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Río Bravo

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Los muy cafeteros del western -y los muy cinéfilos que nunca se atreven a señalar al emperador desnudo- van diciendo por ahí que “Río Bravo” es una obra maestra del género y tal cual. No les hagan ni puto caso. “Río Bravo” es una película demasiado larga y demasiado tonta. Yo diría que en realidad es una reunión de varios amigos que estaban de vacaciones en Hollywood, y que Howard Hawks, en lugar de sacar la cámara Súper 8 de las intimidades, decidió aprovechar la francachela para rodar un muy largo largometraje. 

- Ya que estamos todos juntos -debió de pensar- nos ponemos unas ropas, levantamos unos decorados, y mira tú, ya tenemos una película para estrenar el próximo año. Tú dices: “Desenfunda, Billy”, y  tú le respondes: “Ni pensarlo, forastero”, y ya tenemos un guion para que los productores pongan algo de pasta.

El aire de “Río Bravo” es eso, familiar, distendido, como de barbacoa de los domingos. Se supone que aquí todo el mundo está jugándose el pellejo, a punto de ser mordido fatalmente por una bala, y sin embargo reinan los chistes y las borracheras, y sobre todo muchos coqueteos con la única mujer guapa a esta orilla del río Bravo, que es otro río perteneciente a la cuenca hidrográfica de Texas y estados aledaños, tan manejada al dedillo por Howard Hawks en su ancha filmografía. 

“Río Bravo” se salva de la condena porque en ella se respira autenticidad y buen rollo. Es lo que tiene que nadie actúe de verdad ante la cámara. John Wayne -al que mi padre siempre cristianizó como Jon Baine- hace de John Wayne y lo hace estupendamente. Cada vez que termino de ver una de sus películas y me incorporo del sofá, siento que durante un rato camino como él, imitando sus andares sin querer: esa desenvoltura de tipo curtido en mil batallas que a mí no me pega nada con la personalidad, y que se desvanece a los diez pasos de transitar por las calles de La Pedanía. John Wayne era un carca y un fascista, pero joder, era John Wayne, y cuando sale en pantalla es como un agujero negro con sombrero cuántico que captura todas las miradas.




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Bésame, tonto

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Bésame, tonto es una película protagonizada por un marido celoso, una esposa amantísima, una prostituta de carretera y un ligón irresistible que hacía fortuna cantando en Las Vegas. Medio siglo después, Bésame, tonto, sin que nadie le haya quitado ni añadido nada -sólo una escena que en su día cortó la censura española- se ha transmutado en una película protagonizada por un marido maltratador, una esposa subyugada, una esclava del machismo y un acosador insufrible que no sabe refrenar sus instintos. Cuánto hemos cambiado... 

    Hoy nadie se atrevería a rodar una película como ésta. Ni siquiera en clave de comedia. El horno de los tiempos modernos no está para bollos, y miles de plumas afiladas -y quien dice plumas afiladas dice teclas como martillos- esperan el desliz o la sobrada para lanzarse a la yugular masculina del responsable. Muchas veces con razón, y otras -para mantener prietas las filas y las llamas en combustión- rizando los rizos inexistentes. Se ha declarado la guerra, y todos los hombres son sospechosos de patriarcado hasta que se demuestre lo contrario.

    En una línea de guión de Bésame, tonto se llega a decir que la mujer, sin un hombre que la lleve por la vida, es como un remolque sin vehículo. Un proyecto varado, sin motor propio. En fin: una barbaridad que en los tiempos modernos ya casi mueve más a la risa que a la indignación, como dicha por un borracho en plena melopea. 

    Wilder y Diamond eran dos tipos muy inteligentes, incisivos y puñeteros, pero también eran dos hijos de su época, y a veces se dejaban llevar por estos clichés de la mujer en la cocina y del hombre en la cacería. De la mujer que se realiza en el marido y del marido que se realiza en el trabajo. Luego llegó el feminismo, la mujer también quiso realizarse en el trabajo, y los empresarios, siempre tan avispados, aprovecharon para divir los trabajos en dos sueldos y los sueldos en cuatro migajas. Cuánto hemos cambiado también en eso.  Esta vez para peor.




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