Perfectos desconocidos
Cites. Temporada 1
🌟🌟🌟🌟
En el año 2015, cuando se estrenó “Cites” en la televisión de Cataluña, todavía no estaba muy bien visto esto de ligar por internet. No al menos en la España Vaciada. Lo sé porque yo me apunté a finales del año 2016 y me acuerdo de cómo me miraron los amigos cuando les dije que me había suscrito a Tinder, y a Meetic, y a la Virgen de la Encina, patrona de estos lugares, a ver si obraba el milagro de un arrejuntamiento.
Me llamaron de todo, y me insinuaron de todo, y ya recompuestos del patatús, me dijeron que era mucho mejor probar con el método clásico: comparecer a las tantas de la mañana en los últimos bares del lugar, copa en mano y camisa abierta, a ver si algún resto de la madrugada se avenía a empezar una historia de amor tan corta como la noche o tan larga como la vida. Pero como yo soy muy tímido y además no tengo pecho lobo para presumir, decidí quedarme en las aplicaciones y esperar. El primer amor tardó mucho en llegar porque uno vale lo que vale -más bien poco- y porque además el valle de La Pedanía es tierra de paganos, dura de pelar, y aquí todavía no han llegado los profetas para explicar que no pasa nada si la vecina se entera o si el primo te mira raro. Que no pones en riesgo la honra del apellido endogámico si alguien te descubre buscando el amor fuera de los pubs o de las colas del supermercado.
Entre unas cosas y otras, llevo casi siete años entrando y saliendo de este mundo de las citas. Las tres veces que lo abandoné juré, enamorado, que jamás volvería a entrar. Que ya no volvería a necesitarlo. Como cuando apruebas una oposición y crees que nunca más pisarás la Universidad. Pero juré en vano, claro, porque luego la vida tiene sus propios argumentos y no hay otro remedio que acatarlos. Tuve citas catastróficas, de risa y de miedo; algún beso se perdió por ahí; un polvo, una vez, y dos relaciones que casi acabaron en matrimonio. Con papeles y todo... Quiero decir que yo mismo podría trabajar en “Cites” de guionista o de asesor, aunque el amor en La Pedanía y sus alrededores no tenga mucho que ver con el amor en Barcelona, siempre tan locuaz, tan sonriente, tan falto de prejuicios...
Una pistola en cada mano
Yo tuve un amigo que de
chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de
gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos
pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara
para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que
veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que
necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.
He recordado a mi amigo mientras veía “Una
pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un
poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la
que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan
los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean
sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del
folleteo.
Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto...
Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.
Abre los ojos
La última vez que se vio la Gran Vía de Madrid completamente despejada de tráfico y de gente, como si todo el mundo estuviera en la playa de Benidorm, o un virus mortal venido de China hubiera barrido las calles, fue en la pesadilla de Eduardo Noriega al principio de Abre los ojos. La imagen -aunque yo no viva en Madrid- me llevaba persiguiendo desde que comenzó esta dislocación, y además, quería comprobar si era cierto que una persona estaba asomada al balcón mientras Amenábar seguía con su cámara el estupor de Eduardo Noriega, jodiendo así el encanto de la ciudad deshabitada. Y en efecto: en mitad de la escena se ve a un vecino asomado, en la acera derecha, con aire de despistado, quizá recién levantado de la cama, o quizá sonámbulo perdido, soñando en 1997 con salir a aplaudir a los sanitarios que 23 años después iban a estar todo el día trajinando con el virus del futuro.
El método
Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.
Blackthorn
No hay nada más aburrido que un western típico, con su pueblo fotocopiado, su saloon y su whisky, sus putas y su cancán, sus duelos al sol y sus petulancias de macarras al atardecer. El sheriff guapísimo y el malo sin dientes. El bueno que no falla un disparo y el malo que jamás acierta ninguno. El médico borracho y el leguleyo con gafas. Los de la partida de póker y los cuatreros sin afeitar. Los héores que reciben balazos en el hombro y los indios que caen muertos a tres por disparo. Los colonos piadosos en su carromato y los lunáticos vestidos con pieles de oso en las montañas. El Séptimo de Caballería -¿no había otro, el Sexto, o el Segundo?- que siempre llega a tiempo y siempre comparece impoluto. Las bandas de mexicanos que nunca llegan a tiempo y jamás encuentran el momento de lavarse.