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Andor

 🌟🌟🌟


En la serie nos aseguran que Cassian Andor vivió en la galaxia lejana hace mucho tiempo. La misma donde la familia Skywalker conoció la Luz y la Oscuridad. Pero la verdad es que a tenor de lo visto -episodio 8- Cassian Andor podría vivir en cualquier otra galaxia del firmamento. O en esa misma, pero en otro tiempo muy diferente, para nada relacionado con las guerras galácticas que llevamos cuarenta años contemplando.

Los que hemos visto “Rogue One” no lo ponemos en duda, pero los que hayan caído en “Andor” sin información previa -que tampoco serán muchos, supongo, porque la frikada es muy adicta y responsable- podrían pensar que esta vez los de Lucasfilm nos han dado gato por liebre. Una galaxia por otra. Total -debieron de pensar en la productora- salen naves espaciales, y planetas remotos, y a veces un caza imperial acojona a los rebeldes. Suficiente para matar el hambre y mantener la granja en funcionamiento.

Durante muchos episodios ese fue el único elemento que hizo de “Andor” parte del universo expandido, y no un universo paralelo: los cazas imperiales. Y aun así, uno podría pensar que la empresa que los construye los exportaba a otras galaxias para hacer negocio con la guerra, del mismo modo que en la Tierra los americanos exportan sus cazabombarderos a las repúblicas bananeras. Que un caza imperial surque los cielos tampoco garantiza que se trate de la misma guerra de nuestra infancia.

Exagero un poco, claro, por el afán de criticar. A veces, en los diálogos, se menciona al Imperio y a los rebeldes, pero como cosas remotísimas. Hay una trama de seguratas que tiene lugar en Coruscant. Una vez, incluso, hablan del emperador Palpatine... Creo que es justamente en este episodio 8 donde ya he aparcado el Halcón Milenario. Demasiado poco para tanta expectativa. Yo pensaba: “Bah, quedan cuatro episodios más. Aguantaré. Tarde o temprano vendrá por aquí un galáctico de verdad, como aquellos del Madrid: Darth Vader, o Kenobi, o la princesa Leía”. Fui a IMDB a confirmar el dato y descubrí que ya hay una segunda temporada en marcha. Otros doce episodios de Cassian Andor por la semigalaxia. Ya vale.




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La terminal

🌟🌟🌟


En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas, quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales, la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo; poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o veinte páginas de corrido.

Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.

El drama de la película surge al principio, porque el encierro de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego, una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal, aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o como los sonidos del viento.  



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Open Range

🌟🌟🌟

De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.



    Los vaqueros, en las películas de nuestra infancia, eran unos pendencieros que se pasaban el día en el saloon, jodiendo, o jodiendo la marrana, más borrachos que sobrios, más desafeitados que aseados. Los vaqueros venían de la nada, y se dirigían a ningún lugar. Sólo pasaban por allí  a vengarse de alguien, o a cobrar una deuda, pero en nuestra estulticia nunca nos preguntábamos de qué vivían realmente, salvo que vinieran de asaltar un banco, o de encontrar oro en el Yukón, en un golpe de fortuna. Éramos tan cortos -o yo al menos era tan corto- que nunca se nos ocurrió pensar que la palabra vaquero venía de vaca. Pero aunque lo hubiéramos pensado, no nos hubiéramos creído que esos jichos de la pistola, esos prestidigitadores del tiroteo, se dedicaran verdaderamente, pasado el fin de semana, a cuidar vacas en el monte, ataviados con la boina y la cachava.

