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Dos hombres y medio. Temporada 7

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Lo cierto es que antes tenían más gracia, cuando eran dos hombres y medio de verdad y el niño no entendía los afanes sexuales de sus mayores. Ni sus melopeas habituales, cuando el sexo se arruinaba y solo quedaba la desolación etílica de los cuarentones. Alrededor de Jake, en los tiempos gloriosos de la serie, los personajes hablaban en metáforas, en floripondios muy divertidos sobre el amarse y el quererse. Eran los tiempos en los que el tío Charlie dormía con “amiguitas” y papá era un hombre asexuado que tarde o temprano volvería con mamá. Era, también, la infancia feliz en la que Berta era una pariente lejana de Mary Poppins con el único defecto de comer demasiadas hamburguesas en los descansos.

Antes de la séptima temporada tuvo que ser un descojono trabajar de guionista para la serie, practicando la autocensura cuando llegaban las masturbaciones o las prostitutas, las borracheras o las pornografías. Se tenían que oír las carcajadas desde el otro lado del valle cuando estos tipos se reunían para hablar de guarrerías sin que nada pudiera verse o decirse en los fotogramas. Pero ahora, con Jake ya convertido en un hombre -porque cumplidos los catorce años ya es un homínido con todas las de la ley,  obsesionado con el sexo y con poner en riesgo su salud- el lenguaje de “Dos hombres y medio” ha pasado a ser directo, sin filtros, como de conversación de hombres en la barra del bar. Ahora los personajes ya dicen follar, y paja, y condón, y “se me puso tiesa”, y “jodó, vaya que si me la tiraría...”, y a mí, que no me escandalizan estas expresiones que yo mismo utilizo en los contextos más cavernarios de la semana, me entra un no sé qué de nostalgia literaria. De inocencia perdida del niño Jake, y quizá también de mi propio hijo cuando creció.

De todos modos, nunca está de más perderse en los episodios de “Dos hombres y medio” -ideales mientras se friegan los cacharros o se barre la cocina- para recordar que los machos de la especie somos sexo y poco más. Tan simples como un pirulí; tan predecibles como la tabla del 1. Lo otro – lo de hacernos los intelectuales o los interesantes- también es un ejercicio de literatura. 








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Dos hombres y medio. Temporada 6

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Charlie Harper y su hermano Alan llevan seis temporadas manteniendo dos posturas éticas enfrentadas: para Charlie, el sexo lo es todo; para Alan, el sexo es fundamental. Casi todos los hombres, supongo, tomamos parte por Alan porque nos parece más próximo a nuestra sensibilidad. Será porque la mayoría también somos medio feos como él, o medio bobos, o tartamudeamos cuando no toca, y nos ponemos en plan solidario con su desdicha.

Nosotros, los alanistas, también hemos conocido el rechazo y la humillación. También nos hemos enamorado a sabiendas de que arriesgábamos las lágrimas del futuro. Nos hemos mojado. No somos gran cosa, pero somos seres sensibles, e incluso románticos, que no eunucos, como ahora nos desean algunas mujeres: libres de pecado y desanclados del bonobo. Pero eso, ay, es imposible. He dicho que para Alan Harper el sexo es fundamental, no que lo desdeñe. Que lo considere impropio de un ser atento y caballeroso. El sexo es un deseo palpitante e inobjetable, que lejos de devolvernos a la selva demuestra que uno va sobrado de salud y entusiasmo. 

¿Que no es lo único...? Nos ha jodido. No todo va a ser follar, como cantaba Javier Krahe. También cantamos, y paseamos, y salimos de compras, y preparamos la cena antes de ver una película en el sofá. También cruzamos Núñez de Balboa cuando pasamos por allí. También nos preocupamos por su salud, por su familia, por su trabajo. Ofrecemos nuestro hombro para llorar. Somos seres civilizados aunque a veces se adivine una erección bajo las ropas. Es la naturaleza, estúpido.

