la madurez no es un rasgo de carácter que se aprenda o que se adquiera con el tiempo, sino que viene inscrito de algún modo en el código genético. Hereditario pues. La gente nace madura o no nace tal, y punto. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice. La gente que asegura haber madurado tras los golpes de la vida y los infortunios del destino, en realidad está descubriendo una madurez que ya preexistía, quizá escondida en algún sitio, o se está engañando a sí misma, y cree poseer una madurez que en realidad no va a disfrutar jamás. Mi teoría, por tanto, asegura que hay niños de doce años como Sam y Suzy que tienen las cosas muy claras, el aplomo y el coraje, y también tipos como yo que, con treinta y cinco castañas más en el cesto, todavía no acierta a desenredar sus propios pensamientos, ni a convertirse en hombres de acción.



    La otra razón por la que me gusta mucho Moonrise Kingdom es que la película, contada en sinopsis, es la historia de un chico gafotas y torpón que en el momento más bajo de su autoestima, harto ya del campamento de los Boy Scouts y de las humillaciones continuas que allí son costumbre, conoce a la chica de sus sueños. Pero lejos de ser rechazado, y de sufrir una nueva humillación -esta más dolorosa todavía-, ella, Suzie, que por su belleza había nacido destinada a ser la novia del matón oficial, o del guaperas picaflor, le corresponde con su amor en una fiesta de los sentimientos. El problema es que ambos se han enamorado como adultos antes de tiempo, justo al borde de la edad reproductiva, y mucho antes de la independencia económica, y eso, claro está, trae conflictos irremediables.


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American History X

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Sigo pensando que American History X está muy sobrevalorada. Pero sé que en esto pertenezco a una minoría de espectadores. La segunda oportunidad no ha servido para nada, como suele suceder, en cambio, con los amores que se atraviesan. En mi gusto peculiar y viciado, American History X es un videoclip sobre el rapero blanco que se las tiene tiesas con los raperos negros, allá en el barrio, en las canchas de baloncesto, en las dependencias carcelarias, donde lo mismo te sacan una sirla en el patio que una polla mientras te duchas. Un conflicto racial que nos queda muy lejos a los de la Piel de Toro, porque aquí, la verdad, de estos racismos tan exacerbados y violentos, se ven muy pocos. Sólo cuando gobiernan los que yo me sé, y recibimos a los inmigrantes con pelotas de goma antes de que posen el pie sobre la playa y ya no haya más remedio que acogerlos, y presumir de hospitalarios, y de ejemplo para el resto de Europa.

    Aquí el racismo tiene muy poco que ver con los supremacistas blancos y con los afroamericanos pandilleros. El racismo que ahora nos ocupa es uno de taifas, de caucásicos que tratan de diferenciarse y de sobresalir por cualquier tontería. Xenofobias de nivel muy bajo, de tipos que consideran inferior al que nació más allá del río, o del trigal. Una cosa muy banal que no justifica ir armado hasta los dientes, como en la película, ni liarse a hostias por cualquier mirada atravesada, y luego pasarse años en la cárcel por la tontería de un arrebato. 

    Hace veinte años -¡los años que ya tiene la película, madre de Dios!- sí estaban de moda los pandilleos de neofascistas que tomaban el centro de Madrid, y los baretos de las provincias, y los fondos de los estadios de fútbol, y que acojonaban al personal cada 20 de Noviembre levantando el brazo en saludo al fallecido dictador. Pero esta gente se ha ido diluyendo. Casi han desaparecido de las calles. Supongo que siguen en sus locales de mala muerte, en sus foros de internet, repitiendo las consignas absurdas de Edward Norton en la película. Pero han dejado de preocuparnos como nos preocupaban antes, y la película se resiente por estar tan alejada de la actualidad.





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El escándalo de Larry Flynt

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El padre de mi amigo, que era un pornógrafo muy exigente, escondía las revistas Hustler en el altillo del armario empotrado, allá en su dormitorio matrimonial. A veces, en el revoltijo, cuando nos subíamos a la banqueta para usufructuar temporalmente el tesoro de los adultos, aparecía alguna Penthouse, o alguna Playboy, que también era pornografía de tronío, intelectual, tetas envueltas en artículos de opinión, de investigación incluso, mens sana in corpore sano, una paja para la ansiedad y una lectura para la sabiduría.

    Hustler no tenía nada que ver con la revista Lib -la de la pera mordida, tan parecida a la manzana de Apple. Lib era el contrabando habitual en nuestras aulas del bachillerato, tan simplona como excitante, sucia y aspiracional, pero con mujeres que estaban a años luz de la belleza que exhibían las modelos de Hustler, que eran todas anglosajonas bien alimentadas, sanísimas, hijas del maíz de Wisconsin o de la ternera de Illinois. Mujeronas de tentetieso que además parecían todas con estudios, de universitarias para arriba, porque tenían una cara de listas que  a veces nos abrumaban un poquitín, y nos cortaban el progreso de la erección, como si fuéramos indignos de tratar con aquellas señoras que tanto valían y tan buenorras se mostraban.

    Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de Larry Flynt, que era el dueño de aquel emporio de la masturbación masculina. Nunca nos dio por mirar la página de los créditos, tan ávidos e impacientes como íbamos al asunto. Por aquel entonces, mientras nosotros nos hacíamos las pajas, el pobre Larry, que era como el Jesucristo que se había inmolado para que nosotros siguiéramos pecando, languidecía en su silla de ruedas después del intento de asesinato que lo dejó paralítico y enganchado a las drogas. Fue la época en la que tambièn perdió a su amada Althea, y en la que tuvo que comparecer varias veces ante los tribunales, ya medio turulato, con la boca torcida, la bipolaridad disparada y el exceso en la verborrea. Pero eso sí: con las ideas muy claras sobre los límites de la libertad de expresión. Que son como los límites del universo: finitos, pero muy lejanos -a tomar por el culo, dado el contexto -si hablamos en años-luz de distancia.  El escándalo de Larry Flynt es el mismo escándalo que hoy en día persigue a nuestros tuiteros, nuestros humoristas, nuestros raperos. No hemos avanzado una mierda. Más bien lo contrario. La historia se muerde su propia cola, que era otro sueño prometido en las revistas pornográficas.


 

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El gran hotel Budapest

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Las películas de Wes Anderson me producen disonancias cognitivas difíciles de conciliar. Existe un yo refinado que sí atisba la genialidad de sus propuestas, la originalidad absoluta de sus rarezas. Este inquilino de mi cabeza presiente que Anderson es un tipo distinto a todos los demás, con maneras de narrar nunca vistas en este salón. Pero mi otro yo, el cinéfilo de bar, el que demanda cinismo y carroña, se enfrenta a sus películas agitando las piernas con impaciencia, y consultando el reloj con excesiva frecuencia. Me gustaría amar a Wes Anderson como a los malabaristas del circo o a las patinadoras de Bielorrusia, pero el esfuerzo es terrible y muy poco gratificante. No soy capaz de encontrarle una sola pega a su última marcianada, El gran hotel Budapest, que tiene la gracia de una aventura de Tintín y el desparpajo visual de un niño metido a cineasta. La trama fluye, los actores cumplen, la extravagancia no molesta... Me gustaría, de verdad, entregarme al adjetivo grandilocuente, y al aplauso sin interrupción. Pero el otro yo que habita esta pensión se iba a mosquear mucho, y me iba a boicotear los escritos.  Este otro fulano no termina de verle la gracia a los experimentos. No se acomoda a estas sintaxis narrativas. El sentido del humor de Wes Anderson le entra por un oído y le sale por el otro. No le hacen gracia los chistes, y los actores le parecen amanerados y tontorrones. La paz de mi interior, la concordia de mis egos, el buen convivir de mi patio de vecinos, requiere que mi entusiasmo por El gran hotel Budapest sea reflejado aquí tibio y discreto. Como una señorita bien educada que aplaude tímidamente desde su palco.




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El reino de los cielos

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Hace unos años, en los cines-restaurantes de nuestra geografía, se estrenó una versión de El reino de los cielos que duraba dos horas y pocos minutos. Incluso los más fanáticos defensores de Ridley Scott salimos decepcionados de aquella proyección. Esperábamos algo épico, grandioso, la gran película que nos aclarase el supremo pifostio de las Cruzadas y sus divertidas consecuencias. Sin embargo, el gran pifostio parecía ser el guión de la película, un enredo de personajes que entraban y salían de la pantalla sin dar muchas explicaciones al espectador. Un enorme lío de reyes, de barones, de guerreros, que lo mismo se batían en duelo que se estampaban sonoros besos de respeto.  Una trama que avanzaba a trompicones, como olvidándose cosas por el camino, como regresando a casa después de una gran resaca en las bodas de Canaán.

     Interpretando a Sibila de Jerusalén salía Eva Green, en la cúspide de su hermosura felina, y eso nos ponía mucho a los románticos enamorados de su estampa, pero su personaje era un dislate tal de emociones y comportamientos que nuestra excitación se marchitaba ante la confusión insufrible de las meninges. "Se le fue la pinza al bueno de Ridley", tuvimos que asumir los forofos.


         Hoy he descubierto, en este Blu Ray que compré hace poco en las rebajas, a un precio desorbitado que sólo pagan los fanáticos y los imbéciles como yo, que El reino de los cielos, en su versión primera y fetén, duraba algo más de tres horas, y que fueron los pérfidos productores y distribuidores, una vez más, los que convencieron a Ridley Scott a punta de pistola, y a fajos de mil dólares, para que cercenara su propia obra y nos la diera de comer regurgitada. Vista ahora, en su versión extendida – o mejor dicho, en su versión no disminuida-, uno entiende lo que entonces no entendió. Se hizo la luz sobre la Tierra Santa gracias a este rayo de color azul que trabaja en silencio dentro del aparato. Ahora, en el Nuevo Testamento, los personajes de El reino de los cielos ya no parecen poseídos por la imbecilidad o por la locura, sino que, pérfidos o caballeros, villanos o bienhechores, dan a entender sus razones y actúan en consecuencia. 

       Eva Green compone un personaje que ahora nos resulta juicioso, valiente, nada frívolo, y eso hace que nuestros amores cavernosos se aneguen de amor y de respeto.





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