    Ni cuando aprendimos nuestras primeras faunas en inglés, y leímos aquello tan evidente y tan flagrante de cowboy, caímos en el quid de la cuestión, y yo creo que acabé por enterarme muchos años después gracias a Río Rojo, la película de Howard Hawks, que iba de unos vaqueros que, sorprendentemente, aunque apuestos y machotes, se ganaban la vida guiando ganado por las praderas del Medio Oeste. Quizá, si de aquella hubiéramos visto películas tan ilustrativas como Open Range -que al menos se molesta en explicar el conflicto socio-laboral que desemboca en los tiroteos-, hubiéramos aprendido mucho antes que los vaqueros, cuando llegaban al pueblo a medio hacer, y entraban en el saloon tras atar a sus caballos, venían deslomados de estar trabajando todo el día, oliendo a mierda de vaca y a sangre de las manos desolladas. Una comparecencia muy poco romántica, muy poco glamorosa, que en las películas de antes preferían disimular con el montaje, y con músicas de misterio.



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Elysium

🌟🌟🌟

Es una pena, esto de haber hecho voto cartujo para el asunto político, porque Elysium me daba para escribir un discurso bolchevique sobre la lucha de clases, que ni en el siglo XXII, al parecer, va a conocer el descanso. Todo lo contrario…

Me lo ponían a huevo, Neill Blomkamp y sus secuaces, con esto de la Ciudad en las Estrellas construida para los ricos, mientras que abajo, en la Tierra, la chusma se da de navajazos para sobrevivir entre la contaminación y la superpoblación. Qué parábola más cojonuda, la de Elysium… Menuda metáfora que estoy desaprovechando para sacar de paseo a la momia de Lenin, ahora que además sabemos que la Ayuso vive en una suite de lujo muy por encima de la mugre, una Elysium de las alturas de Madrid, que te la imaginas, a doña Isabel, al lado de Jodie Foster en la película, cogestionando la seguridad del Paraíso y poniendo caras de asco cada vez que un pobre quiere pasar a saludarlas, y no desentona para nada, la jodía, que tal vez estamos perdiendo a una política seria pero estamos ganando a la próxima Penélope Cruz del star system.



    Pero no… ¡Basta! Para una vez en mi vida que hago voto de silencio -ya que no puedo hacerlo de castidad, ni  de frigorífico bajo en calorías -, no quiero romperlo a los pocos días de la ceremonia. Así que prefiero contar -como siempre que me escaqueo del opinar- una anécdota personal, de una vez que estuve en un sitio muy parecido a Elysium. Un club de golf en la isla de Mallorca, al que yo jamás me hubiera acercado ni a un kilómetro de distancia -por si disparaban, o te electrocutabas en la valla- pero al que fui arrastrado por el entusiasmo aventurero de mi hermana, que dijo estar bien informada de que allí, en su terraza, hasta las ocho de la tarde, cualquiera que fuera vestido dignamente podía tomarse una cerveza sin ser expulsado por un ángel flamígero.

    Y era cierto... Llegamos, nos sentamos, pedimos unas cervezas bien frías y un ángel rubio que allí habitaba nos las sirvió con una sonrisa perfecta, inmaculada, sin asomo de ironía o de perplejidad. Fue la primera vez -y de momento la única- que me sentí uno de ellos. Un ricachón más. Un golfista más. Casi me dieron ganas hasta de sacar el carnet de conducir, sólo para comprarme un Mercedes o un Ferrari en el concesionario de los alemanes…

    Desde la terracita se les veía allá abajo, a los ricos, pateando los greenes y los rafts, y por un rato me sentí su camarada, su compañero de lucha contra el obrero. Tardé un rato en relajarme, en olvidar mi complejo de polizón en un yate, pero cuando al fin reposé la espalda, estiré las piernas y tomé confianza para mirar el infinito, sentí, de pronto, como transfigurado por el lado oscuro de la Fuerza, que si yo fuera rico, si yo viviera en Elysium, prohibiría la entrada en mi club a unos Rodríguez cualquiera de la vida como nosotros. Quizá, después de todo, es una suerte que yo haya vivido siempre en el lado cutre de la vida.