Amamos, quiero decir, aunque a veces seamos unos torpes en el amor. No somos tan básicos como Charlie Harper, aunque a veces le envidiemos. Y a veces le envidiamos mucho... Charlie sí que es un bonobo de California; el pariente lejano de los bonobos africanos. Todo el día con el pito en la mano, y con la obsesión en el entrecejo. La evolución de las especies nos dirá algún día quién estaba equivocado. Aún queda mucho tiempo para eso.





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Dos hombres y medio. Temporada 5

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La explicación a lo que sucede en Dos hombres y medio -que el Harper guapo se acueste  a todas horas con mujeres hermosas, y que el Harper feo, el menos afortunado en la lotería genética, tenga que conformarse con las mujeres que otros rechazan, y a veces ni eso- viene en una novela de Michel Houellebecq que leí hace muchos años. Uno de esos libros que deberían estar prohibidos por la autoridad -y por la Iglesia, como en los tiempos de la decencia- porque terminas de leerlo y preferirías no haberlo comenzado jamás. Justamente como uno de esos amores del Harper desheredado, que sólo dejan un rescoldo de frustración y baja autoestima, mientras su hermano, en la habitación de arriba, retoza con otra rubia, o con otra morena, o con la pelirroja del patinete, que conoció esa misma mañana paseando por la playa.

Aquel libro de Houellebecq -su primera novela en realidad- se titulaba “Ampliación del campo de batalla”, y el campo de batalla era, por supuesto, el mercado del amor. Houellebecq establecía un paralelismo entre el liberalismo económico y el liberalismo sexual. En las “utopías” socialistas -escribía- todo era gris y mortecino, pero todo el mundo tenía su hueco en el mercado laboral. Daba para muy poco, para un piso compartido, y para un televisor en blanco y negro, pero nadie se quedaba realmente en la indigencia. Del mismo modo, en las sociedades conservadoras, donde el matrimonio era indisoluble y el adulterio un anatema, todo el mundo tenía su hueco en el mundo del amor. Quien más quien menos encontraba su pareja, y tenía garantizado el polvo del sabadete para celebrar la alegría de vivir. En una sociedad neoliberal, desregulada en lo económico, unos pocos acaparan grandes fortunas y otros muchos sobreviven en la indigencia, o trabajando como esclavos. En una sociedad de amor libre -como la que rige en Malibú- algunos se cepillan a todo lo que se mueve y otros, la inmensa mayoría, se resignan a la masturbación mientras escuchan los jadeos al otro lado del tabique.





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Dos hombres y medio. Temporada 4

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¿Merece la pena venderla? Claro que sí. Al fin y al cabo, ¿qué narices es el alma? Veintiún gramos de discusión metafísica. Monserga de filósofos, y metáfora de poetas. El alma no es nada: un concepto inodoro, incoloro e insípido. Un invento del Neolítico para tenernos atados al yugo del arado, y al yugo de los sacerdotes. Si a los cazadores-recolectores que recogían bayas y chingaban como bonobos se les llega a presentar un misionero hablándoles del alma, vamos, se parten de la risa... Y luego le corren a garrotazos.

El alma es un atributo sin valor, o con valor arbitrario. Hay gente que la valora al peso del oro, mientras que yo, irredento, la valoro menos que el aire, menos que las cuatro letras que tardo en escribirla para repudiarla. No: ni siquiera la repudio, porque para repudiarla primero tendría que sopesarla. Así que basta. Ya he divagado bastante. La cuestión es: ¿por qué entonces, convencido de su nadería, no termino de vendérsela al Diablo a cambio de ser como Charlie Harper, o al menos parecerme un poquitín a su estampa? ¿Por qué no empeño mi alma para obtener una casa en Malibú, un oficio creativo, un magnetismo sexual incorruptible? ¿Por qué, ay, no me des-animo de una vez y me lanzo a vivir el semana perpetuo, con mujeres tan hermosas como el atardecer, rubias como el penúltimo rayo de sol, pelirrojas como el último, que pasan por la cama sin dejar huella, entregadas y gozosas, sin partir el alma -precisamente- en su partida? Joder: simplemente porque nunca me encuentro al Diablo por ahí, y cuando le invoco, con el ritual que recomiendan en los libros, el mamonazo sólo me apaga la vela y se descojona de la risa.