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Día de lluvia en Nueva York

🌟🌟🌟🌟

“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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Mi nombre es Harvey Milk

🌟🌟🌟🌟

Hace unos cuantos meses, en una entrevista para la televisión que iba para rutinaria y terminó fabricando la bomba informativa -que decía el Butano-, Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, contó que de joven había tenido relaciones sentimentales con alguna mujer. Yo, que por una rara coincidencia no estaba viendo el fútbol, ni la película del día, asistí en directo a lo que parecía ser una polémica declaración que iba a traer cola en las cavernas más cavernícolas. Me dio la impresión, en ese mismo momento -o tal vez sólo lo imaginé- de que Ada Colau se había tirado un poco a la piscina; de que quizá se dejó llevar por las malas artes de su entrevistador y de pronto, como salida de un trance de debilidad, de desnudo del alma, se sonrojaba y se revolvía algo incómoda en su butaca. Quizá pensó que había ido demasiado lejos en el juego de las confesiones íntimas, o temió, de repente, haber perdido apoyos entre unos votantes que quizá no fueran unánimes en cuanto a la aceptación de su bisexualidad.


    A la mañana siguiente, que era domingo, día del Señor, la prensa conservadora -o sea, la prensa- se hizo eco de sus confesiones fuera del confesionario. Los francotiradores del ejército nacional le dijeron de todo, por supuesto, a la alcaldesa: que era una política ladina, tramposa, de maquiavélica para arriba, que había aprovechado un horario de máxima audiencia para conquistar un puñado de votos entre los maricones y los simpatizantes de la mariconería. Ellos, los hijos de puta, escribían que mientras España se rompía precisamente por la frontera de Cataluña, Ada Colau, en un acto de frivolidad, de exhibicionismo sentimental, nos contaba sus escarceos universitarios para conquistar las simpatías de la progresía. Una argucia electoral impropia de estos tiempos convulsos en los que el Imperio vuelve a resquebrajarse, y el patrimonio de los Borbones amenaza con reducirse. 

    Los columnistas de la nomenklatura hicieron el ridículo, como siempre, y abonaron los surcos del pensamiento con su mierda habitual. Pero ninguno se atrevió a poner en cuestión el derecho de la alcaldesa a ser bisexual. Nadie objetó que eso fuera impedimento para el desempeño de su cargo. Puede que alguno lo pensara, pero no se atrevió a escribirlo. Sólo cuatro desnortados como Ana Botella -la Anita Bryant del barrio de Salamanca- podrían aplaudir alguna parida carpetovetónica de ese tenor. Los tiempos de ostracismo que sufrió Harvey Milk ya (casi) han sido superados.


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Y tu mamá también

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Para los muchachos que sólo piensan en follar el mundo es un ruido de fondo. El telón de fondo para ese teatro pornográfico que ellos proyectan continuamente en su cabeza. Un decorado tan intrascendente como aquellos que ponían Hannah-Barbera en las locas persecuciones de sus dibujos animados. Salir de la adolescencia masculina -que no es una tarea fácil, ni un logro universal- significa tomar conciencia de ese mundo exterior que tiene sus problemas económicos, sus políticos corruptos, sus naturalezas arruinadas; sus gentes, también, con sus enfermedades serias y sus problemas morrocotudos. Hacerse adulto es casi como volver a nacer: abrir los ojos y destaponar los oídos. Quitarse las gafas de rayos X que sólo desnudaban los cuerpos y buscaban la oportunidad. Bajar el volumen del martillo neumático que taladraba la cabeza con el estruendo monótono del deseo.


    En Y tu mamá también, Tenoch y Julio son dos adolescentes atrapados todavía en esa esclavitud. Dos intrépidos hormonados que aprovechan sus vacaciones para recorrer México en un cascajo de automóvil. Buscan playas paradisíacas donde lucir el body y beber tequila hasta el amanecer. Y de paso, si encuentran chavalas predispuestas, sumarlas a la fiesta loca de su juventud. Pero en su camino se cruza Luisa, y el dúo se convierte en triángulo, y la camaradería, en rivalidad. Luisa es una mujer adulta, bellísima, a la que conocen por estar casada con un primo de Tenoch. Les separa la edad, la madurez, la vida entera. Pero Luisa, contra todo pronóstico, sin desvelar sus intenciones, se suma a la fiesta de su viaje por México, y ellos, por supuesto, obnubilados por el deseo, le hacen un hueco en su tartana. 