¿Quién querría el amor de los mortales siendo igualico que Charlie Harper? El amor verdadero es lo único que da sentido a la vida, de acuerdo, su búsqueda y su encuentro. Estamos trabajando en ello..., que dijo una vez el megalómano con bigotes. Pero luego, el amor verdadero, cuando te apuñala, desearías no haberlo conocido jamás. Desearías, entonces, salir a la calle para hacerte el encontradizo con el Diablo, que viene de la discoteca, y allí, bajo la luz de una farola, estafarle con la venta de tu alma inexistente a cambio de ser como Charlie Harper, y alcanzar la salvación de tu cuerpo sólo con entrecerrar un poco los ojos, y sonreír.





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Dos hombres y medio. Temporada 3

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¿Y si la monogamia, la fidelidad, la “decencia sentimental”, sólo fuera el consuelo de los feos? ¿Su estrategia evolutiva? ¿Su única estrategia viable en realidad? ¿Una resignación que elevan a los altares de la moral sólo porque no pueden aspirar al desenfreno, a la promiscuidad, al goce de los mil cuerpos distintos y las mil sonrisas diferentes? No sé... Quizá es que leí demasiado a Nietzsche en la juventud, y subrayé muchas de sus sospechas con el mismo lápiz que luego usaba para subrayar el libro de Religión, en el BUP de los Maristas, que pobre lápiz, pienso yo ahora, menudo desnorte, si hubiera sabido leer lo que destacaba.

    Yo, por ejemplo, me siento monógamo, fiel, tan decente como cualquiera, pero quizá es por eso, porque juego en las ligas menores de la belleza, donde las mujeres no se fijan en los hombres y les pasan el número de teléfono así como así, chas, a las primeras de cambio, -ni a las terceras incluso-, como hacen con Charlie Harper en “Dos hombres y medio”, que nada más verlo ya se quedan arrobadas, y casi tambaleantes, en la silla del bar. Charlie sonríe, juega con ellas, suelta sus chistes siempre ocurrentes, y luego, cuando les dice que tiene una casa en la playa de Malibú, el sexo ya es sólo cuestión de preguntar a qué hora sales que paso a recogerte con el buga... Mientras tanto, a su lado, el hermano feo, al que ninguna mujer regala una mirada insinuante, apura su tercer whisky añorando los tiempos infelices -pero sexualmente más seguros- en los que estaba casado con Judith y al menos no se exponía al desprecio diario, a campo abierto, donde sólo sobreviven los más aptos.

    Mi sueño sigue siendo vivir como John Wayne en “El hombre tranquilo”, con la casa en el campo, y la mujer fueguina, y la conciencia reposada, pero quizá, ay, todo esto sea un sueño falso, espurio, construido por los complejos y por la necesidad. Quizá mi aspiración reprimida sea vivir como Charlie Harper en Dos hombres y medio, al borde del mar, un día con la rubia, y otro con la morena, y el de más allá con la pelirroja, siempre tocando una canción de amor satisfecho y despreocupado en el piano.




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Dos hombres y medio. Temporada 2

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Joan Manuel Serrat tiene una canción que es, más que una canción, un poema. Y más que un poema, un sueño de vida. En Seria fantàstic, Serrat enumera un manojo de sueños e imagina la vida fantástica que le gustaría vivir si el mundo fuera como está mandado: una existencia sencilla, de gentes amables y respetuosas, donde reina el instinto bien entendido, y puedes mearte de la risa. Y al final ganan los mejores, y heredan los desheredados. Y donde puedes ir distraído por cualquier sitio, que es un verso maravilloso de la canción, y que es una cosa que a mí me vendría de puta madre, de lo que bobo que voy siempre por ahí.



    Y ya sé que no tiene mucho que ver, una cosa con la otra, y que quizá, en la búsqueda forzada de este folio, hago una asociación de ideas entre Malibú y Barcelona con la única coincidencia de que ambas tienen un mar tras las ventanas. Pero hoy, mientras veía los episodios de su segunda temporada, me ha dado por pensar que Dos hombres y medio, a su modo cachondo y puñetero, también es la confesión de una vida soñada. La de sus guionistas, quizá, que vuelcan en ella la existencia que les hubiera gustado llevar. Y a quién no, nos ha jodido...