    Ahí empieza una road movie donde Julio y Tenoch conducen cegados por esa mujer voluptuosa que además se muestra generosa en las noches de motel. Y ella, Luisa, cuando ellos no están presentes, aprovecha para llorar su desgracia secreta y su dolor. Mientras tanto, ahí afuera, en las carreteras,  México se desangra de pobreza. Ellos no escuchan la voz en off que nosotros los espectadores sí escuchamos. Gracias a ella conocemos las desgracias que el trío se cruza por el camino sin atender, sin escuchar, cada uno sumido en sus graves asuntos. El sexo y la muerte, nada menos.


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Rogue One

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Compro la entrada, saludo a los empleados, me acomodo en la butaca. Mientras la luces permanecen encendidas miro a mi alrededor buscando al masticador de palomitas, al pesado del teléfono, al hombre enamorado que no para de hablar con su chica. A todos esos intrusos que podrían joderme la película si se acercaran demasiado. Esos Lord Sith de los cojones que interrumpen la sosegada paz de este cinéfilo Jedi.
 
    Apago el teléfono móvil. Carraspeo. Rezo para que nadie se siente a mi lado con una bolsa de patatas fritas. Y mientras en la pantalla se suceden avances de películas que nunca veré, me pregunto qué hago allí de nuevo, a punto de ver otra película de Star Wars cuarenta años después de la primera, como si no hubiese pasado el tiempo ni la vida. Ni el amor ni los hijos. Ni la salud ni la enfermedad. Siento una pequeña punzada de vergüenza. Un segundo de duda. Un músculo de mi culo se tensa, se rebela, inicia el movimiento subrepticio de levantarse. Pero sólo se queda en un intento. En un espasmo. La voluntad de quedarme sentado ha prevalecido, y el músculo insensato será castigado por su motín cuando acabe la película. La Alianza Rebelde será aplastada.

    Pero las inquietudes no se disipan. Que en la sala haya otros cuarentones parecidos a mí -gafosos, intelectualoides, con aspecto de poco espabilados- no me hace sentir mucho mejor. Hace años que he dejado de frecuentar los cines y hoy, sin embargo, vengo a ver una película diseñada para la chavalada, con sus tiros, sus explosiones, sus efectos especiales que producen mareo en las personas de cierta edad. Hay películas más sesudas en la cartelera, más adultas, que tratan del espíritu y de la muerte, de la paternidad y del amor. Pero yo estoy aquí, escondido del cine solemne, dimitido de la cinefilia respetable, a punto de reencontrarme con la Estrella de la Muerte y con los destructores del Imperio.

    De pronto se apagan las luces, el cine queda en silencio, y en la pantalla negra aparece la vieja letanía del tiempo pretérito y de la galaxia lejana. Y entonces vuelve a obrarse el milagro de la sustitución. El adulto desaparece, se desvanece, sin dejar humo ni olor, y en la butaca desalojada vuelve a sentarse el niño que yo fui, con sólo cinco años de inocencia y de tontuna, boquiabierto ante el espacio interestelar surcado por las naves. El niño que se estremece, que se maravilla, que busca héroes a los que aplaudir y villanos a los que vilipendiar. Que se caga de miedo cuando Darth Vader aparece resollando sus maldades. El niño al que le importa una mierda que Rogue One no sea una película perfecta. Ni falta que hace. Porque ese niño no es cinéfilo, ni crítico, ni está infectado por el virus del análisis. Todo lo que pasa en Rogue One es mágico, fantástico, incuestionable. Rogue One -mientras dure la función, mientras no vuelvan a encenderse las luces- es la puta hostia de las galaxias. La pera limonera. La máquina de Zoltan que me devuelve a la infancia inmaculada.

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