    Hoy me he dado cuenta, después de ver un porrón de episodios, que esa vida del pariente lejano de Serrat, Charlie Harper, también músico, pero afincado a orillas del Pacífico, es una vida como traída del Paraíso. Como si todos los personajes estuvieran muertos en realidad, pero aún no fueran conscientes de vivir en un Cielo con palmeras.  No es sólo que Charlie Harper nunca le de un palo al agua, o que sólo tenga que sonreír para conquistar a las mujeres de bandera. Es que nunca ves a ninguno de sus parientes haciendo algo provechoso: su hermano nunca trabaja, el crío nunca hace los deberes, su cuñada se pasa el día tramando enredos... Sólo la criada que le limpia la casa, y sin mucha prisa además, parece que hace algo productivo en las escenas.

    Todos los personajes de Dos hombres y medio están durmiendo, o follando, o viendo la tele, o relajando el body en la terraza, frente al mar. No existe la comida sana en casa de Charlie Harper. Todos beben café, o coca-colas, o refrescos energéticos a cualquier hora, y nadie engorda, ni se pone de los putos nervios con la cafeína. Y todos tienen, además, la envidiable capacidad de soltar siempre la frase exacta, la más divertida, la que venía justamente a cuento y no otra, para dejar al imbécil, o la impertinente, con la cara congelada. Esa gracia caía del Cielo que a otros siempre se nos ocurre media hora después, o jamás, y que nos reduce a la miseria cotidiana de los don nadies que vemos la serie.

    Seria fantàstic…



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Dos hombres y medio. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Supongo que doce años en los Maristas dejaron huella en esta manera mía de expresarme, tan cercana a lo retórico, y a lo pedante. Tan parecida, precisamente, a la de un cura que paseara por los jardines del Vaticano, discutiendo de teologías.  Eso es, al menos, lo que diría si creyera en las influencias de la educación recibida. Pero yo soy un creyente del gen, un apóstol del cromosoma, y creo que este modo mío de pontificar, como dando recordatorios a los amigos y sermones a los enemigos, va inscrito en el código particular de mis bases nitrogenadas.



    Porque además, para reafirmar mi teoría, ahí está mi jeta, mi fisonomía, mi modo de caminar incluso, que también tienen algo de jesuítico, de párroco involuntario, y eso no te lo esculpen en los Maristas, ni en ningún lado, aunque a veces nos dieran un par de bofetones en las viejas pedagogías. Visto de lejos, parezco un cardenal extraviado; visto de cerca, un cura abstraído con la Biblia. Y lo contradictorio, lo sangrante, el malentendido que lleva lastrando mi vida desde la adolescencia, es que yo vivo en la antítesis del catolicismo, en la negación de su catecismo. Soy un rojo, un libertino, un ateo radical de la vida. Creo en la realidad de los cuerpos y en la negación de las almas. Prefiero la prosa al verso, y lo concreto a lo abstracto. Pero lo digo y parezco un clérigo haciendo parodia, y nadie termina de creerse que ése es mi yo verdadero. Es la contradicción radical entre mi cuerpo y mi espíritu, que arruina cualquier intento sincero de presentarme como soy.

    Si mi genotipo tuviera su traducción correcta en el fenotipo, yo sería como Charlie Sheen en “Dos hombres y medio”. Su cara es el reflejo exacto de la picardía, de la liviandad, de la entrega a las cuatro realidades muy básicas de la vida, despojadas de literatura. Por eso es tan guapo, el jodido… Me mola, su filosofía, su descaro, su epicureísmo radical al borde del mar. Su inmadurez con momentos lúcidos, que siempre es preferible a la madurez con momentos de locura. Lo que no tengo es un talento artístico como el suyo -el musical, o el literario, cualquiera valdría- para teletrabajar toda la vida y comprar una casa muy parecida a la suya, al borde del mar, donde el único ruido es la ola, y el único peligro, una rabieta de Neptuno.



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